Derecho a la estabilidad en el empleo y contratación temporal: una relación tormentosa
Autor | Joaquín Pérez Rey |
Páginas | 229-241 |
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De la estabilidad en el empleo en nuestro país no se puede decir desde luego que sea uno de esos muertos que gozan de buena salud, antes bien su estado es comatoso y poco halagüeño, aunque la sola circunstancia de que se siga hablando de ella aun cuando su defunción fue decretada hace al menos cuatro décadas es también sorprendente. Si hubiera que inscribirla en un género cinematográfico, la estabilidad sin duda pertenecería a las exitosas producciones de muertos vivientes, se trataría de un zombi que incluso en ese estado de finado semoviente no cesa de recibir empellones que buscan que descanse en paz de una vez.
Bien conocidas son las vías que en España han devaluado la estabilidad y en las que, como veremos, determinadas configuraciones de la norma laboral han sido decisivas. Naturalmente que no se trata sólo de un problema de cómo el derecho al trabajo ha sido realizado en la legislación y la jurisprudencia, sino que detrás de la involución de la estabilidad en el empleo hay, como es obvio, una fuerte ofensiva ideológica. El cuestionamiento de la articulación clásica del contrato de trabajo es más o menos sofisticado, pero habitualmente pasa por considerar al contrato indefinido protegido frente al despido como una institución pretérita sin cabida en las nuevas formas en las que la producción se organiza. Recientemente, con algún despiste en la centuria elegida, el máximo dirigente de la patronal española insistía sobre la idea al señalar que el contrato fijo y seguro era una reliquia del siglo XIX1o el Banco de España, fiel a sus obsesiones, abogaba por reducir (¡aún más!) la protección de los contratos fijos2. Todavía, desde
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una perspectiva claramente errada, pero muy ligada a la idiosincrasia histórica de nuestro país, la estabilidad ha sido considerada un residuo franquista que la legislación laboral no tiene ya por qué garantizar cuando las libertades y los derechos colectivos han sido recuperados. Por último, y para no acabar con la paciencia del lector, no faltan incluso quienes convierten el trabajo fijo en una cuestión de creencias alejadas de aquellas que predominan en las nuevas gene-raciones, como sucede con los millennials que al parecer “no creen en el trabajo fijo ni en la educación formal”3.
Naturalmente esta ofensiva ideológica muy lastrada, en el mejor de los casos, de simple determinismo (el contrato indefinido es adecuado para la producción industrial de tipo fordista, pero carece de sentido en la actual coyuntura productiva condicionada por la globalización) tiene en su haber, más por correlación de fuerzas que por persuasión, notables éxitos que se constatan con solo echar una superficial ojeada a la composición de nuestro mercado de trabajo y su evolución en las últimas décadas. Entre las razones que justifican la abultada precariedad que invade hasta la más recóndita arista de nuestras relaciones laborales destaca con especial intensidad, como es por todos conocido, el uso masivo de la contratación temporal y la subsiguiente postergación del contrato indefinido a un terreno casi anecdótico en los flujos mensuales de contratación. Se trata de algo tan conocido que casi no merece la pena consultar las estadísticas porque uno ya sabe lo que va a encontrar. En cualquier caso, para muestra un botón, en mayo de 20164se celebraron un total de 1.748.449 contratos de trabajo, de ellos 145.760 fueron indefinidos –aunque solo sea formalmente en algunos casos– (8,33%) y el resto temporales (1.602.689), con un predomino aplastante de las modalidades eventual (49,25% del total de temporales) y de obra o servicio determinado (41,10% del conjunto de contratos de duración determinada).
Este desproporcionado uso de la temporalidad, como resulta conocido, no surge de la nada, sino que ha sido fomentado sin disimulo y de forma persistente por las distintas reformas laborales que se suceden sin descanso desde el cambio democrático. No merece la pena detenerse de forma exhaustiva en cuáles son los orígenes y la evolución de lo que la doctrina ha llamado el “culto al trabajo temporal”5, basta con dar cuenta de sus principales líneas de tendencia. De forma muy sintética se puede afirmar que en nuestro país el recurso a los contratos temporales y el desplazamiento de la contratación indefinida desde regla general a mero accidente ha discurrido por dos etapas principales, cuya frontera la dibuja el ya olvidado Acuerdo Interconfederal de Estabilidad en el Empleo de 1997.
