La conquista del voto femenino en la Segunda República Española

AutorAmparo Rubiales
Cargo del AutorConsejera del Consejo Consultivo de Andalucía
Páginas165-181

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El siglo xx ha sido denominado con profusión como «el siglo de las mujeres». En él se ha logrado la igualdad legal y se ha recorrido un largo camino para la conquista de los derechos y libertades que hasta entonces no nos eran reconocidos. Hay un libro con este título de Victoria Camps en el que afirma que: «Ya nadie detiene el movimiento que ha constituido la mayor revolución del siglo que ahora acaba. La paridad entre el hombre y la mujer es una realidad en muchos ámbitos.»Y efectivamente, el siglo xx ha sido el siglo de las mujeres, el siglo de la igualdad legal, en él se ha producido la única revolución triunfante, aunque todavía inacabada; el siglo xx ha sido el siglo del voto; el siglo xxi será el de la paridad, con la que haremos efectiva la igualdad.

La conquista del derecho de sufragio tiene un carácter enormemente simbólico, pues sólo con su consecución se alcanza la condición de ciudadanas para las mujeres, de la que durante siglos habíamos carecido, y aunque la ciudadanía no es una condición suficiente para la obtención de la igualdad, es, sin duda, una condición necesaria. Con sólo el derecho de voto no hay igualdad, pero sin él, la igualdad es imposible; por eso, ha ido creciendo la importancia del movimiento sufragista que, ridiculizado durante mucho tiempo, ha pasado a ser considerado relevante para la vida no sólo de las mujeres, sino del conjunto de la sociedad. De ahí la oportunidad de estas conmemoraciones y de que recordemos esta conquista.

Si nadie duda ya del valor político de este hecho en cualquier país del mundo, en España, la efeméride tiene, desde mi punto de vista, una singular importancia, porque se produce antes que en otros países de nuestro entorno: España es el primer país latino que lo reconoce, y porque se realiza durante una época histórica también importante: la Segunda República española, serio intento de construir una auténtica democracia, con una Constitución, la de 1931, que igualaba a nuestra sociedad con la de los países más avanzados en el reconocimiento de derechos y libertades, y también porque afrontó un problema secular de España, como era el de su organización territorial, estatuyendo un precedente importante de lo que será el sistema de articulación territorial que tenemos desde la Constitución de 1978.

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La Segunda República acabó desgraciadamente mal, y a ella le siguió una tremenda guerra civil y una dictadura de 40 años, en los que hombres y mujeres tuvimos «vacaciones forzosas» en el ejercicio del derecho de voto y del resto de los derechos y libertades. El desconocimiento de aquella época, y de la mujer que hizo posible la consecución del voto, Clara Campoamor, también tiene que ver con las circunstancias políticas que vivimos en este país.

Al olvido generalizado al que ha estado sometida la República y los políticos republicanos, hay que añadir, en el caso de Clara Campoamor, su condición de mujer, republicana y feminista; esto fue difícil de soportar entonces y hoy ese olvido generalizado podría haber sido su destino, si no hacemos cosas como éstas para impedirlo.

Explicar el origen y la evolución del feminismo político me separaría mucho del objeto de las reflexiones que quiero realizar; baste con recordar que éste tiene su origen en la Ilustración europea y que se produce como un alegato contra la exclusión de las mujeres del uso de los bienes y derechos que diseña la teoría política rousseauniana. Como dice Amelia Valcárcel, es un hijo no querido de la Ilustración, una corrección al primitivo democratismo excluyente. Todas las mujeres, con independencia de su situación social o de sus cualidades personales, son privadas de una esfera propia de ciudadanía y libertad. Las mujeres son un segundo sexo y su educación debe garantizar que cumplan su cometido: agradar, ayudar y criar hijos.

La sociedad patriarcal instituyó la división del trabajo en función del sexo; vida pública y privada quedaron divididas como dos ámbitos separados, configurando una organización social sexista que ha asignado a las mujeres el trabajo doméstico, el cuidado de los hijos y de la familia y a los hombres el espacio de lo público, y, por tanto, el trabajo remunerado, la política y el poder en general. El mundo de lo privado ha sido un mundo dependiente y falto de reconocimiento social, y el trabajo doméstico no se ha valorado ni social ni económicamente, en contraposición al mundo público, que era y es el preeminente y el valorado socialmente. Lo público es masculino; lo privado, femenino.

El Estado estaba formado por hombres con responsabilidades y derechos que participan en la elaboración de la voluntad general y en la realización del interés común. Las mujeres vinculadas a un orden previo, privado, ni siquiera pueden pensar en ese otro orden, su situación en la esfera familiar no es política, sino natural. Como colectivo debe de ser mantenido bajo la autoridad real y simbólica de los varones.

