La condena (¿pagarán justos por pecadores?)

AutorSergio Llebaría Samper
Cargo del AutorCatedrático de derecho civil - Facultad de Derecho de ESADE (URL)
Páginas275-311

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16. La condena oficial
16.1. Desde Bolonia: ¿redención, penitencia o castigo?

Aunque se nos ha dicho y se nos dirá que el proceso Bolonia obedece a otras muchas motivaciones que no tienen por qué presuponer un juicio de condena a la enseñanza del Derecho, lo cierto es que dicho proceso ha enarbolado decididamente la bandera del paradigma educativo, del cambio pedagógico. ¿En qué consiste? Por no aburrir me remitiré al contenido del documento «Marco, enfoque y calendario hacia el eees», publicado por el Ministerio de Educación y Ciencia [www.micinn.es/universidades/eees/files/2008-eees.pdf, o a la más reciente y pedagógica www.queesbolonia.es]. Ese cambio se traduce en una renovación metodológica centrada en el proceso de aprendizaje (autoaprendizaje y aprendizaje permanente), con adquisición de competencias (conocimientos y habilidades/destrezas) generales y específicas del título. Conviene dejar claro que esta integración del cambio pedagógico se ha ido desarrollando poco a poco, pues nada de lo anterior se contiene en la declaración de referencia, la de Bolonia de 1999, en la que se insiste en determinados principios: transparencia, comparabilidad, movilidad, calidad, transnacionalidad (por cierto, que lo de la movilidad y lo de la armonización resulta cuestionable cuando importantes culturas jurídicas europeas están rechazando Bolonia [lo manifiestan Recalde Castells/Orón Moratal]).

Lo del aprendizaje para toda la vida (lifelong learning) emerge en el Comunicado de Praga (2001), y se refrenda en las Declaracio-Page 276nes de Berlín (2003) y de Bergen (2005). Y de «competencias» no se empieza a hablar, y muy tímidamente, hasta la Declaración de Berlín, seguida luego por la de Bergen. Es en nuestro Documento-Marco sobre «La Integración del Sistema Universitario Español en el Espacio Europeo de Educación Superior», de 10 de febrero de 2003 (Ministerio de Educación y Ciencia), donde se hace hincapié en (a) una formación centrada en el aprendizaje del alumno, (b) una revalorización e incentivo de la función docente del profesor, (c) una innovación educativa, y (d) una integración por el grado de competencias genéricas, transversales y específicas (conocimientos, capacidades y habilidades).

Sin alejarnos de este eje del proceso Bolonia, conviene destacar otros aspectos llamativos del mismo que caminan en similar dirección: la reducción de la duración de las licenciaturas, ahora llamadas grado [nada original: ya defendió la idea Giner de los Ríos.44], la armonización y oficialización de los másters —intensificando su trabazón con el grado—, y los créditos ECTS. Todo ello lleva a alertarnos de que no nos enfrentamos a una reforma más, a otro de tantos parches, sino al diseño de nuevos títulos [inciden en ello el propio Ministerio, web antes citada, y Martínez Marín.17]. Hay que esforzarse por pensar el grado sin dejarse arrastrar por la inercia de las viejas licenciaturas.

Volvamos al eje del proceso. Puesto que se insiste en cambiar la pedagogía, y puesto que es de suponer que no se cambiarán a los profesores, son éstos los que deben espabilarse para cambiar su función, su actividad. Para explorar si ello va a ser posible, o al menos para inventariar los riesgos que al proceso pueden asociarse, se hace preciso intentar calcular los costes del cambio. Se nos van inculcando mensajes dirigidos a abandonar el rol del profesor transmisor del conocimiento por el del «facilitador» del mismo. Y, en sintonía, el alumno debe ser más protagonista en su instrucción, debe asumir actividades más participativas, debe adiestrarse en competencias vinculadas a relaciones personales y profesionales, deben perder peso las clases «magistrales», etc.

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Un cambio pretendidamente tan radical (al menos para la mayoría de las Facultades de Derecho) lleva implícita la constatación de que las cosas no se venían haciendo demasiado bien. Sin embargo no oficializar tal constatación nos permite respirar cierto aire de redención: los mismos profesores vamos a tener una nueva oportunidad, una oportunidad para rectificar, sin que lo mal hecho se nos vaya a tener en cuenta. Pero el proceso se me antoja más complicado que delicado, por lo que finalmente esa generosa redención puede disfrazar auténticas penitencias que quizás se conviertan en insoslayables castigos. ¿Alguien ha empezado a ensayar los costes del proceso?

