Derecho civil gallego

AutorIglesia Ferreirós, Aquilino
Páginas313-336

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  1. Hace algunos años publiqué un trabajo sobre el llamado derecho foral gallego, lleno de reservas donde, eso me parece, no he logrado exponer con la claridad debida mi planteamiento, si se me ha pedido que vuelva a ocuparme del tema1. probablemente todo nace de una cierta incomprensión. no he logrado explicarme claramente –cosa que no pongo en duda–; para agotar todas las posibilidades, quedan también abiertas otras alternativas: o no he sido entendido o no se ha querido entender que no querer hablar, como historiador del derecho, del presente, no significa no vivir ese presente; hay otras posibilidades, reconocer, por ejemplo, que mis opciones de presente no son una consecuencia ineluctable del pasado y, así, no hay razón alguna para hablar de ellas como algo que se debe cumplir como consecuencia de misteriosas leyes históricas. cuando se exigió al tercer estado que invocase los derechos que tenía para exigir lo que exigía, la respuesta honesta del tercer estado fue reconocer que carecía de todo derecho; en esa carencia de todo derecho estaba, precisamente, el fundamento de su exigencia –reclamaba como propia la soberanía detentada por el rey–. cuando uno en sus opciones de futuro –algo que está por llegar– arriesga –metafóricamente, esperemos– su vida, carece de la perspectiva necesaria para hacer la historia de nuestro presente, algo que está in fieri. el historiador puede comprender el pasado histórico cuando éste se ha realizado ya; por eso el historiador no participa de aquella zozobra, de la que hablaba Marrou, si la memoria no me es infiel, que aqueja a los contemporáneos, a quienes están haciendo su vida sin saber lo que les deparará el futuro; el pago de no ser partícipe de esta zozobra es renunciar a hacer la historia del presente en su doble dimensión.

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Uno aspira a ser un jurista de la escuela de Bosch –no se debe tener en cuenta ninguna opinión que no se apoye en una ley (norma jurídica)– o, en todo caso, aspira a formar parte de aquellos juristas que en tiempos no tan lejanos distinguían entre su análisis razonado del derecho del presente y sus propuestas de futuro –de mejora– que acogían en un apartado especial bajo el título De lege ferenda. pero para hacer esto hay que desdoblarse y, por esta razón, dedicándome a la historia del derecho, me refugio en el pasado y no debo ocuparme ya de proponer nuevas soluciones, de abrir una sección de lege ferenda.

Me he desdoblado en mis pastorales; no he hablado en ellas como historiador del derecho sino como un ciudadano que –como aquel ciudadano griego que, como no sabía escribir, le pidió sin conocerle, al parecer a pericles que le rellenase la concha con la cual aspiraba a enviarle al ostracismo sin otra razón que la de estar harto de verle siempre en primera fila– muestra sus predilecciones, intentando razonarlas; puedo así resumirlas y como son preferencias, no tengo por qué demostrarlas, ya que cada uno construye su futuro desde determinadas creencias y, en principio, todas estas creencias son dignas de respeto, especialmente cuando las invocadas no tienen efecto alguno sobre terceros, cosa que por el contrario tienen las creencias que se afirman con violencia y que se imponen a quienes no las comparten2.

Mis creencias son mías y no las comparto sino con quienes quieren compartirlas. no vivimos en una democracia, sino en una oligarquía de la peor especie. el dictador ha muerto en la cama y sus sucesores han llevado a cabo un derribo controlado de todo aquel montaje. han establecido una democracia formal bajo la cual se esconde una oligarquía real de acuerdo, en principio, con la distinción clásica entre constitución en sentido formal y constitución en sentido material, haciendo en este sentido un especial uso de la fictio juris, instrumento ineludible en manos del jurista. una pregunta que quedará sin respuesta y que el lector responderá desde su particular situación: ¿es posible que un país tenga una constitución material y una constitución formal que no coinciden?
si me limito al aspecto formal, el preámbulo de la constitución española de 1978 señala que «la nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía proclama su voluntad de: (…) en consecuencia, las cortes aprueban y el pueblo español ratifica lo siguiente».
desde mi punto de vista, esta formulación subraya ese aspecto de fictio juris que encierra la invocación de la nación española. haré una simple comparación. en la constitución de la república española de 9 de diciembre de 1931, se establece lo siguiente: «como presidente de las cortes constituyentes, y en su nombre, declaro solemnemente que éstas, en uso de la soberanía de que están investidas, han decretado y sancionado lo siguiente: españa, en uso de su sobe-

