Desobediencias y obediencias en el código penal español: validez y exigencia

AutorFco Javier Álvarez García y Mª Del Mar Carrasco Andrino
Páginas39-62

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I Introducción

Le asiste la razón a LÓPEz-FONT MÁRQUEz cuando dice: “Estudiar en el marco de la cultura jurídica occidental, surgida del postulado de la igualdad jurídica, los mecanismos a través de los cuales los ciudadanos asumen cualidades jurídico-públicas con la consiguiente facultad de vincular obligatoriamente las conductas de los particulares aun de forma colectiva, es una de las tareas más apasionantes y arduas que puedan presentarse al investigador del Derecho Público”1. Se trata de la obligación política, de la que tiene el individuo para con el Estado, que llevó a SÓCRATES a afirmar: “El que de vosotros se quede aquí viendo de qué modo celebramos los juicios y administramos la ciudad en los demás aspectos, afirmamos que éste, de hecho, ya está de acuerdo con nosotras en que va a hacer lo que nosotras ordenamos, y decimos que el que no obedezca es tres veces culpable, porque le hemos dado la vida, y no nos obedece, porque lo hemos criado y se ha comprometido a obedecernos, y no nos obedece ni procura persuadirnos si no hacemos bien alguna cosa. Nosotras proponemos hacer lo que ordenamos y no lo imponemos violentamente, sino que permitimos una opción entre dos, persuadirnos u obedecernos; y el que no obedece no cumple ninguna de las dos”2. Menos radicalmente que SÓCRATES, RAWLS3asevera: “Asumiré como premisa y no como argumento que, al menos en sociedades como las nuestras, hay una obligación moral de obedecer al derecho aunque, evidentemente, ésta puede ser superada en algunos casos por otras obligaciones más exigentes. También asumiré que esta obligación debe basarse en algunos principios morales generales, esto es, depende de algunos principios de justicia, o de principios de utilidad social, o de bien común, o de otros similares”. Poner condiciones, o no, a la obediencia, al acatamiento de las leyes o, más ampliamente, a la misma génesis de la ley, se convirtió hace ya siglos en uno de los principales problemas no sólo de la filosofía políti-

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ca o de la teoría del Estado, sino también, por lo que ahora nos importa, del Derecho Penal4. La obediencia al Derecho se nos presenta, así, como una especie de la obligación política, pero mientras que “[L]a obligación política cuenta con una prueba clara y sencilla como es la obediencia al Derecho, la propia obediencia al Derecho puede derivarse exclusivamente de una obligación jurídica sin más aceptada así por el destinatario de las normas jurídicas; pero también es cierto que ese destinatario tiende a preguntarse por las razones o motivos por los que tiene que obedecer, y ello le sitúa ya en el ámbito de la obligación política”5.

Pues bien, a la postre es el criterio de la legitimidad del poder el que condicionará la existencia de esa obligación de obediencia6, el modo de producirse ésta y sus límites; y como destilado de todo lo anterior las reacciones del poder ante los hechos de desobediencia. En este último sentido es muy demostrativo el modo en el que el Derecho, en este caso el Derecho Penal, ha ido reaccionando frente a los actos de desobediencia tanto de los funcionarios como de los ciudadanos, que es lo que pasaremos a examinar a continuación.

II La desobediencia funcionarial

Por lo que importa a la desobediencia de los funcionarios a las órdenes de sus superiores, el momento más significativo en nuestra historia moderna es el que se produce con la introducción del texto del

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párrafo segundo del artículo 30 en la Constitución española7, general-mente denominada “democrática”8, de 1869: “el mandato del superior no eximirá de responsabilidad en los casos de infracción manifiesta, clara y terminante de una prescripción constitucional. en lo demás, sólo eximirá a los agentes que no ejerzan autoridad9. Este precepto venía a

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impugnar las que hemos denominado “cláusulas suicidas” en el interior del Ordenamiento10, que permitían, por aplicación jurisprudencial de la eximente de la obediencia debida, dispensar de responsabilidad penal a los subordinados que obedecieran cualquier orden de sus superiores al margen de la juridicidad de la misma11. Desde luego que ese estado de la cuestión obedecía a una concepción de la soberanía “arrastrada” del Absolutismo –ajena a la consagrada en la Constitución del 69–, en la que el rey se erigía en titular del poder ejecutivo12y compartía con las Cortes