No oficializar la constatación de lo que se ha venido haciendo mal (o no demasiado bien) siembra el arranque del proceso de incertidumbre y confusión. Sé que a nadie le gusta decir, y menos oír, cosas desagradables, pero si evitar lo que disgusta funciona aquí como consigna, lo que tenía que ser un acto de sinceridad y honestidad lo estaremos convirtiendo en un acto de auténtica osadía. Para avanzar hay que tener el rumbo bien claro, hay que tratar de que los errores no se repitan, y, sobre todo, hay que ganar confianza y seguridad. Todo ello va a quedar empañado si no somos capaces de pasar balance, de detectar los fallos, sus causas y sus efectos, y de reconocer y saber preservar los aciertos. Voy notando que, en todo esto, algo no se está haciendo correctamente; pero puede que esté equivocado, y que para aplicar una terapia no haga falta el diagnóstico previo [recientemente ha exigido un «verdadero diagnóstico» Pardo]. Ojalá vuelva a equivocarme.

16.2. Lo que este cambio necesita

Se ha destacado, con innegable acierto, que una reforma de este calado exige un cambio de mentalidad, de actitud, algo que no se consigue con leyes ni con decretos, como tampoco con sermones estólidos ni con briosas advertencias [Escudero Escorza, y Palma/ Bedera]. Para el cambio, nuevamente, hay que convencer más que vencer. Y yo no sé si los encargados de convencernos están muy por la labor o si están especialmente dotados para tal misión. ParaPage 278lo primero es preciso que ellos estén convencidos, algo de lo que se puede razonablemente dudar en más de un caso. Y, en lo segundo, se cierne el temor habitual: es menos trabajoso intentar vencer que convencer, sobre todo porque a algunos les cuesta menos refugiarse en el desacato ajeno que en la incompetencia propia. Puede ser cierto que lo esencial y urgente aquí es ese cambio de mentalidad de los profesores tan cacareado, pero como profesor me atrevo a sugerir que no es suficiente. Debe venir acompañado de otros cambios, ante cuya asunción y puesta en marcha uno no es optimista, bien porque exigen valentía bien porque exigen dinero, y ni lo uno ni lo otro abunda en nuestra Universidad.

Para empezar se nos reclama que pongamos interés en un terreno hasta la fecha abonado por el desinterés. Ahora tenemos todos que preocuparnos por aquello que había preocupado a pocos: que nuestros alumnos aprendan. Cuando uno se topa con esa fracción de profesores catedráticos, titulares, abogados, jueces, notarios, doctores o no, excelentes investigadores y brillantes juristas todos ellos, pero mediocres o incluso pésimos docentes, no tiene más remedio que cuestionarse qué es lo que ahora va a cambiar para confiar en un sistema en el que la docencia por fin se tome en serio. No es exagerado si relato que en cualquier reunión de profesores la docencia (rectius: su calidad) es un asunto tabú; pero cuando se aborda se hace desde el máximo respeto recíproco, bajo la presunción de que todos los allí reunidos son, aunque diferentes, excelentes docentes. Este es el salvoconducto para evitar que cualquiera pueda ser considerado mejor o peor que otro; no, todos somos iguales; la presunción es intangible y, desde ella, nadie queda legitimado para afear al compañero. Los de arriba no piensan distinto, y lo que piensen los alumnos sólo interesa cuando se alía con la estrategia del poder. ¿Van a seguir así las cosas?

Entre el profesorado debe ponerse fin al complejo de insularidad. No han faltado voces que desde hace tiempo critican el aislamiento del docente que, pertrechado en su libertad de cátedra, se permite el lujo de ignorar qué hacen los demás profesores con esos mismos alumnos. Voces que imputan esta incomunicación a la funestaPage 279fortaleza de las «cátedras» y de las áreas de conocimiento. Voces que reclaman una mayor interdisciplinariedad, un mayor consenso no sólo en los objetivos, sino también en los métodos. Todas estas pretensiones devienen ahora inaplazables. Si toca instruir en una formación generalista aderezada con competencias y habilidades, la estrecha coordinación y cooperación de todo el profesorado se impone como presupuesto ineludible [así Parcerisa Arán.13, Mateo Andrés/20, y Alegret/Bernat/Calvo/Carbonell/Centellas/Fonrodona/ Honrubia/Olivé/Pallàs/Sánchez.9]. Sólo de esta manera el itinerario que supone la estructura del saber, o el manejo de otras competencias, permitirá secuenciar su aprendizaje de manera coherente y escalonada. Puede que en Derecho lleve todavía su tiempo atreverse con la transversalidad del conocimiento que, por cierto, nada tiene que ver con ese escalofriante ejercicio que algunos practican explicando (sin elevadas aspiraciones) diversas disciplinas jurídicas al tiempo (se adivinan subyacentes problemas de costes). Pero...

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