El modelo autonómico

AutorLuis López Guerra
CargoCatedrático de derecho constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid
Páginas171-185

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1. ¿Un «modelo» autonómico?

Dentro de la lógica tendencia a la elaboración y aplicación de taxonomías típica de la investigación académica, no han faltado intentos, en la doctrina constitucionalista, de situar al Estado de las autonomías español dentro de alguna de las categorías clásicas relativas a la forma de distribución territorial de poderes del Estado. Sin embargo, y como ha tenido ocasión de señalar recientemente el profesor Gumersindo Trujillo, esas tentativas no han sido muy abundantes: si bien contamos con una notable cantidad de estudios sobre las técnicas e instrumentos de reparto competencial entre Estado y comunidades autónomas, son mucho más escasos los que tratan de precisar la «naturaleza» (en el sentido de inclusión en alguna de las categorías clásicas al uso) del Estado de las autonomías.1

No es difícil comprender por qué ha sido así. Desde la puesta en marcha de las primeras comunidades autónomas (Cataluña y País Vasco) en 1979, una de las características de la vida política española ha sido el alto nivel de conflictividad competencial entre comunidades (sobre todo las dos citadas) y Estado, conflictividad manifestada en la práctica en discrepancias sobre cuestiones concretas e individualizadas que se sometían a la jurisdicción constitucional, dando lugar a una amplia jurisprudencia al respecto. La complejidad de las disposiciones del título VIII de la Constitución, y la temprana aparición (ya en 1981) de una jurisprudencia interpretativa de esas disposiciones explica la abundancia de análisis y comentarios de tipo parcial o sectorial, centrados sobre las técnicas de la autonomía, más que sobre el significado y objeto último de esa autonomía.

Así y todo, y como también manifestaba el profesor Trujillo, «parece que ese desinterés toca a su fin.»2 Ciertamente, no faltan razones para plantearse o replantearse (una vez interpretados y explicados en forma razonablemente satisfactoria, por doctrina y jurisprudencia, casi todos los complejos mecanismos de distribución de competencias contenidos en el título VIII) cuáles sean las grandes líneas definitorias, para el próximo futuro, de la fórmula española de organización territorial, y cuáles sean los principios inspiradores de la misma. En los últimos años se han puesto sobre la mesa cuestiones que, para su resolución, exigen una determinación aceptablementePage 172 clara de cuáles son los principios generales que informan el Estado de las autonomías o, si se quiere, o en expresión más clásica, cuál sea la «naturaleza» de éste. En las líneas que siguen se hace referencia a algunas de esas cuestiones, como pueden ser la de la necesidad o conveniencia de llevar a cabo una igualación competencial, o de «cerrar» el reparto competencial; pero no sería difícil citar otras muchas, cuyo tratamiento excedería con creces el propósito de esta exposición.3

Todo ello apunta al acierto de la afirmación del profesor de la Universidad de La Laguna en cuanto al interés del análisis de los principios generales y profundos del sistema. Otra cosa es, sin embargo, la vía más adecuada para ese análisis. Se hizo referencia más arriba a las categorías elaboradas por el derecho comparado: estado unitario (en sus variantes de centralización y descentralización administrativa), estado federal, estado regional. Desde luego, resultaría cómodo poder seguir la vía deductiva, es decir, verificar si de las previsiones constitucionales puede concluirse la inserción de España en alguna de esas categorías, para luego extraer las correspondientes conclusiones y corolarios, Sin embargo, ese enfoque presenta notables inconvenientes. Las categorías citadas, sin duda útiles a efectos didácticos o de exposición general, presentan una amplitud que reduce su utilidad para el análisis de casos concretos. La noción de «estado federal» y las más recientes de «estado regional» o «estado autonómico» no aparecen en forma alguna tan claramente delimitadas como para servir para subsumir en ellas, con seguridad, el caso español.4 Éste, en efecto, ha podido ser considerado, tanto una variante del estado federal,5 como un supuesto integrable en la fórmula de estado regional.6 Por otra parte, la eclosión de nuevas formas de organización territorial, tanto en la Europa Occidental como en las nuevas constituciones de los países del Este de Europa, y concurrentemente, el reforzamiento de las organizaciones Ínter- y supranacionales, vienen a convertir en poco operativas las categorías tradicionales relativas a la distribución territorial del poder.

Parece por ello más útil, al menos inicialmente, seguir una vía metodológica distinta para tratar de discernir la «naturaleza» del Estado de las autonomías y sus principios rectores: vía consistente en, renunciando a técnicas comparatistas, tratar de hallar tales principios a partir del análisis de las circunstancias (normativas e históricas) del «caso español». Se trataría, a la vista de datos referidos exclusivamente a España, de dilucidar si, detrás de las concretas previsiones constitucionales y legales que han estructurado hasta ahora el Estado de las autonomías, existe una razón o explicación última, una razón (política) que, al inspirar todo el sistema, le preste una lógica o coherencia interna, que dé lugar a que se pueda hablar de un «modelo autonómico».

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Ello supone, desde luego, partir de una hipótesis que puede ser negada desde su raíz: que las normas constitucionales ordenadoras del Estado de las autonomías no representan un conjunto de mandatos descoordinados y encaminados a dar una salida coyuntural, y quizás nominal, al «problema regional», sino que expresan una voluntad de establecer un sistema basado en unos principios consciente o inconscientemente aceptados y que pretende tener una aceptable estabilidad en el futuro. Hablar de un «modelo» constitucional del Estado de las autonomías supone, en mi opinión, al menos eso. Ciertamente, precisar cuál sea ese modelo no es tarea fácil: pero al menos, puede comenzarse inquiriendo algunas de las características que han presidido la creación y desarrollo del «Estado de las autonomías» y que han venido, por acumulación, a definir su situación actual, y, posiblemente, a condicionar su futura evolución.

