El canon catalán sobre disposición de residuos

AutorJosé Manuel Rodríguez Muñoz
CargoDoctor en Derecho

Payatas es un cerro a las afueras de Manila. En él se encuentra el basurero más grande de la ciudad. Lo llaman "Smokey Mountain", montaña humeante. En él también se encuentra un barrio de chabolas llamado «Tierra Prometida». El nombre está a medio camino entre el sarcasmo y el mal gusto. Pocos lugares puede haber en el mundo tan hostiles para la vida humana, al menos tal y como la conocemos en nuestro opulento primer mundo. Sin embargo, en ese peculiar barrio malviven miles de personas, escarbando entre desperdicios, expuestos a todo tipo de enfermedades y penalidades. Viven de lo que otros desechan. Las megalópolis del tercer mundo están llenas de estos vertederos. El 12 de julio de 2000, y a consecuencia directa de las lluvias provocadas por un tifón, fenómeno harto frecuente en la zona, se produjo un derrumbe en el incontrolado vertedero que sepultó parcialmente el barrio de “rebuscadores” causando mas de 150 muertos.

Se trata, por supuesto, de un caso extremo de los devastadores efectos medioambientales que pueden tener para la vida en las ciudades sus propios desperdicios, que, en ocasiones, provocan que se confundan los límites de las urbes con las de sus vertederos.

Pero aunque es improbable que se reproduzca ese escenario en estas latitudes, los expertos están unánimemente de acuerdo en que las basuras urbanas serán uno de los problemas medioambientales más importantes de las grandes aglomeraciones urbanas en el siglo XXI. La recogida, gestión, tratamiento, eliminación o depósito de los residuos urbanos resulta hoy en día, en el mundo entero, y por tanto en nuestro país, una cuestión prioritaria para los gestores políticos y económicos no sólo municipales, sino regionales, nacionales y comunitarios.

Fruto de esa creciente preocupación, presionados por una opinión pública cada vez mas concienciada por los problemas medioambientales, los policy-makers optan cada vez con mayor intensidad por la utilización de mecanismos imaginativos, creativos y sofisticados para integrar políticas de gestión de residuos eficientes y que minimicen el impacto que los residuos antropogénicos provocan sobre el medio.

En nuestro país, es el legislador autonómico quien con mayor decisión apuesta por la emisión de normas con la finalidad declarada de promover y proteger el medio amiente a través de instrumentos económicos como los tributarios.

De una parte, las administraciones autonómicas se muestran legítimamente ávidas de encontrar nichos tributarios en los que llenar sus estrechas competencias en materia de tributos propios1. Estrechas, no tanto por cicatería constitucional, pero sí por el dictado literal de los apartados 2 y 3 del artículo 6 de la Ley de Financiación de las Comunidades Autónomas, norma, recordemos, perteneciente al bloque de constitucionalidad, y que el Tribunal Constitucional, en su legítima posición interpretativa, ha restringido, a nuestro parecer injustificadamente, en el caso de los dispuesto en el apartado 3, hasta el extremo de convertirlo en inútil, o al menos, de muy difícil aplicación.

Por otra parte, no podemos desconocer el interés y la voluntad por poner en marcha por parte de los poderes autonómicos, instrumentos fiscales de verdadera y comprobada finalidad mesológica, en algunos casos, con resultados comprobados óptimos para la regeneración y protección del ambiente. El ámbito de los tributos autonómicos ambientales, principalmente impuestos, resulta muy rico y variado. Desde la protección de la atmósfera del eficiente y modélico impuesto gallego sobre la contaminación atmosférica, o del castellano-manchego, hasta la protección del medio contra el impacto de instalaciones eléctricas, objeto del fallido intento del impuesto balear sobre instalaciones que incidan sobre el medio o del extremeño de similar nombre, mucho más correcto que el anterior, técnicamente mas elaborado y de indudable finalidad ecológica, aunque puesto igualmente en cuestión ante el Tribunal Constitucional.

En este contexto era sólo cuestión de tiempo que las Comunidades Autónomas se decidieran a poner su vista sobre la gestión de los residuos como objeto de la tributación ambiental. El primer paso lo ha dado la Comunidad Autónoma de Madrid, con su Ley 6/2003, de 20 de marzo, reguladora del impuesto sobre residuos2, y muy recientemente ha sido la Comunidad Autónoma de Cataluña la que ha dado el importante paso de incorporar a su ordenamiento jurídico tributario una norma a través de la cual crea un tributo ecológico cuyo objeto son los residuos urbanos.

