Mujeres y justicia. Una defensa de las sentencias impuras

AutorAmaya Olivas Díaz
Páginas195-207

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1. La judicatura siempre estuvo en crisis

“…El derecho moderno contribuye activamente al sostenimiento de un particular régimen económico y político liberal (y de las injusticias que éste encarna). Las normas jurídicas y las sentencias judiciales –tanto como la supuesta “ciencia jurídica” construida para explicarla y sistematizarla se cuentan entre los dispositivos simbólicos más importantes de la sociedad capitalista para naturalizar como institucionalidad inevitable lo que no es sino relación de poder contingente” (Guillermo Moro, en la Introducción a Izquierda y Derecho, de Duncan Kennedy).

Resulta evidente que la sociedad plurinacional española sufre una importante crisis que atraviesa sus principales instituciones. Es por ello que, desde distintas voces, se viene reclamando la apertura de un proceso constituyente. Para ello, es necesario, desde el punto de vista teórico y práctico, que se den una serie de condiciones objetivas (descenso del nivel de vida, empeoramiento de condiciones de trabajo, aumento del desempleo, desigualdad social) que conllevan una crisis de representación, al percibirse como culpables de la crisis a los agentes que ocupan los poderes del Estado, lo que produce un severo déficit de legitimación del sistema económico, político y constitucional. Junto a ello, deben darse también una serie de condiciones subjetivas favorables, dado que resulta esencial la existencia de una voluntad de cambio de la mayoría ciudadana y de diversas organizaciones políticas que lo encaucen.

En el caso de la judicatura, la distancia existente con la sociedad civil se ha acre-centado en los últimos tiempos. No resulta extraño que, en un clima de tensión social y con los recortes a los servicios públicos o a los derechos sociales de

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trasfondo, haya arraigado todavía más la percepción de que la administración de justicia no es igual para todas las personas y está más al servicio del poder que de los débiles.

Resulta preocupante significar que esta institución siempre estuvo en crisis, en la medida en que, de todos los poderes del Estado (en el sentido clásico de la división formulada por Montesquieu) es, sin duda alguna, aquella en la que menos incidió la débil transición democrática acaecida tras el fin de la dictadura. Debemos indagar, aunque sea sintéticamente, en las causas de esta situación.

No es ninguna casualidad que en el Estado español, a diferencia de los otros países europeos, el fascismo no fuera derrotado militarmente. Ello explica, en parte, que la larga sombra del franquismo siga proyectándose en el imaginario cultural de los jueces. Prueba de ello es que –tal como explica el magistrado Ramón Sáez2el Tribunal Supremo afirma hoy sin rubor que la transición a la democracia se hizo de ley a ley, como si el estado de derecho fuera equiparable al estado ilegal de la barbarie, como si la ley fuera una mera forma compatible con la injusticia y la cultura de la legalidad democrática pudiera convivir con la negación de los derechos humanos. Al tiempo se afirma que la única razón de la independencia es la recta aplicación de la ley vigente.” Ese sometimiento irreflexivo a la ley es el que abre la puerta al sentimiento de irresponsabilidad del-la juez-a ante los efectos de sus decisiones en la realidad juzgada.

La impunidad de los desmanes de los poderosos –del presente y del pasado– es un producto claro de esa dificultad de hacerse cargo de sus actos. Un lugar mental que reproduce, no necesariamente de forma consciente, unos intereses de casta social. En ello resulta clave la interiorización acrítica de una neutralidad formal, supuestamente apolítica, que desnaturaliza la lógica garantista que anida en los derechos fundamentales. Este “habitus profesional”3 es un potente inhibidor de una cultura democrática que impida coexistir pasivamente ante altas dosis de injusticia social. Y, como se ha dicho, se alimenta de la misma “subcultura judicial” de los profesionales de la jurisdicción que sirvieron a la dictadura.

