Hacia un marco de integridad nacional

AutorManuel Villoria Mendieta
Páginas195-225
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CAPÍTULO 9
HACIA UN MARCO DE INTEGRIDAD NACIONAL
Manuel Villoria
Catedrático de Ciencia Política
Universidad Rey Juan Carlos
1. INTRODUCCIÓN
En su intento de evitar la palabra corrupción, los organismos internacio-
nales y los gobiernos nacionales se han puesto en gran medida de acuerdo
en el uso de la palabra «integridad» para enmarcar toda una serie de medidas
que, nacidas para prevenir y luchar contra la corrupción, hoy en día permiten
ir más allá, incentivando la virtud y no solo persiguiendo el daño. Una rápida
búsqueda en Google nos ofrece 417 millones de entradas sobre integridad en
el gobierno. Estas medidas abarcan toda una serie de instrumentos, procesos
y órganos que, si se implementan adecuadamente, fomentan conductas indi-
viduales, organizativas y sociales que facilitan a las organizaciones cumplir
con su responsabilidad social y a los países alcanzar un desarrollo sostenible,
mayor calidad de vida para su población y niveles de equidad mejores. Ahora
bien, al introducir el concepto de integridad sin una mínima definición o
análisis, queda como un concepto vago y abstracto que se identifica con un
nebuloso concepto del bien y con un no menos ambiguo concepto del mal.
Creemos necesario, por ello, comenzar aclarando de qué hablamos cuando
hablamos de integridad (usaremos para ello, en parte, la Stanford Encyclo-
pedia of Philosophy), antes de identificar el marco de su funcionamiento
como estrategia o política pública.
Una primera aproximación al término nos lo sitúa vinculado al concepto
de fuerza de voluntad, una fuerza de voluntad conectada a la capacidad de
elegir entre deseos contrapuestos de forma consistente. John Bigelow y Robert
Pargetter (2007) conectan la integridad con una capacidad deliberativa y
discriminadora para elegir los caminos o deseos mejores y, posteriormente,
ser coherentes con la elección. Un enfoque parecido consistiría en considerar
la integridad como la capacidad de una persona de ser fiel a sus compromi-
sos, de entregarse firmemente a aquello que cree bueno, en lugar de dejarse
ÉTICA PÚBLICA EN EL SIGLO XXI
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llevar por deseos diversos e inconsistentes (Williams, 1973). Esta definición
nos lleva a conectar la integridad con una actividad previa de clarificación
de lo qué es más importante para cada uno, con la asunción de motivos o
compromisos personales de forma autónoma y racional; y, en definitiva, con
la capacidad de actuar de acuerdo con las propias convicciones (Williams,
1981). Alguien que no tiene claros sus compromisos, los traiciona o se
autoengaña no puede ser íntegra.
Esto nos puede llevar a una visión constructivista kantiana, como la de
Christine Korsgaard, para la que la ley moral es la de la autoconstitución
(2009: 214). La integridad sería un elemento preconstitutivo del agente moral.
Uno actúa moralmente cuando define autónomamente su camino y busca su
logro. Pero para poder actuar de forma consistente con la vida buena elegida
necesitamos la integridad. Si no tenemos esa integridad no podremos seguir
el camino libremente elegido, nos dejaremos llevar por los deseos, por las
pasiones del momento y traicionaremos nuestra elección y nuestra libertad.
Ese fracaso como persona es ineludiblemente un fracaso como persona moral.
La integridad es el fundamento de la agencia moral, sin ella no es posible
seguir una vida moralmente satisfactoria. Obviamente, este constituirse como
agente moral no es sencillo y requiere un esfuerzo, un sacrificio por ser
coherente y exigente con uno mismo.
También puede entenderse la integridad vinculada a la comunidad y sus
procesos de deliberación sobre lo que es valioso y merece la pena perseguir.
En ese caso, la integridad implica preocuparse por definir lo que es importante
y necesario en nuestra sociedad, ocuparse en defenderlo de forma clara y, al
tiempo, ser respetuoso de los argumentos ajenos y capaz de ver su valor y
aporte. En esta posición, la integridad se vincula a un compromiso social y
a la obligación de defender posiciones en la comunidad, pero, al tiempo,
diferencia bien la integridad del integrismo o fanatismo (Calhoun, 1995). Un
fanático o un integrista cumplen la primera parte del concepto de integridad,
en el sentido de que genera una visión de cómo quiere que la comunidad
priorice valores y cómo cree que la sociedad sería mejor, pero fracasa en la
segunda, pues no respetan las opiniones ajenas y desmonta el proceso deli-
berativo. Una visión muy vinculada a la idea de integridad como la defensa
de un ideal, es la de la integridad como una virtud epistémica, como una
forma de generar conocimiento desde el rigor, la confianza en la razón, la
escucha.
En todo caso, la integridad implica buscar lo que es mejor moralmente,
no puede asumir unos criterios morales inaceptables como guía de conducta.
Esta afirmación nos lleva a delimitar unos criterios de integridad necesarios;
por ejemplo, ser claro conceptualmente, consistente lógicamente, sostenidas

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