Llama la atención el hecho de que hayan sido Madrid y Cataluña, las dos primeras Comunidades Autónomas que hayan dictado normas tributarias ambientales cuyo objeto sea la protección del medio del impacto que las basuras ejercen sobre él. Parece obvia la preocupación existente en las grandes aglomeraciones urbanas de este país, Madrid y Barcelona, sobre la presión que sus desperdicios ejercen en el ambiente. Evidentemente es en las grandes conurbaciones en las que se acentúa el problema de gestión de ingentes cantidades de residuos. Por poner un ejemplo que sin duda ha pesado en el ánimo del legislador de la norma tributaria catalana, esa Comunidad Autónoma generó el año 2002, 3.713 millones de toneladas de basura doméstica, lo que equivale a 1,62 kilogramos de residuos urbanos por habitante y día, de los cuales, por cierto, tan sólo el 20%, 740.428 toneladas, se recogieron selectivamente, y su objeto fue, por tanto, el reciclaje o la valoración3.

El destino de la inmensa mayoría de estos residuos es, como vemos, el vertedero, y su fin, el depósito definitivo. El problema surge cuando hablamos de cantidades tan ingentes que los vertederos tienden a colapsarse y es necesario su crecimiento o su proliferación. Baste como ejemplo, señalar que el vertedero de la ciudad de Nueva York era en 1994, 25 veces mayor de que la gran pirámide de Gizeh4.

Al propio problema medioambiental primario, el espacio que ocupan estos vertederos o su impermeabilización, para evitar la lixivación de las capas freáticas, hay que añadirle la reacción sociológica. Hace años que los sociólogos detectan la reacción NIMBY (not in my back yard, no en mi patio trasero) frente a este tipo de instalaciones. No nos importa que existan vertederos, incluso los consideramos necesarios, pero nadie quiere vivir cerca de uno de ellos5.

La repercusión de la apertura de un vertedero a poca distancia de un determinado área residencial va más allá de sus posibles efectos directos, sino que tiene una influencia enorme en los precios sobre de los inmuebles, contribuyendo en ocasiones a la depauperización de la zona y su degradación.

La verdad es que, en materia de residuos, al día de hoy, el depósito en vertederos suele ser su destino principal, en detrimento de otras soluciones más respetuosas con el medio y menos inquinosas en suma.

Como reflexiona Von Weizsäcker, “la basura se suela acumular en depósitos, lo que supone una carga para el día de mañana. Hay una resistencia creciente contra la incineración, y el reciclado y la evitación apenas si existen aún”6.

Sin abundar en más consideraciones, pasemos ahora a analizar el tributo catalán que nos ocupa.

II. EL CANON SOBRE LA DISPOSICIÓN DE RESIDUOS DE LA

COMUNIDAD AUTÓNOMA DE CATALUÑA. NATURALEZA Y

DESCRIPCIÓN DE SUS ELEMENTOS

Este tributo se convertirá en el objeto de estudio de las siguientes líneas. Se establece a través de la Ley 16/2003, de 13 de junio, de financiación de las infraestructuras de tratamiento de residuos y del canon sobre la disposición de residuos7.

Se trata de un tributo largamente meditado. Ya en noviembre de 2001, el conseller de Medi Ambient, Felip Puig, anunció la creación de un “canon ecológico, que gravará en función de las toneladas que se depositen en cada vertedero y que ‘supondrá un estímulo para los ayuntamientos a la hora de fomentar el reciclaje’, ya que la tasa podría repercutir en los ciudadanos de aquellos municipios menos dispuestos para la recogida selectiva”8.

Para comenzar, permítasenos parar mientes en alguna reflexión terminológica acerca de la calificación del tributo como “canon”, pues esta es la definición que se desprende del título de la norma y que se reproduce en el artículo 1, apartado segundo, que describe el objeto de la norma.

El canon es un instrumento utilizado con profusión como regulador de la actividad agresora sobre el medio ambiente, y de internalización de deseconomías que inciden sobre éste. Debido a la extensión de este trabajo, que queremos centrar en el impuesto catalán, ofreceremos únicamente, la definición que de esta figura realiza la Recomendación 75/436/CEE, de 2 de marzo de 1975, que señala que “el canon tiene por objeto incitar al responsable de la contaminación a que adopte por propia iniciativa, con el menor coste, las medidas necesarias para reducir la contaminación de que sea causante (función de estímulo) y/o que se haga cargo de su participación en los gastos de medidas colectivas, como por ejemplo, los gastos de depuración (función de redistribución). El canon deberá fijarse en función del nivel de contaminación emitida, según el procedimiento administrativo adecuado”.

No nos resistimos, sin embargo, a resaltar que jurídicamente el canon no tiene un perfil definido, un contenido propio. Hay que recordar que hablamos de una figura que no tiene cabida ni referencia en la Ley General Tributaria ni en el resto del ordenamiento jurídico tributario, que no es mas que un “nomen iuris”, que carece de sustantividad9.

Como atisba Simón Acosta, las razones que llevan al legislador a elegir este nombre son las mas veces, razones “que se encuentran al margen de la dogmática jurídica y son de pura oportunidad política o, si se quiere, de psicología tributaria”10. Adame Martínez, por su parte, añade que pueden también obedecer a la inercia del legislador que recoge un término utilizado en la normativa europea, pero sin traslación a nuestra categorización tributaria legal. Dado que su...

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