Laicidad y laicismo en el marco de la Constitución española

AutorAndrés Ollero Tassara
CargoUniversidad Rey Juan Carlos de Madrid
Páginas265-276

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Por laicismo habría que entender un diseño del Estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso. Su actitud sería más de no contaminación que de indiferencia o de auténtica neutralidad. Esa tajante separación, que reenvía toda convicción religiosa al ámbito íntimo de la conciencia individual, puede acabar resultando, más que neutra, neutralizadora de su posible proyección sobre el ámbito público. Su versión patológica llevaría incluso a una posible discriminación por razón de religión. Determinadas propuestas pueden acabar viéndose descalificadas como «confesionales» por el simple hecho de que encuentren acogida en la doctrina o la moral de alguna de las religiones libremente practicadas por los ciudadanos. Nada más opuesto a la laicidad que «enclaustrar» determinados problemas civiles, al considerar que la preocupación por ellos denotaría una indebida injerencia de lo sagrado en el ámbito público.

La Constitución española de 1978 no contiene, ni en su preámbulo ni en su texto articulado referencia expresa alguna a Dios. ¿Hemos de derivar de ello que por esa razón por lo que configura un Estado laico? No es posible ofrecer una respuesta adecuada sin cumplir un doble requisito: ahondar en su regulación de los derechos y libertades fundamentales y determinar qué habríamos de entender por «laico». Este calificativo puede, en efecto, reenviar a planteamientos tan diversos entre sí como la laicidad o el laicismo. De ello me he ocupado ya en más de una ocasión1 Page 266 -también en el contexto de estudios europeos2- así como he analizado el argumentario básico en torno al que este debate acaba discurriendo3.

Ya el arranque del artículo 16.1 CE descarta toda óptica laicista: «se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades». Se desborda un planteamiento individualista, que identificaría la libertad religiosa con la mera libertad de conciencia, sin contemplar su posible proyección colectiva y pública. Se garantiza pues un ámbito de libertad y una esfera de «agere licere», con plena inmunidad de coacción, sin que su despliegue deba soportar «más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley».

Se asume a la vez implícitamente un neto elemento de laicidad: el reconocimiento de la autonomía de lo temporal, al garantizarse unos contenidos ético-jurídicos considerados de «orden público», por encima de cualquier peculiaridad confesional. Tales contenidos incluyen, como es bien sabido, el núcleo esencial de los derechos fundamentales, yendo más allá de una dimensión circunscrita al no entorpecimiento físico de los espacios públicos. Ilustrativa al respecto resultaría la situación provocada ante la convocatoria de una concentración dominical en la plaza de la Basílica de Candelaria del municipio canario del mismo nombre, en apoyo al pueblo saharaui. El convocante rechazará todo condicionamiento que no derive de «razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas y bienes». Tal previsión no justificaría, a su juicio, la prohibición de recurrir al «uso de la megafonía» que se le había impuesto, «durante la celebración de diversos actos litúrgicos previstos en la basílica adyacente al lugar de la reunión».

El Tribunal Constitucional la considerará, sin embargo, «una limitación adecuada y necesaria para la preservación de otro derecho fundamental», en cuya previsión se «observó igualmente las exigencias de proporcionalidad», al no comprometer «el ejercicio del derecho de reunión en mayor intensidad de la que tendía a favorecer el ejercicio concurrente» de la libertad religiosa4.

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En consecuencia, no cabrá justificar por motivos religiosos actividades lesivas de derechos fundamentales. Valga la tópica alusión a los sacrificios humanos o la más reciente a la ablación genital femenina... El «orden público» marca ese límite de lo intolerable que acompaña a todas las teorías clásicas de la tolerancia5.

A ello es preciso añadir lo que la jurisprudencia constitucional ha caracterizado respectivamente como dimensiones «negativa» y «externa» de la libertad ideológica y religiosa. La primera se refleja en el artículo 16.2, que rechaza toda práctica inquisitorial: «nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias». Una de sus inmediatas consecuencias será una elemental exigencia de «laicidad». Para preservar un abierto pluralismo es preciso aceptar una doble realidad: no hay propuesta civil que no se fundamente directa o indirectamente en alguna convicción; ha de considerarse obviamente irrelevante que ésta tenga o no parentesco religioso.