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ranía, y representada por las cortes constituyentes, decreta y sanciona esta constitución».
aquí nos movemos dentro de una determinada tradición, con la distinción entre cortes constituyentes y cortes ordinarias; aquellas ejercen una soberanía, que no les es propia, sino que pertenece al pueblo español, que es el soberano; éstas, las cortes ordinarias carecen de soberanía, ejercen el poder legislativo que el soberano –el pueblo español– le ha atribuido dentro del marco de la constitución.
si la actual constitución hubiese señalado que «las cortes proponen y el pueblo español aprueba», una fórmula que se asemeja a aquella empleada en la roma clásica, cuando el pueblo aprobaba o rechazaba las leyes, aunque no podía introducir modificaciones en su tenor, se hubiesen salvado las formas aunque no se hubiese subrayado que las cortes, en cuanto constituyentes, manifestaban la voluntad de la nación. es puro formalismo, pero ¿no es forma el derecho?
la teoría clásica de la soberanía, al menos aquella que he estudiado, distingue entre la titularidad de la soberanía y su ejercicio: la soberanía es un poder absoluto y perpetuo, pero su titular puede desprenderse de su ejercicio, con tal que no se desprenda –de iure– de su titularidad o no sea desposeído –de facto– de la misma. lo entendían mejor –algo que me parece normal– los miembros del consejo de castilla que no algunos historiadores actuales3:

Verdad es, señor, que con profunda humildad confiesa el consejo que toda esta autoridad y jurisdicción no sólo es dependiente de la que reside propiamente en V.M., sino también precaria, estando en el arbitrio de V.M. restringirla y moderarla sin otra regla que la de su real voluntad

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Y, si hubiera dudas sobre las razones de este ejercicio de algo ajeno y con carácter precario, dependiendo en última medida, de la real voluntad, el mismo consejo explica las razones de esta delegación y precariedad: «pues la suprema real autoridad de V.M. es ordinaria, y no pudiendo por si ejecutar su jurisdicción la comunica a su consejo, por cuia razon lo que él determina es determinado por V.M., y así la jurisdicción del consejo es igualmente ordinaria, porque es ejecución de la misma suprema jurisdicción de
V.M., que embarazado con tantos negocios resuelve por medio de su consejo aquello que es propio de la soberana regalía de V.M»5.

El rey, en cuanto soberano, podía ceder el ejercicio de su soberanía o podía ceder una parte de esa soberanía, algunos de sus poderes, manteniéndose intacto el concepto de soberanía.

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Ni me dedico al derecho constitucional, ni creo que sea posible hacer historia del derecho de un período que no se ha cerrado todavía ni, como ciudadano de a pie, tengo deseo alguno de salvar a la patria y mi único deseo es pasar de puntillas, sin molestar ni ser molestado; no creo, pues, necesario realizar investigaciones más profundas sobre si la monarquía actual es resultado de una instauración o de una reinstauración o es una mera continuación; tampoco me interesa examinar el sistema empleado en el nombramiento de los representantes de las cortes que –según dicen ellos– aprobaron la constitución o sobre el carácter de esa reunión de las cortes donde éstas aprobaron la constitución; me parece suficiente basarme en el recuerdo, mencionar la existencia de senadores reales y centrar la atención en una desafortunada redacción, en el mejor de los casos, para concluir, al menos desde el punto de vista hipotético adoptado y desde el punto de vista formal señalado, que esta constitución de 1978 presenta más bien los rasgos de aquella otra ley que a finales de 1966, si la memoria no me es infiel, fue sometida a referéndum de los españoles, con un éxito innegable de uno de sus mentores –se decía en aquellos años que había sido aprobada con el 102 por 100 de los sufragios– que, paradojas de la historia, fue también uno de los llamados padres de la constitución.
poca importancia tiene, a mi entender, esta crítica formal porque nadie puede negar que la historia ha seguido su curso y, desde este punto de vista, la valoración de los resultados conseguidos es independiente de que los sucesos acaecidos se hayan movido o no dentro del campo del derecho o hayan o no cumplido las leyes históricas que algunos historiadores invocan.
podría, en consecuencia, pasarse por alto el hecho que, desde el punto de vista formal, la constitución de 1978 no sea expresión de la soberanía nacional, sino que ésta se invoca para atribuirle algo que no es obra suya, si a partir de ese momento se reconociese la soberanía de la nación española y los poderes del estado la acatasen. no parece ser así. la tradición abierta por la promulgación de la constitución parece perdurar, si, como frecuentemente sucede, no sólo son los periodistas quienes afirman que las leyes son aprobadas en los consejos de Ministros, sino que son los llamados representantes del pueblo español los que afirman, y esto me parece algo más grave, que las cortes son soberanas. no es necesario salir de la constitución, abandonar el análisis formal de la misma para confirmar que esta tradición vulgar encuentra...

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