2. Una clave: la autonomía como proceso

A la hora de detectar esas características definidoras del (postulado) modelo autonómico resulta útil recordar una peculiaridad de las previsiones constitucionales del título VIII del texto fundamental. Como se ha señalado en múltiples ocasiones, la Constitución, más que establecer un sistema, lo que hacía era crear un proceso de descentralización política.7 Fases de ese proceso serían la formulación de iniciativas para la creación de comunidades autónomas, la aprobación de los estatutos de autonomía, la transferencia de funciones y servicios de acuerdo con las competencias asumidas, y, en su caso, la adopción de aquellas transferencias «complementarías» previstas en el artículo 150 de la Constitución.

Esta perspectiva permite poner de manifiesto dos notas características del Estado de las autonomías, derivadas de la concepción constitucional de la descentralización política como proceso. Por un lado, que este proceso no se configuraba, al menos inicialmente, como constreñido a unos límites expresos, ni en cuanto a los plazos en que debiera llevarse a cabo, ni en cuanto a las competencias a asumir por los nuevos entes autonómicos. Por otro, y correspondientemente, que dentro de las diversas fases del desarrollo autonómico podían (y debían) producirse situaciones de desigualdad (o asimetría) competencia! entre las comunidades a formar.

En cuanto a la primera nota (proceso descentralizador como proceso abierto) la Constitución venía a reflejar la continuidad de diversas fases de descentralización, en forma gráfica, en su artículo 148.2: «las comunidades autónomas podrán ampliat sucesivamente sus competencias». En línea similar, el artículo 150 establece formas de alteración del reparto competencial sometidas a consideraciones de voluntad o coyuntura política. No era un mapa u objetivo determinado a completar lo que se desprendía de las previsiones constitucionales, sino un proceso in fieri, al menos durante algún tiempo.

En cuanto a la segunda nota, esto es, la asimetría competencial, aparecía como consecuencia lógica de la configuración de la autonomía como proceso, en cuanto permitía, y aún obligaba, a que ese proceso se desarrollase a distintas velocidades yPage 174 ritmos. Las previsiones constitucionales no forzaban a las comunidades autónomas que habrían de constituirse a asumir listas de competencias previamente determinadas en su conjunto y comunes a todas ellas. Más bien, la situación era la contraria. Por un lado, cada estatuto de autonomía debía incluir la lista de competencias asumidas, en cada caso, por cada comunidad autónoma: en principio, nada se oponía a que hubiese tantas listas competenciales como comunidades autónomas. Pero además, la heterogeneidad competencial era resultado obligado del establecimiento, en la practica, de dos listados competenciales: el contenido en el artículo 148 CE, abierto a todas las comunidades autónomas, y el resultante, a contrario, del artículo 149 CE, abierto únicamente a algunas de ellas. La asimetría competencial se configuraba así como una nota definitoria del Estado de las autonomías a crear.

Asimetría competencial y carácter abierto (o con límites muy imprecisamente definidos) del proceso de descentralización política han aparecido así, y así han sido percibidos, como notas definitorías del inicial «modelo español» del Estado de las autonomías. No sólo las comunidades autónomas disponían de niveles competenciales diversos entre sí (diversidad existente tanto entre los dos grandes grupos de «comunidades del artículo 143» y «comunidades de autonomía plena», como dentro de esos mismos grupos) sino que además sus competencias podían incrementarse en sentido progresivo y acumulativo por vías como la reforma estatutaria, la transferencia de funciones y servicios, o la transferencia de competencias prevista en el artículo 150 CE, sin que apareciesen -al menos con suficiente claridad- unos topes, temporales o materiales, que supusieran un «techo competencial».

La cuestión que se plantea es si estas notas características -la asimetría y el carácter abierto- son peculiares únicamente de una etapa del desarrollo del postulado «modelo español», o si, por el contrario, a la luz de los mandatos constitucionales, y de las circunstancias y condicionamientos que reflejan, deben considerarse, como peculiaridades inherentes, de forma permanente e inevitable, al Estado de las autonomías. Precisamente, y como se señaló, muchas de las discusiones recientes, en la teoría y en la práctica política, versan sobre esos dos aspectos: la «igualación competencial» y la necesidad de «cerrar el modelo autonómico» son nociones que es fácil encontrar, casi todos los días, de forma directa o indirecta, en los medios de comunicación, en las declaraciones de los líderes políticos y en las discusiones parlamentarias.

3. La autonomía como técnica de integración o de racionalización

Contestar a esa cuestión supone en gran manera pronunciarse sobre elementos esenciales (sobre la «naturaleza») del modelo autonómico, y sobre el mismo porqué del Estado de las autonomías. Y a este respecto es necesario tener en cuenta una diferenciación entre modelos de descentralización política, diferenciación fácil de observar a partir del desarrollo histórico de los estados complejos. La creación de un Estado descentralizado (por la adhesión de unidades anteriormente independientes, o por la devolución de poderes de las instancias centrales a las periféricas) puede responder a dos objetivos: bien a hacer posible la integración en una comunidad política superior de comunidades dotadas de una propia identidad y personalidad política cultural, de manera que queden garantizadas tanto esta identidad y personalidadPage 175 como la existencia del Estado complejo (descentralización como integración), bien a asegurar una mayor eficiencia en la consecución de objetivos generales de coda la comunidad política, independientemente de que existan o no personalidades o identidades parciales dentro del Estado (descentralización como racionalización). El primer tipo suele darse en supuestos de pluralismo cultural y lingüístico definido territorial-mente; el segundo, en supuestos de homogeneidad cultural-lingüística territorial.

