Lenguas y normalización en España

AutorXabier Arzoz Santisteban
Páginas333-337

Herreras, José Carlos, Lenguas y normalización en España, Biblioteca Románica Hispánica, Madrid, Gredos, 2006, 390 pág.

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Los veinticinco años transcurridos desde la aprobación de las primeras leyes de normalización lingüística (1982) parecen una ocasión idónea para realizar un balance de las políticas lingüísticas desarrolladas hasta la fecha. Por tanto, está plenamente justificado el interés del tema escogido por una reciente obra escrita por José Carlos Herreras, catedrático de lengua española en la Universidad de Valenciennes (Francia), y que pretende justamente describir «la trayectoria de las políticas normalizadoras llevadas a cabo por las comunidades autónomas bilingües en la sociedad en general» (p. 10). Sin embargo, esta definición del objeto de estudio suscita ya una limitación o exclusión de carácter problemático. Las políticas normalizadoras no son o no deben ser asunto exclusivo de las comunidades autónomas con lenguas distintas del castellano. La Administración General del Estado tiene importantes competencias y responsabilidades en relación con la normalización de las lenguas cooficiales. Un área en la que no se han adoptado medidas legislativas y administrativas en veinticinco años y existe una auténticaPage 334 cerrazón a la normalización lingüística es el de la Administración de Justicia, como ha puesto de relieve recientemente el informe del Comité de Expertos del Consejo de Europa sobre la aplicación de la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias en España y la recomendación subsiguiente emitida por el Comité de Ministros (septiembre de 2005). En suma, todo el campo temático relativo al uso de las lenguas cooficiales por parte de la Administración General del Estado en las comunidades autónomas bilingües, por las instituciones generales del Estado y por las instituciones de la Unión Europea, queda implícitamente fuera del estudio (salvo dos escuetas notas en la p. 377), sin que se aporte razón alguna para esa exclusión.

La obra se estructura en tres partes de extensión desigual: «Las lenguas antes de la Constitución de 1978» (pp. 13-69), «Las lenguas después de la Constitución de 1978» (pp. 70-329) y «Balance de 25 años de normalización lingüística en España» (pp. 330-378).

En la primera parte parece que la intención era ofrecer un esbozo histórico de la evolución y del tratamiento jurídico de las lenguas hasta 1978. Sin duda constituye un reto hacer una sinopsis histórica introductoria. El principal problema es que el autor escribe desde la perspectiva de la expansión del castellano y no desde la realidad histórica de cada una de las lenguas existentes; las otras lenguas viven de forma marginal o, incluso, sumidas en un vacío cultural, que el avance del castellano vendría a colmar. La tesis que monopoliza esta parte es que la expansión del castellano se realiza sin recurrir a «normativas ni métodos coercitivos» o «autoritarios», al menos, se reconoce, hasta el siglo xviii (pp. 16-30), o «mucho antes de que exista realmente un intervencionismo por parte del Estado» (p. 374). La tesis es discutible. Ni la conquista de Navarra (1512) ni el fin de la rebelión catalana de 1640 representan sucesos pacíficos o de libre adhesión. El vencido, humillado, queda a disposición del vencedor, sin necesidad de que éste tenga que recordarle cuál es la lengua del que manda. Las elites de los territorios correspondientes bien saben cómo deben comportarse.

El autor aduce a favor de su tesis evidencias del florecimiento de las publicaciones en castellano fuera de Castilla. Que el castellano era una lengua de prestigio fuera y dentro de la península Ibérica y que era hablada por la mayoría de la población conjunta de los reinos ibéricos, como subraya el autor, es claro, pero ello no niega sino que refuerza lo anterior. Hay que cuidarse de una visión idealista del fenómeno que lo remite al concepto vago de prestigio: lo que debe aclararse son los mecanismos económicos, políticos e ideológicos en los que se apo-Page 335ya el prestigio social de una lengua. El conocimiento y el uso del castellano por las elites y los escritores portugueses dan prueba sin duda del prestigio político y cultural del castellano en aquella época; pero, cuando Portugal se separó de Castilla y siguió su propio camino en los siglos siguientes, la población portuguesa no sintió necesidad ni interés en aprender la lengua vecina por muy internacional que ésta fuera; lo mismo ocurrirá en los Países Bajos. Por otra parte, conviene notar que una parte de las evidencias literarias aducidas a favor de la expansión “pacífica” del castellano proceden de obras caracterizadas por un discurso cultural conscientemente homogeneizador (Nebrija, Valdés). Si algo ponen de manifiesto dichas obras no es tanto la expansión efectiva del castellano, como que la supremacía de la lengua castellana era ya, en fecha tan temprana, un objetivo programático para ciertos sectores de la monarquía.