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el legislativo13. En ese esquema, las órdenes impartidas por “sus” funcionarios no eran más que realización de una voluntad (co) soberana14, por lo que gozaban de la cualidad de juridicidad y desplegaban, en consonancia, eficacia. Pero ello permitía, como se apuntó más arriba, a los jerárquicamente superiores dirigir al Estado contra el propio Estado (al no pasar la capacidad de mando por el filtro de la ley), lo que no dejó de ser frecuente en un tiempo en el que los pronunciamientos e insurrecciones (y las guerras civiles) fueron moneda de todos los días. Es decir: con ese precepto se quería salir al paso de un grave problema político, de soberanía pero también de derechos individuales. En este último sentido se expresó el Diputado Romero girón durante los debates habidos en el trámite de aprobación de la Constitución de 1869 (y contestando a una intervención del Diputado, y penalista, D. Cirilo Álvarez)15:

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“…, el Sr. Alvarez iba, como he dicho antes, estudiando el artículo solo bajo el punto de vista jurídico, cuando la comisión ha tenido el pensamiento de establecer con este artículo una garantía más de los derechos individuales.- La comisión tenia presente, al redactar este artículo, otra esfera de acción; tenia presente el que ciertas autoridades han venido por ese medio de la gerarquía de unos á otros y otros agentes, á hacer imposible en muchos casos la responsabilidad de aquellos que realmente eran los autores o promovedores de la falta, o ya que no sus autores, los ejecutores.- Contra este peligro que se ha establecido en la esfera administrativa es contra el que la comisión ha querido introducir esta cortapisa del artículo. Bajo este punto de vista, pues, la comisión no puede aceptar en el fondo las observaciones del Sr…”

En el mismo sentido, y si se quiere aún más contundentemente, se expresó el Diputado Sánchez yago16durante los mismos debates a los que nos acabamos de referir:

“Consultando lo que dice el Diccionario de la lengua para dar á conocer la acepción de la palabra obediencia, he visto que el verbo obedecer17se define ‘hacer la voluntad del superior que manda’. He buscado el verbo mandar, y he leído esta explicación: ‘ordenar el superior al súbdito que ejecute alguna cosa’. He mirado la palabra superior, porque todos estos conceptos entran en la obediencia, y dice el Diccionario que ‘es la persona que manda, gobierna o domina á algún súbdito’, y he buscado, por último, la palabra súbdito, y advierto que dice: ‘el que está sujeto á la disposición de algún superior con obligación de obedecerle’.- Según, pues, este criterio, el súbdito tiene siempre la obligación de obedecer al superior; pero yo declaro por mi parte que no estoy conforme con esta apreciación. yo considero que obedecer es acomodar las acciones al precepto de la ley, trasmitido por órgano competente, que es la autoridad.- Por consiguiente, creo que todo lo que no sea precepto de la ley, todo lo que no sea emanación de la justicia, no merece obediencia, y por lo mismo, según éste y según aquel criterio, obedecer, para mí, es un acto obligatorio, porque ó debe obedecerse todo, que es el sistema del absolutismo, o debe obedecerse solo aquello que sea justo, que es el criterio liberal”.

Este es el paso fundamental de la modernidad, tal y como sugirió BOBBIO18: de la sujeción personal a la vinculación exclusiva a la nor-

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ma19. Alrededor de esta idea se posicionan las instituciones: el Estado contemporáneo (entendido como Estado de Derecho) forma del lado de la democracia y constituye a la norma aprobada por los representantes “de la Nación” (en la Constitución de 1869) como el único referente sobre el que se puede exigir obediencia. Otras instituciones, como la iglesia católica, nutren las filas del autoritarismo, y siguen edificando sobre la “autoridad personal” sus pretensiones de obediencia20, en realidad de sumisión.

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Pues bien, el párrafo segundo del artículo 30 de la Constitución de 1869 se terminó plasmando en el artículo 380 CP187021. Tres comen-

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tarios a este precepto y por lo que ahora nos importa: primero, que la realización del delito de desobediencia de funcionarios (y por lo tanto también de su contrario: la exigencia de obediencia) se condicionaba a una apariencia (o no) de conformidad a la norma del mandato impartido, apariencia que se concretaba en la observancia de los requisitos de forma de la orden22y competencia del superior que la impartió, al margen de los cuales no surgiría el deber de obediencia (la desobediencia será atípica –no constitutiva de una causa de justificación como tradicionalmente se mantuvo– pues no concurrirían los elementos que harían exigible una concreta conducta en el subordinado). Segundo, que para evitar incorporar al tráfico el contenido de mandatos inválidos (que de exigirse por el Ordenamiento obediencia a los mismos bajo la amenaza de castigo penal, implicaría la representación de un ejercicio de mera sujeción de los subordinados a la voluntad de los superiores al margen de la juridicidad de lo ordenado), se reconocía a los funcionarios ejecutores un derecho/deber de examen sobre la conformidad a Derecho de la orden, que sería más amplio en el caso de las autoridades (en relación a todo el Ordenamiento Jurídico), más restringido en el de los simples funcionarios (contraste con la norma constitucional). Tercero, mientras que en el párrafo primero del artículo 380 CP1870 la obligación de obediencia era referida tanto a...

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