No es aventurado afirmar que la fórmula típica de la descentralización política (el federalismo) surge para alcanzar el primer tipo de objetivos, como federalismo de integración. El federalismo norteamericano aparece, como es sabido, como fórmula para hacer posible la coexistencia entre una comunidad política global, la Unión, y unas comunidades preexistentes, las antiguas colonias, con peculiaridades jurídicas, religiosas y culturales propias: algo similar puede afirmarse del federalismo alemán en la fase del Segundo Imperio, del federalismo suizo, o -en una situación más compleja- de la peculiar estructura del Imperio Austro-Húngaro. Se trataba, en todos estos casos, de la aplicación de mecanismos de «garantía» o de integración en una unidad superior de entes territoriales a los que se reconocía dotados de su propia identidad.

No es tampoco aventurado afirmar que la mayoría de los estados compuestos existentes hoy (denomínense o no federales) no responden ya a ese modelo. La evolución social ha supuesto bien la disgregación de federaciones, bien una homogene¡2a-ción cultural que reduce o elimina las aspiraciones a la garantía de la «identidad propia» de las colectividades integradas en el Estado federal. Esa garantía deja de tener sentido si la diversidad cultural-lingüística desaparece (o si, como en el caso de los Estados Unidos, no tiene una base territorial). No obstante, la homogeneización cultural no comporta la desaparición de la descentralización política, pues ésta se encuentra justificada por otros motivos, como es su mayor capacidad para lograr objetivos comunes: tales serían el mayor acercamiento de los gobernados a los centros de toma de decisión, la mayor eficiencia administrativa y legislativa, la mejor planificación económica, y similares. De hecho, en forma general, puede estimarse que tal es la situación en la gran mayoría de los países con una estructura federa!. Alemania, Estados Unidos, Austria o Australia podrían ser ejemplos de este «federalismo de homogeneidad». La distribución cornpetencial perseguiría objetivos utilitarios en la ausencia de comunidades lingüístico-culturales territorialmente definidas. Este «federalismo práctico», o federalismo de optimización es, desde luego, un fenómeno resultado de una evolución histórica: en general, el modelo federal, en el momento de su adopción, no se configuraba sobre tales supuestos y con tales objetivos.

4. El Estado de las autonomías como fórmula de integración

Aparecen así dos modelos de descentralización, como integración o como racionalización. Y no son necesarios excesivos esfuerzos para apreciar que, de esos dos modelos, la Constitución española sigue el que persigue la integración de comunidades diversas.8 Por causas sin duda complejas, no se ha producido en España, pese a la temprana unificación política, un proceso de homogeneización y reducción o desapa-Page 176rición de características propias de las distintas comunidades integradas en la Corona de España, similar al que se produjo en otros países de Europa occidental. Sin duda, la convivencia, a partir de finales del siglo XV y comienzos del XVI, de los antiguos reinos medievales en una misma comunidad política, las mutuas influencias, los trasvases de población y la paulatina adopción de pautas comunes de vida (jurídica o de otro tipo) ha dado lugar a que pueda hablarse de una nación española como entidad referida a una auténtica realidad social diferenciada y con unas características que hacen de ella mucho más que un agregado de pueblos, grupos o etnias. Pero ello no puede ocultar que dentro de España pervive una pluralidad de comunidades lingüísti-co-culturales con rasgos e identidad propios; y que, por otro lado, la integración de esas comunidades en la estructura política del Estado no ha sido cuestión pacífica, por lo menos desde el siglo XVII, y quizás desde antes.

No cabe duda de que la Constitución parte de la constatación de esa pluralidad. Desde luego, la Constitución expresa la existencia de un pueblo español («La soberanía nacional reside en el pueblo español», art. 1.2) y de una nación española (art. 2: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española»), Pero al mismo tiempo, y en su preámbulo, reconoce la existencia de «pueblos» (en plural) de España, dotados de «culturas, tradiciones, lenguas e instituciones». Y, dentro de la nación española, reconoce que en ella se integran nacionalidades y regiones, así como su derecho a la autonomía.

El Estado de las autonomías se configura así en la Constitución sobre la base de realidades sociales preexistentes que responden a consideraciones históricas; de hecho, la historia se utiliza expresamente en muchas ocasiones por el texto constitucional como fundamento de la autonomía. La formación de comunidades autónomas se hace depender de la existencia de «características históricas, culturales y económicas comunes» entre provincias limítrofes (artículo 143.1) o de «entidad regional histórica» si la comunidad autónoma ha de tener una base uniprovincial: en este último supuesto, la falta de esa entidad regional histórica impide la formación de una comunidad autónoma, salvo que concurran motivos de interés nacional, apreciados por las Cortes y que den lugar a una ley orgánica (art. 144.a). Referencias directas a la identidad histórica pueden hallarse en el art. 147.2.a) o en la disposición adicional primera. Referencias no expresas, pero evidentes, a la identidad histórica como configuradora de comunidades o «pueblos» se encuentran (entre otros ejemplos) en el artículo 149.1.6, o en la disposición transitoria segunda.

Ciertamente, cabría una amplia discusión sobre cuáles sean estas comunidades definidas históricamente, así como sobre la efectiva pervivencia de su identidad, tras el proceso unificador que ha tenido lugar tanto durante el Estado constitucional como, anteriormente, durante el Antiguo Régimen. Pero éste es un problema de aplicación o concreción de criterios, y ha sido resuelto, como es bien sabido, tras un largo y a veces controvertido proceso de fijación de límites y de asignación de todas y cada una de las provincias a alguna de las diecisiete comunidades autónomas creadas. En cuanto a la clasificación de «regiones» o «nacionalidades» son los respectivos estatutos los que han situado a cada comunidad en una u otra categoría.

