La voluntad de las partes contratantes como elemento caracterizador de la figura.
Autor | Julián López Richart |
Cargo del Autor | Doctor en Derecho, Universidad de Alicante |
En el capítulo que antecede hemos estudiado los distintos sentidos que puede tener una previsión contractual en la que se dispone que uno de los contratantes realice su prestación a un tercero o a favor de un tercero. Determinar cuándo estamos ante uno u otro supuesto es algo que depende ante todo de la voluntad de las partes contratantes1.
La concepción moderna del contrato a favor de tercero, fruto del desarrollo histórico de la figura, parte como premisa fundamental de la atribución al beneficiario no ya de una simple ventaja económica o de una expectativa sino de un derecho propio a exigir la prestación estipulada a su favor. Si a ello añadimos que la figura se ha desarrollado en los tiempos modernos bajo los auspicios del principio voluntarista, se comprende que se haya convertido en un tópico la afirmación según la cual, el beneficio que el tercero recibe ha de ser en todo caso intencional, en el sentido de que constituye un presupuesto necesario de la figura que los contratantes hayan querido atribuir a éste un derecho de crédito y no una mera ventaja económica o material2.
Voluntad expresa y voluntad tácita
La voluntad que da vida a la estipulación en favor de tercero no tendría en principio ninguna especialidad, por lo que es preciso recurrir a los principios sentados por la teoría general del negocio jurídico y del contrato en particular. De esta forma, nada impide que el derecho del tercero se funde en una voluntad implícita y no equívoca de las partes3, pudiendo deducirse ésta de actos coetáneos, anteriores o posteriores al propio contrato (art. 1.282 C. c.).
En alguna ocasión se ha afirmado sin embargo que, puesto que nuestro Código civil reconoce la estipulación en favor de tercero como una excepción al principio de relatividad, aquélla ha de ser establecida expresamente4, afirmación que sólo puede ser compartida si por voluntad expresa entendemos aquella que se desprende real y efectivamente, sin género de dudas, del tenor de la obligación o de la conducta de los contratantes5 y no en el sentido de que el contrato a favor de tercero sea sólo aquel en el que las partes han estipulado que un tercero sea «acreedor» o que estará «autorizado para reclamar la prestación».
Se puede decir que existen básicamente dos criterios para distinguir las manifestaciones expresas de las tácitas, el objetivo y el subjetivo6. Atendiendo al primero de ellos, expresa sería aquella declaración de voluntad realizada con medios que por su naturaleza están destinados a exteriorizar tal voluntad, como la palabra, el escrito e incluso los gestos (pensemos en quien asiente con la cabeza o estrecha la mano cerrando el trato que la otra parte le propone)7. Por el contrario, es tácita la declaración que consiste en un comportamiento, que sin ser un medio destinado por su naturaleza a exteriorizar tal voluntad la exterioriza porque de él se infiere que el sujeto que lo realiza tiene una voluntad determinada. Según el criterio subjetivo, declaración expresa es la efectuada por el sujeto con el fin de dar a conocer la voluntad que declara y tácita la que exterioriza una voluntad sin ir encaminada a ese resultado y ello con independencia del medio empleado8. Es fácil colegir que ambos criterios no llevan siempre a resultados unívocos. Pensemos, por ejemplo, en el supuesto recogido en el artículo 1.735 del Código civil, a tenor del cual «el nombramiento de nuevo mandatario para el mismo negocio produce la revocación del mandato anterior». Si tomamos como base el criterio objetivo estaríamos ante una declaración de voluntad expresa, mien- tras que si atendemos al criterio subjetivo deberíamos calificarla como tácita. Por esta razón creemos que lo más correcto es conjugar ambos criterios, para llegar a un resultado coherente con lo que usualmente se entiende por voluntad expresa y tácita: la voluntad expresa sería de esta forma aquella que se da a conocer por medio de signos, no sólo aptos según su naturaleza para dar a conocer la voluntad del sujeto, sino además directamente encaminados a esa finalidad9; mientras que tácita sería la que se manifiesta a través de un comportamiento, acción u omisión10, cuya función no es dar a conocer la voluntad interna del sujeto pero del que puede deducirse éste de forma concluyente -razón por la que se habla usualmente de facta concludentia- y también la voluntad que se infiere de signos que por su naturaleza sí están destinados a exteriorizar la voluntad pero que en el caso concreto no van dirigidos directamente a manifestar la voluntad negocial en cuestión sino otra distinta de la que ésta se infiere necesariamente11. Podemos por consiguiente diferenciar entre una voluntad tácita directa y otra indirecta12. Un ejemplo paradigmático de voluntad tácita directa sería el de la tácita reconducción, en la que las partes de un contrato preexistente deciden renovarlo continuando su ejecución más allá del término convenido (art. 1.566 C. c.). Por su parte, es indirecta la declaración de voluntad tácita cuando consiste en un comportamiento, no importa ya si éste se manifiesta a través del lenguaje13, que está dirigido a una finalidad distinta pero que necesariamente implica la voluntad negocial en cues- tión. Podemos citar en este sentido, además del ya mencionado supuesto contemplado por el artículo 1.735, los casos de aceptación tácita de la herencia del artículo 1.000 del Código civil. Así, por ejemplo, cuando el heredero vende su derecho (art. 1.000-1º C. c.) manifiesta directamente que vende, no que acepta, pero si vende es porque entiende que es suyo ese derecho.
