La dimensión temporal de la ordenación urbanística

AutorJose Luis Meilan Gil
CargoCatedrático de Derecho Administrativo
  1. PLANTEAMIENTO

    El tiempo es un elemento relevante para el Derecho, como es de todos conocido. El tiempo es decisivo para la interpretación de las normas, que han de realizarse según «la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas»; en la lapidaria expresión del artículo 3.1 del Código Civil, el tiempo puede hacer inoportuno el ejercicio de las potestades administrativas, convirtiéndolo en algo no razonable (Ref.); una resolución judicial puede ser injusta por extemporánea o tardía, ya que el ciudadano tiene derecho a un proceso sin dilaciones indebidas (Ref.); el tiempo puede ser manipulado por la Administración produciendo urgencias artificiales que no aumentan la eficacia y disminuyen las garantías de los ciudadanos.

  2. EL MOMENTO HISTORICO DE LA LEGISLACION URBANISTICA ESPAÑOLA VIGENTE

    El tiempo es, por lo que aquí atañe, un punto de referencia inexcusable para juzgar del acierto de la vigente Ley del Suelo española de 1990 con texto refundido de 1992. ¿Responde la Ley vigente a los problemas del tiempo en que debe ser aplicada? La Ley 8/1990, de 25 de julio, sobre reforma del régimen urbanístico y valoraciones del suelo, en lo fundamental lleva a sus últimas consecuencias principios de la Ley de 1975 (texto refundido de 1976), que se movió en la misma dirección que la Ley de 1956, que constituye el punto de partida.

    Obviamente, ni el régimen político es el mismo ni la ideología dominante es la misma, y sin embargo existe una «sorprendente» continuidad en la concepción fundamental de la legislación urbanística. El TR. es una prueba definitiva de esa continuidad, ya que está formado por la Ley 8/1990 y el TR de 1976. El legislador de 1956 - que se inspiró en avanzadas leyes de su entorno - alude reiteradamente a la especulación del suelo como justificación de la ley, y critica la situación anterior que suponía abandonar, el régimen del suelo a la más amplia autonomía de la voluntad y libertad del tráfico». Para afrontar los problemas se articulan una serie de técnicas que han permanecido hasta el momento actual: planos urbanísticos, régimen del suelo con su clasificación y calificaciones, ejecución de los planes, propietario como agente público del urbanismo, carácter secundario de la urbanización sobre la construcción, etc.

    El carácter marcadamente intervencionista de la Ley de 1956, con su notorio protagonismo público, queda reflejado en su exposición de motivos: «si ideal en la empresa urbanística pudiera ser que todo el suelo necesario para la expansión de las poblaciones fuera de propiedad pública, mediante justa adquisición, para ofrecerla, una vez urbanizado a quienes deseasen edificar, la solución, sin embargo, no es viable en España».

    El legislador de 1975 (Ley 19/1975, de 2 de mayo) ha de reconocer que «a pesar de los esfuerzos de gestión desarrollados en los últimos años y de las cuantiosas sumas invertidas para regular el mercado del suelo, el proceso de desarrollo urbano se caracteriza... (entre otras notas) por la indisciplina urbanística y los precios crecientes e injustificados del suelo apto para el crecimiento de las ciudades». Alguna de las causas de ello se reconoce que «se pueden situar con seguridad en el marco del ordenamiento jurídico». El problema, se dirá, no reside en la vigencia de los principios de la Ley de 1956, sino en «su desarrollo insuficiente» o en la «defectuosa instrumentación de las medidas articuladas para hacerlos efectivos» o en su inaplicación.

    Reconocida expresamente «la magnífica factura técnica» y el «general acierto de su concepción» de lo que se exhibe como aval la excelente acogida de la Ley de 1956 por la doctrina científica, el legislador de 1975 reconoce que aquélla constituye el «soporte estructural» de la nueva ley, que es una puesta al día del ordenamiento jurídico.

    Eso no obstante, el legislador de 1975 reconoce que la Ley del Suelo de 1956 fracasó al basar «su política antiespeculativa fundamentalmente en la capacidad de los patrimonios públicos del suelo para ser utilizados como reguladores del mercado y en la normativa sobre enajenación forzosa de solares sin edificar».

    En la citada Exposición de Motivos se achaca a la Ley de 1956 «el afán perfeccionista de rigor lógico en la concepción y aplicación del planeamiento, el idealismo de sus mecanismos, su escasa eficacia para controlar unos procesos de gran vitalidad y fluidez».

    El preámbulo de la Ley 8/1990 comienza aludiendo una vez más al «fuerte incremento del precio del suelo, que excede de cualquier límite razonable en muchos lugares... lo que es hoy motivo de seria preocupación para los poderes públicos».