La fórmula de descentralización política (el «Estado de las autonomías») que introduce la Constitución responde así a un problema históricamente definido: cómo hacer compatible la unidad de la nación como comunidad política con la garantía de las peculiaridades de cada una de las comunidades lingüístico-culturales que la inte-Page 177gran. No cabe excluir, desde luego, que otras consideraciones influyeran en la adopción de la decisión constituyente creadora del actual modelo autonómico. La racionalización y mayor eficacia de los poderes públicos, o el acercamiento de los ciudadanos a esos poderes sin duda pesaron en el ánimo de los constituyentes. Ello se hace evidente en el reconocimiento constitucional de otros tipos de autonomías, como la de municipios y provincias, presente en los artículos 140 y 141 del texto fundamental, Pero la decisión en favor de la descentralización política recogida en el preámbulo, en el artículo 2 y en los concordantes y cicadas es una decisión claramente situada en el ámbito de la integración política. En realidad, la fórmula básica del Estado autonómico se encuentra en el preámbulo y en los dos primeros artículos constitucionales. El título VIII «De la organización territorial del Estado» representa una instrumentación más detallada de esta fórmula básica, instrumentación sólo comprensible si se parte del contenido y alcance de la decisión constitucional inicial.

El reconocimiento del derecho a la autonomía se lleva a cabo en el marco de la «indisoluble unidad de la nación española.» Esta afirmación del artículo 2 de la Constitución del principio de unidad encuentra su garantía más fuerte en la disposición contenida en el artículo 1.2: «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.» Ello representa la proclamación constitucional de la existencia de una comunidad política nacional a la que se reserva la adopción de decisiones soberanas. Entre ellos, obviamente, se encuentra la referente al mantenimiento de su misma existencia y régimen político. El poder constituyente se reserva así a todo el pueblo español, y queda absolutamente fuera del ámbito de la autonomía política. Ello se refleja, por otro lado, en las disposiciones del título X «De ta reforma constitucional», e implica, desde luego, que la autodeterminación de una región o nacionalidad, en cuanto decisión que incide directamente sobre la misma existencia y definición de la comunidad política española, queda excluida de las posibilidades constitucionales. Una decisión de ese tipo sólo podría adoptarse por el pueblo español en su conjunto.

La garantía constitucional de la unidad de España se une a la garantía constitucional de la autonomía de «nacionalidades y regiones,» que, según se vio, se configuran constitucionalmente como entes socialmente preexistentes a la misma Constitución. Ésta reconoce su derecho a la autonomía y hace posible su expresión jurídica como comunidades autónomas, pero desde luego no las crea, ni permite su definición discrecional. Para la Constitución, nacionalidades y regiones son un dato histórico, y el reconocimiento de Ja autonomía (la creación de un modelo autonómico) se subordina a ese dato. Como consecuencia, la autonomía política no aparece como una técnica optimizadora de valores como la eficacia administrativa o el acercamiento del poder a los ciudadanos, sino como una garantía del mantenimiento de la identidad de unas realidades históricas, nacionalidades y regiones, que se consideran como entes preexistentes y diferenciados.9

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A la unidad nacional y la garantía de la identidad de nacionalidades y regiones se une en el mismo artículo 2 CE un tercer principio básico del modelo, el de la solidaridad; principio que, debe señalarse, ha recibido una menor atención por parte de la doctrina académica. Pero si quiere llegarse a una concepción del postulado modelo autonómico, estos tres principios, integrantes de la decisión política en favor del «Estado de las autonomías», aparecen como punto de partida ineludible. Y sobre ellos ha de construirse el proceso de integración cuyos mecanismos se recogen en el título VIII de la Constitución. Es desde esta perspectiva cómo se tratará en las líneas que siguen de responder a las cuestiones arriba apuntadas de si el modelo autonómico se configura consritucionalmente como un modelo simétrico o asimétrico, cerrado o abierto.

5. Simetría y asimetría

La expresión «federalismo asimétrico» ha tenido cierta fortuna en los últimos tiempos: se ha aplicado no sólo a la fórmula española, sino también a soluciones empleadas con posterioridad en otros contextos, corno pudiera ser la contenida en la Constitución de la Federación Rusa de 199310 En términos forzosamente simples, el federalismo (o regionalismo) asimétrico consistiría en una fórmula de reparto territorial de poder en que los entes territoriales dotados de autonomía política dispondrían de un elenco diferenciado de funciones, y éstas versarían sobre conjuntos materiales también de extensión variada. En otros términos, el alcance de las atribuciones de los poderes «centrales» variaría según las diversas zonas del territorio. Existirían, pues, dentro del mismo Estado, zonas con diferentes niveles de autonomía política.

Como se indicó, el Estado de las autonomías nació con la característica original de la desigualdad competencial entre comunidades autónomas. Los pactos autonómicos de 1981 hicieron posible reducir esa desigualdad a términos razonables, evitando la aprobación de diecisiete estatutos con listas competenciales radicalmente distintas. Pero no pudieron evitar la desigualdad derivada, por un lado, de las previsiones de la disposición transitoria segunda de la Constitución; por otro, de la interpretación dada, en el caso de Navarra, a la disposición adicional primera; en tercer lugar, de la aplicación efectuada, en Andalucía, del referéndum regulado en el artículo 151 CE; y, finalmente, del empleo de las previsiones del artículo 150.2 CE para elevar el nivel comperencial de Valencia y Canarias. Ahora bien, esta desigualdad inicial se configuraba en forma forzosamente provisional (al menos en parte) por cuanto el artículo 148 en su apartado segundo establecía la posibilidad de que, transcurridos cinco años desde la aprobación de sus estatutos, las comunidades autónomas «de Estatuto ordinario» pudieran ampliar sus competencias, sin más límites que los derivados del artículo 149.1 CE, que establece las competencias reservadas al Estado.