Se trata de un espacio de socialización pre-democrática que, tal como afirma el mismo autor, en nada sustancial se ha visto modificado por acomodo a nuestro ordenamiento jurídico del discurso de los derechos fundamentales. Los propios jueces se erigieron en claro freno a la fuerza normativa de la Constitución. En ello tuvo un poderoso papel el Consejo del Poder Judicial cuando se desentendió de esa práctica judicial. Por otro lado, los nuevos órganos constitucionales, el

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Consejo y el Tribunal Constitucional, estimularon –como dice el autor citado– “un sentimiento de deprivación en los magistrados del Tribunal Supremo –hasta entonces cúpula de la jurisdicción y del poder disciplinario sobre las instancias inferiores–, que se resolvió mediante el reconocimiento de un estatuto diferenciado para sus miembros, que ellos negociaron directamente con los grupos parlamentarios, al margen del Consejo”. En ese escenario, no resulta extraño que en ningún momento apareciera atisbo alguno de ruptura con los valores del pasado. La independencia judicial, de forma irremediable, quedó desvinculada de una cultura judicial democrática.

En estos 40 años de democracia se ha mantenido a grandes rasgos el más que criticable modelo de formación para el acceso a la judicatura: un sistema de preparación privado, donde grandes segmentos de la población no pueden pagar los honorarios de los preparadores, un examen oral basado en la memoria, donde el-la opositor-a debe recitar –cual acróbata– una serie de temas elegidos al azar de un extensísimo temario, en muchas ocasiones desfasado, y como imprescindible consecuencia de todo ello, la separación obligada del mundo y de la realidad social durante un prolongado periodo de tiempo.

Lo cierto es que unas pruebas de este tipo constituyen el símbolo del adiestramiento mecánico y repetitivo, y por tanto, de la muerte del pensamiento crítico y reflexivo. Consagran un modelo positivista, en el que el-la futuro-a juez-a ni discierne críticamente sobre la dimensión y proyección social de su oficio, ni razona sobre los factores culturales, económicos e históricos que determinan los contenidos del ordenamiento: el qué y el cómo de una normatividad amparada en los poderes públicos y cuya eficacia y garantías son aleatorias, limitadas y notoriamente desiguales.

Ni qué decir tiene, como se razonará más adelante, que no existe el menor rastro en los casi 500 temas del examen de cualquier referencia a las cuestiones relacionadas con la igualdad desde la perspectiva de género, la formación especializada en la violencia de género, las dificultades derivadas del estatuto de la víctima o la doble marginación de las mujeres migrantes.

Todo ello acaba confirmando la composición de un cuerpo que hace vigente la visión kafkiana de la ley y el tribunal: un ente ajeno a la ciudadanía, por encima de ella, que antepone sus propios intereses y prescinde de la realidad de la persona, y se convierte en un instrumento de maldad y de injusticia.

En la actualidad, la judicatura aún se nutre en buena parte de personas procedentes de hogares burgueses, con valores conservadores, que ingresan en un sistema corporativo-burocrático donde prestarán servicio durante toda su vida. Evidentemente, se han producido cambios desde la dictadura, pero los valores formales, las inercias, la rigidez de las jerarquías, la obediencia ciega a la “boca de la ley” y la ausencia de una mirada compleja y transversal en sentido profundo continúan vigentes en buena medida.

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2. Algunas notas sobre la feminización: justicia y sociedad
  1. El acceso de las mujeres a la judicatura no se produce hasta el año 1977, cuando ingresó la magistrada Josefina Triguero, y ello, tras la promulgación de la Ley 96/1966, que derogaba la prohibición a las mujeres de acceder a la carrera judicial, bajo el poderoso motivo de ser estos trabajos actitudes contrarias al «sentido de la delicadeza consustancial en la mujer”.

    Como explica Mar Serna, magistrada y socia fundadora de la AMJE, en la revista feminista Con la a4: “Sabido es que el régimen totalitario anuló y recluyó a la mujer al espacio privado prohibiéndole el ejercicio de cargos públicos, y resulta sorprendente que, en la actualidad, no se pueda afirmar que la igualdad de oportunidades y resultados sea hoy una realidad en el mundo de la Justicia. Los obstáculos para el acceso de las mujeres a las instancias superiores de la carrera judicial y al órgano de gobierno del poder judicial, así como los déficits en el lenguaje jurídico y en la forma de juzgar, son algunos de los aspectos que entorpecen la igualdad real y efectiva.

    Del total de 5.390 miembros de la carrera judicial, el 52% son mujeres, pero sólo un 13% de ellas han accedido a magistradas del Tribunal Supremo y, en general, su presencia es minoritaria en los Tribunales Superiores de...

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