Algunos criterios orientativos
Descendiendo al que constituye el centro de nuestro estudio, encontramos algunos criterios que pueden servir a modo orientativo para descubrir esa voluntad tácita de atribuir o no un derecho al beneficiario. Así, por ejemplo, la doctrina suiza considera como un indicio de no querer conferir un derecho al tercero, el hecho de que las partes hayan guardado el contrato en secreto y no lo hayan comunicado a este último14, criterio que ha sido acogido también en alguna ocasión por nuestro Tribunal Supremo15. En efecto, si el contrato a favor de tercero se distingue porque en él aparece reforzada la posición del beneficiario -no sólo por cuanto que está legitimado para exigir el cumplimiento de la prestación, sino porque puede asimismo impedir por medio de su aceptación la revocación de la estipulación- no deben haber querido los contratantes atribuir esas facultades al tercero cuando, manteniendo oculta la estipulación, no dieron al tercero la posibilidad de ejercitarlas.
Para que pueda hablarse de un auténtico contrato a favor de tercero es necesario que éste pueda ser perfectamente identificado, por lo que no merecen dicha calificación los contratos estipulados a favor de personas indeterminadas si no aparecen acompañados de cirterios que permitan una individualización posterior16. Dispone en este sentido el artículo 445 del Código civil portugués que «si la prestación fuera estipulada en beneficio de un conjunto indeterminado de personas... el derecho a reclamar la prestación pertenece tanto al promisario como a sus herederos». En ese caso falta en realidad el rasgo diferenciador de la figura, el derecho del tercero, por lo que a lo sumo cabría hablar de un contrato a favor de tercero impropio17.
A falta de declaración expresa, los usos del tráfico pueden jugar también un importante papel en aras a determinar una voluntad negocial de atribuir al beneficiario el derecho a exigir la prestación18.
Constituye también una opinión muy extendida la de que debe presumirse una estipulación en favor del tercero en aquellos casos en los que el estipulante haya actuado en interés del tercero19, pero cabe dudar de que ello sea realmente así20. La mera intención del estipulante de beneficiar a un tercero no es suficiente para que podamos hablar de un contrato a su favor, en primer lugar, porque en caso contrario la figura abarcaría casi cualquier contrato que pudiéramos imaginar, pues lo normal es que al contratar las partes no actúen movidas por móviles exclusivamente egoístas sino que piensen también en la repercusión que sus actos tendrán en quienes les rodean21. Así, un padre de familia que alquila un apartamento o acepta un nuevo puesto de trabajo lo hará seguramente pensando en los beneficios que ello reportará a quienes con él conviven y no por ello decimos que contrate a su favor. Estas personas se benefician del contrato sólo de una forma indirecta y, por tanto, sin ninguna repercusión para el Derecho. Se ha tratado de salvar esta objeción afirmando que la voluntad de atribuir un derecho al tercero podría presumirse tan sólo cuando el contrato haya sido celebrado exclusivamente en interés de este último, lo que tendría lugar siempre que el estipulante hubiera perseguido atribuir la prestación al tercero movido por una intención liberal22. Con ello se está reconduciendo en realidad la cuestión a la relación de valuta que liga al estipulante con el tercero, sin tener en cuenta que la misma relación de valuta se da también en el que hemos denominado contrato impropio y que, además, la estipulación a favor de tercero, a diferencia de la mera orden de pago, no depende de la voluntad exclusiva del estipulante23, pues el promitente también ve afectada su situación, ya que, como tendremos ocasión de estudiar, ve reducidas sus posibilidades de defensa frente a la reclamación del tercero a las estrictamente derivadas del contrato, quedando excluidas las que sean personales del estipulante24.
No se puede desconocer que la voluntad contractual no es la voluntad de uno sólo de los contratantes, sino la de ambos, de manera que, si bien el interés del estipulante en la atribución de un derecho a un tercero puede servir para descubrir tal voluntad en su persona, no cabe afirmar lo mismo respecto del promitente25. Sólo en el caso de que el estipulante hubiese celebrado el contrato teniendo en cuenta prioritaria o...
Para continuar leyendo
Solicita tu prueba