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Como he tenido oportunidad de señalar en otro lugar,11 la situación de desigualdad resultante de la primera fase de desarrollo autonómico se concibió, en muchos casos, no como meramente «provisional» (esto es, alterable o modificable, en el sentido de reducir o paliar esa desigualdad competencial) sino como «transitoria»: esto es, como una fase previa a un desenlace forzoso, que sería la igualación competencial como meta obligada. Tal consideración se ha apoyado en una multitud de razones, que van desde las estrictamente relacionadas con la psicología colectiva (una desigualdad entre comunidades autónomas sería «inaceptable» o «insoportable» para comunidades con inferior nivel autonómico) a las fundadas en consideraciones de justicia económica (la diferencia en el nivel competencial supondría diferencias, no sólo en las oportunidades de desarrollo económico, sino también en cuanto a una distribución solidaria interregional de los recursos económicos). Y entre esas razones cuentan también, sobre todo, las jurídico-constitucionales. Podría derivarse, desde esa perspectiva, de la Constitución, un mandato de igualación competencial, de forma que ese mandato (y con ello, la misma Constitución) no quedaría completado en tanto no se llegara a una situación de homogeneidad competencial entre las comunidades autónomas.

A la vista de los cambios legales y estatutarios realizados a partir de 1992, no cabe negar que se ha superado grandemente la situación de desigualdad competencial propia de la primera fase de desarrollo del Estado de las autonomías. La Ley orgánica 9/1992, de transferencias a las comunidades autónomas, y las posteriores reformas estatutarias, incorporando al texto de los estatutos de autonomía las competencias previamente Transferidas por esa ley, han supuesto una homogeneización notable del acervo competencial de las comunidades autónomas y, aún más, han supuesto que ese acervo competencial sea inmodificable unilateral mente por el legislador estatal. Aún así, tal homogeneización no es total y, desde la misma perspectiva constitucional, no parece que, al menos sin serias reformas, pueda serlo en el futuro.

Las causas para el mantenimiento de diferentes niveles de autonomía pueden resumirse en dos tipos, que podrían definirse como de origen constitucional y estatutario.

De origen constitucional resulta el mantenimiento de desigualdades asociadas a la previsión, en el texto constitucional, de determinadas competencias como reservadas a algunas comunidades autónomas, sin que quede su asunción generalizada por los demás. (Se trata, debe señalarse, de una reserva constitucional, no una restricción natural, como podría ser la restricción de competencias en materia de pesca marítima a las comunidades con litoral). Como desigualdad forzosa, debida a características históricas de determinadas comunidades, puede estimarse la restringida posibilidad de «conservación, modificación y desarrollo por las comunidades autónomas de los derechos civiles, ferales o especiales» (art. 1.49-1.8) reservada a las comunidades en que existieran tales derechos al aprobarse la Constitución. Por muy generosamente que se interprete este requisito por parte de la jurisprudencia consritucional, es evidente que se cumple sólo por algunas comunidades autónomas. También constitutiva de una situación de desigualdad (favorable) debe interpretarse la disposición adicional primera, garantizadora de los «derechos históricos» de los territorios forales y, con menor intensidad, la disposición adicional tercera en cuanto a la modificación del «régimen económico y fiscal del archipiélago canario». Siquiera en forma inicial, valga destacar que estas previsiones constitucionales específicas de regímenes competenciales singu-Page 180lares, tienen todas una nota común, esto es, que parten del respeto a situaciones históricamente heredadas.

Pero a estas desigualdades, queridas y sancionadas por la Constitución, vienen a unirse otras, que tienen su origen, no en los mandatos constitucionales, sino en previsiones de (algunos) estatutos de autonomía. Estas previsiones en su momento representaron un aspecto más de las originarias diferencias entre autonomías «de competencias plenas» y «de competencia reducida», y por tanto reflejaban el distinto tratamiento previsto por la Constitución a ambos tipos de comunidades, Pero con el paso de los cinco años exigidos por la cláusula del artículo 148, se han convertido en competencias asumibles por todas las comunidades autónomas... y, sin embargo, no asumidas.

No es ocioso recordar, a este respecto, que el proceso de ampliación competencial por parte de las comunidades autónomas «del artículo 143» se llevó a cabo en dos fases formalmente muy distintas. La primera fue la aprobación de la Ley orgánica 9/1992, resultado de una iniciativa gubernamental (es decir, procedente de una instancia estatal). La segunda fase consistió en la reforma de los esratutos de autonomía, a iniciativa de las respectivas comunidades autónomas y de acuerdo con lo previsto en los correspondientes estatutos, reforma que vino a incorporar a los elencos competen-ciales estatutarios de cada comunidad las competencias ya transferidas por la ley estatal .

Pues bien, esa inicial transferencia estatal y posterior asunción competencial autonómica no supusieron la igualación de niveles competenciales con las comunidades autónomas «de autonomía plena» en todos aquellos aspectos que la Constitución permite. Por voluntad estatal, y posteriormente autonómica, quedaron excluidas de la competencia de las comunidades que reformaron sus estatutos varias facultades que podían, sin vulneración de mandatos constitucionales, haber asumido. Baste referirnos aquí a competencias en materia de policía autónoma, banca, seguros y sanidad.

El hecho es que, hoy por hoy, sigue siendo posible hablar de una «asimetría competencial», querida bien por la Constitución, bien por los estatutos de autonomía. El «modelo español» sigue siendo, pues, asimétrico. Lo que lleva forzosamente a plantearse si esa característica se configura como esencial al modelo o si aún es expresión de una fase «provisional» o «transitoria».

Desde luego, en lo que atañe a las desigualdades queridas expresamente por la Constitución, habría que estimar que se trata de asimetrías definitivas, a menos que se produzca una reforma constitucional. Pero, obviamente, no es ese el tema, sino el que se refiere a las asimetrías «voluntarias» o estatutarias. Ostentando esta característica de voluntariedad y estatutoriedad, claro está que podrían, eventualmente, desaparecer. Ahora bien, y ahondando en la búsqueda de la lógica o cohesión interna del modelo, la pregunta que surge es si esa desaparición es querida o, aún más, «exigida» por el postulado «modelo constitucional».