La profesora de Derecho constitucional Julia Sevilla dice: «Esta construcción camufla y perpetúa la primera posición social de dominación/subordinación que se produce en la historia de la humanidad convirtiendo una diferencia sexual en diferencia política: Esto quiere decir que los roles sociales asignados a los hombres por ser hombres y a las mujeres por ser mujeres se han traducido en jerarquía y autoridad que, asimismo, ha derivado en la exclusión de las mu166

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jeres de todo lo que significara poder y decisión política. Para ello se ha usado la mejor arma: el Derecho. Sin su mediación la persona no existe, no tiene derechos que, recordemos, son inherentes a todo ser humano, pero de nada sirven sin el reconocimiento del derecho y su asunción por el Estado».

El sufragismo nace como un movimiento de agitación internacional en las sociedades industriales, con dos objetivos concretos: el derecho al voto y los derechos educativos; en alcanzarlos se tardó, aproximadamente, unos 80 años, lo que supone unas tres generaciones empeñadas en el mismo proyecto, de las cuales al menos dos no llegaron a ver ningún resultado.

Los países industrializados necesitan de mano de obra abundante y barata, tienen que sacar a la mujer del hogar para llevarla a la fábrica, haciéndola copartícipe en las tareas de producción; esto permitió a las mujeres tener un mayor acceso a la educación y empezar a reivindicar con fuerza el derecho al voto. La revolución industrial fue el motor que puso en marcha el movimiento feminista.

Es sabido que inicialmente sólo los poseedores de una determinada renta votaban, pero no las pocas mujeres que tuvieran la misma condición. Después, el voto se aseguraba con la autosubsistencia, pero no para las mujeres, aunque tuvieran empleo y, por último, todo varón podía ejercerlo con independencia de su condición, pero ninguna mujer fuere cual fuere la suya. Cuando todos los varones pudieron votar se afirmó que se había conseguido el sufragio universal, sin añadir que esa «universalidad» era sólo para la mitad de la población, mientras la otra quedaba privada de su ejercicio. El sufragio fue la primera reivindicación pedida y la última en obtenerse. El voto universal masculino se alcanza en España en 1890.

La Declaración de Sentimientos de Séneca Falls (Nueva York) de 1848 es un importante documento en la lucha feminista y un simbólico estandarte del inicio de la lucha por el voto. Fue redactado con ocasión de la primera Convención sobre los derechos de la mujer y en el texto se reivindicaba la igualdad con el hombre respecto al régimen matrimonial, la posibilidad de tener propiedades, en el trabajo y en la custodia de los hijos. Y también el derecho de sufragio para las mujeres, aunque éste fue el único punto del Manifiesto que se aprobó por mayoría y no por unanimidad, como los otros.

En verdad -escribe Amelia Valcárcel- y en los inicios el interés estuvo más centrado en los derechos civiles y educativos. Las diversas ligas femeninas y las ligas del sufragio se nutrieron en buena parte de mujeres en trance de profesionalización que hacían valer sus todavía escasas victorias en la obtención de títulos para fundamentar su derecho a la ciudadanía plena. La situación, cuando el completo sufragio masculino se hizo norma, se volvió más y más explosiva. Las y los sufragistas argumentaron sobre un punto evidente: el completo sufragio masculino permitía el derecho de voto a cualquier varón, incluidos iletrados, dementes, analfabetos, insanos y viciosos y a ninguna mujer, incluidas honestas madres de familia, maestras, enfermeras, universitarias y aun doctoras.

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El derecho al voto se consigue en Europa, para las mujeres de algunos países, en los alrededores de la Primera Guerra Mundial: Finlandia, Noruega, Dinamarca, más Rusia, lo reconocen entre 1906 y 1917; en Inglaterra en 1918 para las viudas y mayores de 30 años y en 1928 para todas las mujeres, en Alemania en 1919 y en el resto de los países europeos al final de la Segunda Guerra Mundial, 1945-46, Francia e Italia. Otros, como Suiza, en 1971 y Portugal en 1976.

En España se puede situar en los años 20 la consolidación de un proceso que, aunque muy minoritario, venía gestándose desde finales del siglo xix: la participación de las mujeres en la vida pública y el avance que esto produce en su situación social, laboral y legal. La repercusión de la lucha sufragista fue escasa, pues faltaban las dos causas esenciales que la pusieron en marcha en otros países: desarrollo industrial y burguesía fuerte, principales impulsoras del feminismo en todos los países y también, apunta Geraldine M. Scanlon, a la decidida presencia político-moral de la Iglesia Católica, creando sus propias organizaciones y enmarcando en sus filas a las pocas mujeres que por medios, familias e instrucción habrían sido feministas en otras circunstancias.

Hubo algún pequeño intento de otorgarle el voto a las mujeres, sin participación de éstas en su consecución, en 1877 y en 1907-1908, coincidiendo con momentos en los...

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