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Hasta ese acuerdo el ordenamiento laboral había persistido, con distintos niveles de intensidad, en la denominada contratación temporal de fomento del empleo, un mecanismo de asunción laboral de duración determinada y en el que el término final incorporado al contrato no obedecía a otra justificación que la de supuestamente luchar contra el desempleo contrarrestando las reticencias empresariales a los vínculos fijos. Se trató de un vehículo contractual que en la práctica dio cobertura a todo tipo de contrataciones dejando de lado la estabilidad en el empleo en lo que a la duración del contrato se refiere e inoculando en la práctica de nuestro mercado de trabajo la perniciosa práctica de la temporalidad como vía casi exclusiva de acceso al empleo y, más aún, de mantenimiento en el mismo a través de la no menos ominosa fórmula de la contratación temporal sucesiva.
A este escenario, aunque con presupuestos ideológicos discutibles, pretendió hacer frente el AIEE al prescindir de la contratación temporal de fomento del empleo e insistir en la necesaria causalidad de los contratos que limitan su duración en el tiempo. Al margen de que la contratación temporal de fomento del empleo nunca ha dejado de emitir su particular canto de sirenas sobre las modalidades de contratación laboral (remedos más o menos fieles de la misma son las actuales fórmulas contractuales de apoyo a los emprendedores o de primer empleo joven), lo cierto es que su desaparición no ha evitado que el recurso a la contratación temporal siga siendo masivo y, lo que es más grave, apoyado en moldes contractuales que están diseñados para necesidades esporádicas y que de ningún modo pueden sostener un volumen de contratación como el que soportan, especialmente los contratos eventuales y los de obra o servicio deter-minado.
Este colosal desajuste entre norma y realidad naturalmente provoca reacciones encontradas acerca de los modos a través de los que ponerle solución y fuerza incluso la reescritura de la estabilidad en el empleo sobre presupuestos que, prescindiendo de su configuración tradicional, dejan la contratación temporal al margen de sus consecuencias y minusvaloran la importancia del principio en su proyección sobre el ordenamiento laboral y, en concreto, sobre la duración del contrato. Quizá por ello merezca la pena volver a reflexionar sobre las claves de la estabilidad en el empleo, aunque antes permítasenos discurrir un poco más por estas lecturas devaluadoras de la misma.
Entre ellas una de las más destacadas, por su amplia proyección mediática, es la que consiste en prescindir de la distinción contratación temporal/contratación indefinida y abogar por una única modalidad de contratación laboral cuyos derechos frente a la extinción se van adquiriendo o ampliando con el paso del tiempo. La retórica del contrato único prescinde así de cualquier consecuencia
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de la estabilidad sobre las modalidades de contratación laboral y se centra en exclusiva sobre los mecanismos extintivos distintos del término final y, en concreto, sobre el despido.
Desde otra óptica, la estabilidad se desactiva en sus consecuencias sobre las características de la contratación laboral mediante su elevación a territorios más amplios que los de un concreto empleo. En estas posturas la estabilidad habría de buscarse no tanto en un escenario productivo concreto como en el conjunto del mercado de trabajo. Se trata de una tendencia muy visible en los últimos tiempos y ligada en términos generales a lo que podríamos llamar la “desdramatización” de las transiciones profesionales. La estabilidad ya no genera efectos en el interior del contrato de trabajo y debe ser proyectada a un ámbito más amplio coincidente con la actividad laboral o incluso con la actividad profesional en general, incluyendo así el recurso al trabajo autónomo o no dependiente o períodos formativos6. Naturalmente las propuestas que se concitan en derredor de estas visiones son bastantes distintas entre sí y gozan ya de alguna solera.
Piénsese que desde bien temprano la doctrina había conjeturado sobre la estabilidad más allá del empleo7. De hecho es posible hablar de distintas gamas de estabilidad que van desde el puesto de trabajo al mercado, pasando por el empleo.
De la estabilidad en el puesto de trabajo, que en verdad no ha sido nunca una formulación estricta y cerrada, poco queda hoy si se toma en consideración que bajo la piadosa fórmula de la flexibilidad interna se esconde una ampliación de los poderes novatorios empresariales, capaces de encomendar al trabajador una variopinta relación de cometidos que desfiguran la propia idea de puesto de trabajo. Basta asomarse a la noción de grupo profesional o al instituto de la polivalencia funcional, entre otros, para comprobar la evanescencia de la noción de puesto de trabajo.
La estabilidad en el empleo, formulación tradicional, toma como marco de referencia no el puesto de trabajo y ni siquiera la empresa en sentido estricto...
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