La respuesta ha de ser forzosamente negativa, si se acepta lo expuesto más arriba, esto es, que el reconocimiento de la autonomía política aparece indisolublemente vinculado a la garantía de la identidad (culturas, tradiciones, lengua e instituciones, según el preámbulo constitucional) de cada comunidad. La autonomía política, y la consiguiente asunción de competencias, se configura como un instrumento de integración, destinado a hacer compatible la unidad política de España con la protección de la identidad de cada una de sus comunidades componentes. Desde este perspectivaPage 181 (la autonomía como técnica de integración), la existencia o no de una igualación competencial entre comunidades autónomas resulta irrelevante; podrá darse o no, pero ello sera consecuencia de decisiones conyun cúrales. Lo que el modelo autonómico persigue es la garancía de la identidad de cada comunidad dentro de la unidad nacional. Aún en el caso de que la igualación competencial supusiera una racionalización del poder (lo que es altamente discutible), esa igualación resultaría de consideraciones de eficacia o de economía, no de los imperativos derivados del modelo autonómico. Pero aún más, el reconocimiento constitucional de «nacionalidades» y «regiones» como conceptos separados con su propio contenido, cobra especial significado en cuanto admite y supone una diferencia en la intensidad de la identidad de las diversas comunidades y, como consecuencia, una evencual diferencia respecto de la intensidad de las garantías que la protegen.

La asimetría competencial aparece así justificada, no como un simple procedimiento para retardar o ralentizar el proceso de descentralización política (estableciendo plazos para algunas comunidades), sino en cuanto que representa una vía para asegurar la integración de comunidades con entidades históricamente diferenciadas, permitiendo una garantía individual de su identidad y «hecho diferencial». Por ello, :no cabe hablar de una vocación o tendencia del modelo hacia la igualación. Más bien parecería lo contrario, a la vista de las asimetrías que se insertan en el mismo texto de la Constitución.

Fuera de estas desigualdades competenciales constitucionales, la introducción de una mayor o menor homogeneización competencial aparece como un dato dependiente de consideraciones coyunturales, y de factores extraños al «modelo autonómico.» Éste exige, como se viene repitiendo, la autonomía como garantía de identidad. Si esta garantía se da, el que las competencias sean o no homogéneas a todas las comunidades autónomas será irrelevante desde la perspectiva del modelo, y dependerá, repetimos, de apreciaciones referentes a condicionamientos económicos, organizativos, internacionales, o de cualquier otro cariz.12 Y si la igualación compecencial no es un objetivo querido constitucionalmente, no parece arriesgado aventurar que los condicionamientos citados aconsejarán, al menos durante algún tiempo, que el reparto competencial se lleve a cabo sin excluir las diferenciaciones que aparezcan justificadas razonablemente.

Sin duda, esas diferenciaciones no constitucionalmente exigidas representarán un aspecto reducido del elenco competencial. De hecho, las reformas de los estatutos que se han citado han reducido las diferencias competenciales estatutarias a un número limitado de materias. Pero este mismo dato conduce a estimar que, desaparecido el riesgo de una distribución abigarrada y caótica de competencias, con cantos niveles competenciales como comunidades, y alcanzado un nivel aceptable de racionalización del reparto competencial, una futura alteración homogeneizadora del mismo deberá depender ya únicamente de consideraciones de efectiva utilidad. La «igualación» no es un valor en sí misma y, por el conttario, puede tener efectos negativos y desfavorablesPage 182 si las futuras cesiones competenciales no se realizan en virtud de criterios de eficiencia y racionalidad.13

Desde luego, la desigualdad competencial se encuentra ante un límite natural, que es el derivado del principio de solidaridad. No cabe, pues (y sobre este punto es tajante el mandato constitucional del artículo 138.2, el establecimiento de diferencias competenciales que se vinculen a situaciones de privilegio. Pero aun cuando esta prohibida vinculación entre competencias y privilegios es teóricamente posible, es claro que se trata de cuestiones distintas. Lo que el principio de solidaridad asegura es el apoyo mutuo y la transferencia de recursos entre comunidades, de forma que se consigan condiciones de vida lo más homogéneas que sea posible entre ellas. Pero la homogeneidad de condiciones de vida no dependerá, evidentemente, de la atribución a unos sujetos u otros de titularidades competentes, sino de la existencia de mecanismos encargados de corregir desequilibrios interregionales. En todo caso, la proyección de diferencias estatutarias o competenciales en este campo resultaría radicalmente contraria a lo dispuesto, entre otros, en el citado artículo 138.

6. El modelo autonómico como modelo abierto

La configuración constitucional de la descentralización política como un proceso de realización paulatina (mediante técnicas como el sistema de plazos del artículo 148.2) dio lugar a un modelo abierto de Estado de las autonomías, esto es, a un modelo en donde cabían redefiniciones competenciales, alterándose los ámbitos de actuación de Estado y comunidades autónomas. Esta redefinición se ha producido por vías muy diversas: reformas de estatutos, leyes de transferencia, y activación o ralenti-zactón de los mecanismos de traspaso de funciones y servicios, entre otros. Ello conduce a plantearse si esta situación de redefinición (o, si se quiere, de indefinición) es consustancial al modelo adoptado o si, por el contrario, transcurrido un razonable plazo de rodaje de la Constitución, se hace necesario «cerrar el modelo» autonómico, delimitando de una vez y por todas los respectivos ámbitos competenciales de Estado y comunidades autónomas.

La respuesta a esta cuestión exige algunas matizaciones. Sin duda, a efectos de conseguir una mínima seguridad en cuanto al funcionamiento del Estado, es necesario que al menos un núcleo básico de funciones públicas esté asignado, de forma clara y permanente, a sujetos determinados, sin que sea objeto continuo de negociación y cambio. No parece arriesgado aventurar que, por la propia naturaleza de las cosas, la gran mayoría de las competencias públicas serán objeto de un reparto estable y que, en consecuencia, en gran parte (en su gran mayoría) el modelo autonómico se configurará como un modelo «cerrado». Pero cabe considerar algunas precisiones que afectarían muy posiblemente a esta definición global.