Esto descarta la arraigada querencia laicista a suscribir un planteamiento un tanto maniqueo de las convicciones; sobre todo a la hora de proclamar el postulado de que no cabe imponer convicciones a los demás. Aparte de que parece obvio que la mayor parte de las normas jurídicas existen para lograr que alguien realice una conducta de cuya conveniencia no se muestra suficientemente convencido (sea apropiarse de lo ajeno, negarse a contribuir al procomún o incluso sembrar el terror para lograr objetivos políticos...), no hay fundamento alguno para dirigir tal consejo sólo a quienes no ocultan sus convicciones religiosas, como si los demás estuvieran menos convencidos de sus propios planteamientos6.

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Frente a la estrategia inquisitorial, que tiende a dar por supuesto que sólo los creyentes tienen convicciones susceptibles de acabar siendo impuestas a los demás, resulta claro que todos los ciudadanos tienen convicciones, merecedoras todas ellas de similar respeto. Ocasión de demostrarlo brindó la peculiar situación del objetor al servicio militar al que, tras alegar «motivos personales y éticos», se le pretendió negar la condición de objetor de conciencia «por no tratarse de objeción de carácter religioso».

El otorgamiento de amparo por el Tribunal Constitucional7 se percibió precisamente como síntoma de laicidad, ya que los motivos religiosos habrían dejado de constituir un privilegio exclusivo, para situarnos en el ámbito de un Estado que respeta la proyección pública de la libertad de conciencia de sus ciudadanos, con independencia de cuál sea el fundamento último que ha generado la íntima convicción individual; con ello se evitaba toda discriminación entre motivos o alegaciones de carácter religioso y argumentos o motivos no religiosos.

Parece claro que aún resultaría más discriminatorio pretender descalificar en el debate civil a determinados ciudadanos sobre los que, pese a no recurrir a argumentos de orden religioso, se proyecta la inquisitorial sospecha de que puedan estar asumiéndolos como personal fundamento último de su legítima convicción. La existencia de magisterios confesionales no perturba el debate democrático, dado que cada ciudadano le reconoce con toda libertad la capacidad de vinculación que considera razonable. Si el recurso al argumento de autoridad es incompatible con un debate abierto, no lo sería menos un artificioso argumento de no-autoridad, destinado a descalificar propuestas por su presunta vinculación con elementos confesionales.

Fruto de esta obvia vinculación entre libertad religiosa y libertad de conciencia es un pasaje olvidado del trámite constituyente: la propuesta, dentro del actual artículo 16, de un epígrafe 4 destinado a la objeción de conciencia. Formulada en el Senado, el consenso trabajosamente restablecido no aconsejó reabrir artículos tan delicados.

No han faltado oportunidades para dar paso a esa fórmula de excepción, capaz de flexibilizar la contradicción entre la norma en vigor y las personales exigencias éticas. La más dramática, sin duda, fue la suscitada por la negativa de unos Testigos de Jehová a autorizar una transfusión de sangre, imprescindible para su hijo de trece años, aquejado de una posible leucemia. Firmes siempre en su actitud, no se opusieron a que las instituciones sanitarias, con el debido apoyo judicial, asumieran las responsabilidades que considerasen obligadas. Su comportamiento cumplió los criterios tradicionalmente propuestos por los moralistas para afrontar la llamada cooperación al mal. El problema se complica cuando, al pretender finalmente los médicos intervenir con la preceptiva autorización judicial, es el propio menor el que Page 269 rechaza tal posibilidad, en términos de crispación tales como para hacerles desistir.

Tras muchas idas y venidas, el menor había acabado teniendo tardío acceso a la intervención requerida y fallece. Los padres fueron condenados penalmente por homicidio, en su modalidad de comisión por omisión, aunque no dejara de apreciarse una muy cualificada atenuante de obcecación. El Tribunal Constitucional, pese a tratarse de un recurso de amparo, decidió significativamente abordar la cuestión en Pleno.

Se plantea la relevancia de la actitud del menor, dado que el propio Código Penal admite que una relación sexual mantenida con jóvenes de doce años pueda considerarse consentida. Lo considera sin ninguna duda titular ya del derecho a la libertad religiosa. Igualmente analiza si los deberes derivados de la patria potestad obligaban a los padres bien a disuadir a su hijo -en flagrante contradicción con sus...

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