Más difícil de aceptar es que los abundantes supuestos centralizadores y autoritarios de los tres siglos posteriores sean edulcorados. Véase, por ejemplo, la siguiente afirmación tan vaga y etérea: «las preocupaciones centralistas de los Borbones, personificadas por Felipe V, y el deseo de castigar el apoyo a su rival, el archiduque Carlos de Austria, en la sucesión a la Corona de España (1702-1712), habían hecho perder, con los decretos de Nueva Planta, una serie de prerrogativas a Cataluña (1716), a Aragón y Valencia (1707) y al reino de Mallorca (1715), en particular la utilización del catalán en los actos oficiales de la Audiencia Real» (p. 15). El fragmento no tiene desperdicio, pero destaquemos que no se menciona que hubo una guerra (y una derrota) por medio, y que las “prerrogativas” no eran tales, sino el derecho público privativo de esos territorios. Luego se advierte, como para quitarle dramatismo, que la centralización asimiladora sólo alcanzaba a las elites periféricas (pp. 16, 47) (lo cual constituye siempre la primera etapa de la asimilación de una sociedad). Si acaso, se reconoce eufemísticamente que «los profesionales del derecho van a tener que modificar progresivamente sus hábitos lingüísticos» y que «además van a llegar funcionarios de otras regiones» (p. 31). Asimismo, la Guerra Civil y la represión de la posguerra no se mencionan en modo alguno: es «la victoria de Franco» lo que «pone fin» a los estatutos de autonomía catalán y vasco (pp. 15, 40). El hecho de que las lenguas vernáculas fueran prohibidas se presenta, por tanto, de forma descontextualizada (p. 40). Pero, con el tiempo, incluso el franquismo apretaba, pero no ahogaba, ya que al final había «cierto grado de flexibilidad por parte del poder en el terreno lingüístico y cultural» (p. 67).

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La segunda parte constituye en realidad el objeto de estudio. El autor expone los datos de conocimiento y uso de las lenguas y pasa revista a las políticas de normalización en cada una de las comunidades autónomas bilingües en tres áreas: ámbito institucional, medios de comunicación y sector cultural, y sistema educativo (incluida la enseñanza universitaria). Con todo, la exposición presenta dos problemas de calado. El primero es que la exposición es meramente descriptiva, un acopio de datos extraídos de boletines oficiales, censos, encuestas y diversos informes institucionales. No se analiza la aplicación de las normas o el funcionamiento de los planes de normalización. Sólo el apartado dedicado al uso de las lenguas en la enseñanza universitaria (pp. 266-329) presenta el interés derivado de reunir los datos relativos a un aspecto poco tratado por la bibliografía existente. El segundo problema es que se utilizan materiales de diversas épocas: en no pocas ocasiones las informaciones contenidas no recogen la información más actualizada. Así, por ejemplo, se utiliza la II Encuesta Sociolingüística de Euskal Herria de 1996, La continuidad del euskera II (p. 97), cuando desde 2003 está publicada y disponible la III Encuesta, correspondiente a 2001; se utiliza el estudio sociolingüístico de Francisco Llera sobre el asturiano, de 1991 (p. 114), cuando existe un segundo estudio desde 2003 (con P. San Martín); se habla de Euskaldunon Egunkaria como el único periódico publicado en euskera (pp. 188-189), cuando fue cerrado por auto judicial en febrero de 2003, y no se menciona a su sustituto, Berria. Si atendemos a la distribución de las referencias bibliográficas mencionadas, apenas una cuarta parte es del período 1996-2005 (casi toda ella anterior a 2000); casi la mitad de la bibliografía total es del período 1986-1995, y el resto es anterior a 1985. La bibliografía jurídica es casi nula, y la sociolingüística muy limitada. En cambio, se mencionan hasta 70 artículos de periódico por alrededor de 90 referencias bibliográficas; por lo general, los títulos de esos artículos periodísticos denotan un posicionamiento crítico y hasta contrario a las medidas de normalización adoptadas en diversas comunidades autónomas.

La última parte debía trazar el balance, verdadero valor añadido del estudio. Sin embargo, no pasa de una comparación superficial de los datos antes expuestos: en esto se crece, en aquello se mejora. Es en el balance donde el autor da rienda suelta a sus inquietudes y pone las cartas boca arriba. En efecto, una parte importante del balance se dedica a la cuestión de la inmersión lingüística en Cataluña (pp. 343-359). Aquí, el autor expone sus argumentos, muy respetables, en contra de ese modelo lingüístico-educativo, pero no per-Page 337mite contrastarlos con los de los partidarios. El relevante dato de que la jurisprudencia constitucional declaró la constitucionalidad del modelo, citado de pasada con anterioridad (p. 218), es algo que se oculta en el balance. Para el autor del libro no hay ningún problema más en el régimen jurídico de las lenguas en España (véase, en cambio, el informe del Comité de Expertos del Consejo de Europa, antes mencionado). Ello pone de manifiesto que no es la normalización de las lenguas lo que le preocupa de veras.

El autor agota su traca final abogando por «un verdadero bilingüismo» y «un equilibrio armonioso de las lenguas vehiculares en el sistema educativo», y denuncia repetidamente «el monolingüismo reductor» así como «la incapacidad de un sistema educativo monolingüe para lograr el dominio de otros idiomas», en clara alusión de nuevo a Cataluña (pp. 374, 375, 378). Hay una argumentación dicotómica («verdadero bilingüismo»/«monolingüismo reductor») que gira en falso, haciendo abstracción de cualesquiera condiciones concretas. El autor ha dado suficientes indicios como para permitirnos deducir que su idea de «verdadero bilingüismo» no es otra cosa que una organización de la diglosia que apuntale la supremacía de la lengua dominante. Porque, en su concepción, el carácter reductor del monolingüismo es relativo, depende de la lengua de que éste se valga. Si utiliza una lengua localmente mayoritaria o internacional, como el francés en Québec, parece que puede aceptarse el monolingüismo; en cambio, si utiliza una lengua localmente no mayoritaria o «circunscrita al ámbito local» como el catalán, entonces resulta reductor (pp. 346-347). El catalán, considerada como una lengua regional o de segunda clase («lengua autonómica» es la expresión utilizada sistemáticamente por el autor, connotando una inferioridad con respecto a la lengua «nacional» o de primera clase), no tiene derecho a una existencia plena, sino sólo a ocupar un nivel subordinado.

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