Por lo que se refiere al reparto estatutario de competencias, ha de recordarse que, a pesar de las reformas de 1994, la gran mayoría de las comunidades autónomas no hanPage 183 querido alcanzar el techo competencial que les permite la Constitución. Queda, pues, aún un «espacio abierto» a la ampliación estatutaria de competencias. Ciertamente, no es un espacio indefinido. Su límite se encuentra en las reservas a favor del Estado del artículo 149.1 CE. Como ya se dijo, no es posible estimar que sea inherence a la naturaleza del modelo autonómico el que las comunidades autónomas tiendan a ocupar todas las posibilidades competenciales que les ofrece la Constitución. Ni la defensa de la propia identidad, ni siquiera una pretensión de racionalización del sistema justifican que se establezca una simetría competencial. Como ejemplo, no parece probable que se establezcan diecisiete cuerpos de policía autónoma, mediante las oportunas reformas estatutarias. Como consecuencia, es previsible que se mantenga en el futuro un margen de apertura competencial al alcance de los estatutos de autonomía reformados en 1994. Y es también previsible que ese margen no sea utilizado, al menos en su integridad.

De mayor relevancia, cara a la existencia de ámbitos abiertos a la redefinición competencial, resulta la técnica constitucional de distribución de competencias consistente en ta atribución al Estado de las bases o legislación básica y a las comunidades autónomas de las potestades de ejecución y desarrollo. Las previsiones al respecto han dado lugar a una compleja normativa, en que confluyen disposiciones básicas estatales y de desarrollo autonómicas. Ahora bien, no hay por qué considerar (más bien al contrario) que los límites entre lo básico y lo no básico sean intocables. La apreciación de cuál deba ser la normativa necesariamente común o básica para mantener la unidad del sistema y cumplir los objetivos constitucionalmente asignados a los poderes públicos puede variar, debido al cambio de las circunstancias sociales. Y ello tanto en el sentido de justificar ampliaciones de la competencia estatal (incrementando lo básico) como en sentido contrario, ampliando el ámbito de actuación de desarrollo de las comunidades autónomas. Los cambios económicos, tecnológicos, o derivados del contexto internacional (por poner sólo algunos ejemplos) pueden incidir sustancialmente sobre lo que deba considerarse básico en un momento determinado. No faltan ejemplos, en otros países, de alteraciones de los ámbitos competenciales de Instancias centrales y periféricas como resultado de nuevas condiciones sociales y económicas.14 En alguna otra ocasión el autor de estas líneas ha podido referirse a este fenómeno como constitutivo de un Estado autonómico como modelo variable.15 Pretender fijar lo básico como categoría inalterable (incluso pretender que, forzosamente, deba haber normas básicas en determinadas materias) presenta dificultades insuperables, sobre todo en los caso en que las reservas en este sencido en favor del Estado se expresan mediante conceptos que se remiten a criterios de oportunidad. Piénsese, por ejemplo, en la eventual variabilidad de lo que puedan ser «las bases y la ordenación de la actividad económica general y la política monetaria del Estado» a que se refiere el artículo 12.1 del Estatuto de autonomía de Cataluña como marco de la «competencia exclusiva» de la Generalidad.

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El carácter inevitablemente abierto del modelo autonómico se ve también confirmado por las disposiciones del artículo 150,2 CE, incluso en sus interpretaciones más restrictivas. Como es sabido, las posibilidades de «transferencia o delegación en las comunidades autónomas, mediante Ley orgánica, de facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación» han sido interpretadas en forma muy diversa. Por un lado se ha afirmado que se refieren a facultades tanto legislativas como ejecutivas que pueden «romper» la barrera del artículo 149.1: potestades allí reservadas al Estado, tanto de orden legislativo como ejecutivo podrían así desplazarse a las comunidades autónomas, incrementando su techo competencial. Tal concepción fue la que latió en el proceso de aprobación del artículo, al menos en la enmienda de que éste deriva, propuesta por el Partido Nacionalista Vasco; según el representante de éste «la génesis de esta enmienda está íntimamente ligada a nuestro planteamiento de la restauración foral».16 Más matizadamente, se ha propuesto considerar que las posibilidades de transferencia de potestades legislativas se refieren a aquéllas distintas de las reservadas al Estado en el artículo 149.1 (potestades que quedarían en todo caso fuera del alcance autonómico), mientras que las delegaciones de potestades ejecutivas sí permitirían incidir en materias reservadas al Estado, ya que éste seguiría manteniendo la titularidad de la competencia, cediendo sólo su ejercicio. La ruptura del artículo 149.1 se produciría únicamente, pues, en supuestos de delegación.17

Evidentemente, entrar en esta discusión supondría ir más allá de la presente exposición. Baste ahora señalar que desde la perspectiva aquí adoptada, consistente en considerar la autonomía política como técnica de integración, no resulta contradictoria con la Constitución una interpretación amplia del precepto en cuestión, permitiendo (con los necesarios controles) la transferencia eventual de potestades legislativas contenidas en la reserva estatal del artículo 149.1. En cualquier caso, incluso la interpretación restrictiva admite que esa reserva podría superarse en lo que atañe a posibles delegaciones estatales del ejercicio de competencias nominalmente exclusivas del Estado. Se dispone así, en todo momento, de un instrumento de. apertura del modelo, para ampliar la esfera de las competencias autonómicas y, también, como consecuencia lógica, para reducirlas, en el sentido de que el Estado podrá recuperar el ejercicio de aquellas facultades en su momento transferidas o delegadas.