    Por lo que se ve, no se ha resuelto el, problema fundamental con que se habían enfrentado los legisladores de 1956 y de 1975. El legislador de 1990 incide en el mismo método que sus antecesores, no se cambia la dirección, sino que se radicaliza afán perfeccionista de rigor lógico, idealismo en los mecanismos, gran confianza en el acentuado protagonismo de la acción pública.

    ¿Era adecuada esta dirección en el tiempo en que se redacta la Ley y en el, que se va a aplicar?

    El panorama del comienzo de esta década es muy distinto del horizonte que podría divisar el legislador de 1956. A la ola de nacionalizaciones de la postguerra, de la política laborista sobre suelo y nuevas ciudades en Inglaterra, la adhesión al Keynesianismo y, en síntesis, la exaltación del Welfare State han sucedido su crisis y una nueva era de liberalizaciones y privatizaciones y desregulaciones protagonizadas significativamente por el Presidente Reagan y Mrs. Thatcher. También esa nueva ola ha llegado a España y, paradójicamente o ironías de la historia, bajo un gobierno socialista, y se encuentra favorecida por la vigencia de principios fundamentales de la Unión Europea, de la que España forma parte.

    Un informe del Tribunal de Defensa de la Competencia, publicado en 1994, refleja ese cambio de escenario al que acabo de referirme. Su título es muy expresivo: Remedios políticos que pueden favorecer la libre competencia en los servicios y atajar el daño causado por los monopolios. Uno de los capítulos se dedica a la «competencia en el mercado del suelo urbano». En el informe se califica de «intervencionismo extremo» lo que sucede en relación con el uso del suelo:

    Que el uso del suelo debe estar intervenido por los poderes públicos es algo que nadie niega y así sucede en todos los países. El problema en España es un problema de la forma de intervención. El problema en España es que, en vez de fijar unas reglas generales de defensa de los intereses públicos, la autoridad urbanística va decidiendo todo hasta el extremo de poder determinar con el máximo detalle el uso de cada espacio

    .

    El informe recoge una obviedad - incluso reconocida por el propio legislador de 1990 - que es el «abismo que se abre entre unas buenas intenciones y unos resultados no tan buenos». La legislación del suelo ha producido «efectos perversos», no queridos pero reales. En teoría resultaba aparentemente irreprochable que los poderes públicos en su representación del interés general, contrapuesto a los intereses privados, fijase el uso del suelo, sin dejar esto a la aleatoriedad del juego del mercado.

    La realidad es que, pese a los esfuerzos, a los dineros empleados y al rigor lógico de la planificación en su concreción de usos del suelo, no se ha atajado la especulación, no se ha preservado el ambiente - un ejemplo claro han sido las costas -, no se han abaratado suficientemente las viviendas. ¿Cómo esperar un resultado distinto de una Ley que en 1990 sigue la dirección de las anteriores cuando el contexto ideológico - político y económico - es muy distinto y se clama por una mayor participación de la iniciativa privada y una mayor flexibilidad de la regulación y una más congruente utilización de las potestades públicas?

    El legislador de 1990 - ajeno al tiempo en que vive con una orientación que he calificado de hegeliana para no ejercer la perversidad - ha creído en la virtualidad dialéctica de sus propios postulados. Si las leyes anteriores no habían conseguido los objetivos que se propusieron no fue debido a la imperfección de sus técnicas, sino al momento político de su aprobación o quizá a que no se habían sacado todas las consecuencias de sus principios óptimos. El legislador de 1990 no se plantea realmente un cambio de método o de aproximación al problema persistente, atendiendo a requerimientos más allá del mundo cerrado de los expertos en urbanismo - Administración, técnicos y juristas -.

    Y, sin embargo, una atención a lo que se está debatiendo fuera de los «muros de los expertos» revelaría la insuficiencia de los planteamientos estrictamente técnico - jurídicos - administrativos para afrontar un problema económico de profundas entrañas sociales o, si se quiere, un problema social que tiene unas importantes facetas económicas.

    Aquel reduccionismo había sido advertido por el legislador de 1975 desde la óptica de aquel momento al denunciar «el vacío existente en el ordenamiento jurídico en orden a la conexión del planeamiento físico con el planeamiento socioeconómico». La medida entonces introducida, los Planes Directores Territoriales de Coordinación, ha sido una más de las buenas intenciones de las que está plagada la legislación urbanística, de nula aplicación ni siquiera aprovechando la nueva estructura del Estado autonómico.

    Pero la idea permanece: la, necesidad de rebasar la mera aproximación técnica y de insertar la política del suelo en la política económica general, de manera que no se produzcan esquizofrenias. El urbanismo en un Estado compuesto no puede responder a las mismas pautas que en un Estado centralizado; el urbanismo que se corresponde a una política económica menos intervencionista y más respetuosa con las reglas del mercado y la libre empresa no puede ser el mismo que en un Estado intervencionista. Todo ello sin desconocer que existen preceptos constitucionales acerca de las plusvalías, de la...

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