La conjunción de estas posibilidades de redefinición del reparto competencial convierte, pues, en cuestionable la pretensión de cerrar rígidamente el modelo autonómico. Sin duda, el margen abierto a la redefinición competencial será reducido y, por otra parte, no resulta razonable que todo el modelo esté situado en permanente situación de inseguridad. Además (y para "excluir interpretaciones absurdas) debe recordarse que las posibilidades de apertura del modelo se encuentran sometidas a severos límites y controles. En lo que se refiere a la ampliación de competencias mediante reforma estatutaria, debe realizarse dentro de los límites que al reparto competencial establece la Constitución: cualquier alteración de esos límites a los estatutos de autonomía sólo será posible mediante la reforma constitucional. Y en cuanto a la even-Page 185tual superación de las reservas estatales del artículo 149-1 mediante la técnica de transferencia o delegación, el artículo 150.2 establece considerables precauciones, de fondo y de forma, que excluyen que esa superación vaya más allá de los límites exigidos por el mantenimiento de la unidad del sistema. Pero, dentro de estos límites, la distribución competencial presenta unas características de flexibilidad y adaptación a las circunstancias que permiten (con todas las precisiones que son del caso) hablar de un modelo autonómico constitucionalmente abierto.

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[1] G. Trujillo, «Homogeneidad y asimetría en el Estado autonómico: contribución a la determinación de los limites constitucionales de la forma territorial del Estado». Documentación Administrativa, 232-233 (1992-93), pp. 101-120, p. 103, nota 2.

[2] Ibidem.

[3] Por ejemplo, las relativas al papel y composición del Senado como cámara de representación territorial, o a la introducción de una «administración única» o de la llamada «corresponsabilidad fiscal».

[4] Sobre esta cuestión resultan de interés los ensayos (entre ellos los de P, Boo y F. Moderne) contenidos en el volumen compilado por C. Bidegaray, L'Étal autonomique: forme nouvelle ou transitoin en Eunrope, París, 1994,

[5] Por ejemplo, J. Rupérez, La protección constitucional de la autonomía, Madrid, 1994, pp. 34: «El llamado Estado regional -entendido aquí como categoría genérica comprensiva canco del modelo italiano de 1947 como de los españoles de 1931 y 1978- no es sino una especie concreta del género de los federalismos»,

[6] Ver al respecto las consideraciones de 1. de Otro, «Sobre la naturaleza del Estado de las au-conomías y la relación enrre Consritución y estatutos» en Autonomits 1 (1985), pp. 9-19.

[7] Así, in extenso, J. de Esceban, «Los caracceres del proceso autonomico» en J. de Esceban y Luis López Guerra, El régimen constitucional español, II, Barcelona, 1982, pp. 336 y ss. P. Pérez Tremps, «Principios generales de la organización cerrirorial del Estado» en López Guerra, et. al.. Derecho constitucional, II, Valencia, 1994, pp. 299 y ss.

[8] Sobre esta cuestión, E. Albertí Rovira, «Estado autonómico e integración política», en Documentación Administrativa, 232-233 (1992-93), pp. 223-246.

[9] Esta posición, desde luego, no es umversalmente aceptada, y no falcan muy autorizadas opiniones en contra. Por ejemplo, E. García de Enterrfa considera que «la autonomía territorial es una técnica funcional de gobierno y su apoyo verdadero, más que en una hipotética justicia de restitución histórica o cultural, está en el derecho de los ciudadanos a participaren los asuntos que les conciernen, derecho que tienen igual quienes se amparan en ciertas tradiciones que los intereses mantienen y afirman que aquellos otros que han venido al mundo sin antecedentes tan ilustres y provienen del común de la estirpe», «Sobre el modelo autonómico español y sobre las actuales cendencias federalistas», en La revisión del sistema de autonomías territoriales, Madrid, 1988, p. 38.

[10] Así, la expresión «federalismo asimétrico» para definir el sistema creado por la Constitución rusa de 1993 puede encontrarse en M. Lesage, «La constitución russe du 12 décembre 1993 et les six premiers mois du systéme polkique», en Revut du Oroit Public ó {1994), pp. 1735-1767, especialmente pp. 1753-54, y Th. Schweisfurch, «Die Verfassung Russlands vom 12 Dezember 1993- Entstehungs-geschichte und Gmndzüge», en Europdische Grtmdrechte Zeiischrift 19-20 (1994), pp. 473-491, especialmente p. 484.

[11] En «Algunas notas sobre la igualación competencial», Documentación Administrativa 232-233 (1992-1993), pp. 121-134.

[12] En este mismo sentido, C. Viver Pi i Sunyer, Las autonomías políticas, Madrid, 1994, p. 18: «En suma, pues, como queda dicho, de nuestro ordenamiento constitucional no puede deducirse ni un principio de igualación, ni un principio de homogeneidad competencial entre las comunidades autónomas» .

[13] No obstante, véanse las consideraciones en sentido concrario de Elíseo Aja, en su «valoración general» incluida en el Informe comunidades autónomas 1994, Barcelona, 1995, pp. 17-5 1, especialmente pp. 31-32. Aja aduce un interesante argumento: que se ha producido «una auténtica mutación constitucional» (p. 32).

[14] Es cita obligada la «revolución federal» que supuso el «New Deal» norteamericano, y el reajuste de las esferas federal y estatal a la luz de las nuevas circunstancias económicas. Sobre este aspecto, Richard B. Stewart, «Principios estructurales de derecho constitucional y los valores del federalismo: la experiencia de los Estados Unidos», Revista del Centro de Estudios Constitucionales 1 (1988), pp. 55-75, especialmente pp. 57-61.

[15] «El modelo autonómico como modelo variable», en A. Monreal, comp., El Estado de las autonomías, Madrid, 1991, pp. 65-72.

[16] Véase la intervención del diputado Sr. Arzallus en Diario de Sesiones del Congreso de los Diputadas, 116 (21 de julio de 1978).

[17] E. Aja y J. Tornos, «La Ley orgánica de transferencia o delegación del artículo 150.2 de la Constitución», Documentación Administrativa 232-233 (1992-93), pp. 185-196.

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