El Consejo audiovisual (Autorità per le garanzie nelle comunicazioni): la experiencia italiana

AutorPaolo Caretti
CargoProfesor de derecho constitucional en la Facultad de Leyes de la Universidad de Florencia
Páginas2-9
El Consejo audiovisual (Autorità per le garanzie nelle comunicazioni): la experiencia italiana
Paolo Caretti
Sumario
1. Los consejos administrativos independientes: rasgos generales
2. El Consejo Audiovisual: estructura y funciones
3. Aspectos problemáticos
4. Las perspectivas
5. Conclusiones
Profesor de derecho constitucional en la Facultad de Leyes de la Universidad de Florencia, Via delle Pandette n. 35, 50127 Florencia. e-
mail: caretti@unifi.it.
Artículo recibido el 13.10.2006
Revista catalana de dret públic, núm. 34, 2007
Paolo Caretti
1. Los consejos administrativos independientes: rasgos generales
Para tratar los problemas que han marcado hasta ahora la experiencia del Consejo Audiovisual es necesario hacer
referencia de forma breve y preliminar a las razones que han motivado la introducción de dicho Consejo y de
otros análogos en nuestro tejido institucional.
Es sabido que las llamadas autoridades independientes, autoridades de garantía o incluso autoridades
independientes de garantía (la terminología que se usa es muy variada) representan una institución
completamente ajena a la tradición administrativa de la Europa continental. Tienen su origen en la experiencia
jurídica del mundo anglosajón y, en particular, de la norteamericana. De hecho, fue en Estados Unidos donde, a
partir del establecimiento de la famosa comisión reguladora del comercio en 1887, se difundió un modelo basado
en la multiplicación de comisiones reguladoras independientes, a las que se confiaba la tarea de desarrollar
funciones no sólo de carácter administrativo sino también de regulación de sectores específicos al margen del
circuito político que se encuentra a la cabeza de los órganos federales y, en concreto, del ejecutivo.
La razón de fondo que explica, en la experiencia americana, el nacimiento y desarrollo de este modelo está
vinculada a la estructura federal del Estado y reside principalmente en la exigencia de introducir una especie de
contrapeso a la expansión de los poderes de la federación para garantizar las prerrogativas de los estados
miembros.
Aplicado a los sistemas de la Europa continental, el instituto examinado ha supuesto una fuerte presión para
algunos de los elementos típicos de dichos sistemas.
El primer sistema está representado por el peculiar modo (desconocido en la experiencia anglosajona) de
entender la relación entre Gobierno y Administración, tradicionalmente concebida como una relación jerárquica,
piramidal, que ve en el Ministerio un órgano de dirección política y a la vez una piedra angular de la
Administración pública, con la consiguiente reconducción a la responsabilidad ministerial de la acción
desarrollada por los órganos centrales o periféricos en el ámbito de cada uno de los gabinetes.
El segundo está representado por un modo de entender la división de los poderes según el cual la función de
regulación queda asignada, casi exclusivamente, a los órganos legislativos, la función administrativa queda
confiada al ejecutivo y construida según las condiciones indicadas y la función jurisdiccional al judicial, con
independencia tanto del órgano legislativo como del ejecutivo, en el marco de un sistema de garantías articulado
en torno a la disposición de unos pesos y contrapesos destinados a regular las interferencias recíprocas entre los
diversos poderes del Estado.
En este tipo de sistemas, resulta evidente la heterogeneidad del modelo de autoridad independiente, que, por una
parte, libera a la Administración ordinaria de las funciones típicamente administrativas (no sólo funciones de
control y vigilancia, sino también de administración activa) y por otra, determina una separación significativa de
la función de regulación y, en relación con sectores de gran relieve, de su sede (con la consiguiente alteración de
los mecanismos ordinarios de garantía). También conlleva la atribución de los poderes de naturaleza
jurisdiccional o no procesal a los consejos. En resumen, se podría decir que es un modelo que lleva a cabo una
original y singular concentración de funciones tradicionalmente repartidas en diversos órganos que, sin embargo,
debe convivir con un sistema más general que todavía mantiene los elementos indicados anteriormente.
De esta difícil convivencia derivan muchos de los problemas que han marcado una experiencia todavía reciente y
las críticas que el nuevo camino ha suscitado: desde el excesivo número de consejos, hasta su excesiva
heterogeneidad, su excesivo poder, su falta de responsabilidad política. Pero eso era, en cierta medida,
inevitable, puesto que el modelo de los consejos enfrenta, de una forma nada sencilla, dos principios distintos
entre sí: el de la legitimación democrática (sólidamente anclado en nuestro sistema constitucional) y el de la
legitimación técnica o tecnocrática (sustancialmente ajeno a aquél).
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Sin embargo, se trata de un modelo que no nace aleatoriamente, ni como obligatoria imitación de experiencias
extranjeras, sino que responde a razones profundas, ligadas a las transformaciones que los ordenamientos
continentales han conocido en este último cuarto de siglo. Basta pensar en la crisis progresiva de la idea el
Estado-emprendedor y en la afirmación de una cada vez más marcada distinción entre esfera política y esfera
económica, con la consiguiente mutación del papel del Estado, visto ya no como sujeto directo gestor de
determinadas actividades económicas (incluidas las inherentes a la prestación de los servicios públicos) sino
sobre todo como sujeto regulador, como sujeto llamado a predisponer reglas de tipo arbitral, destinadas a
salvaguardar tanto las empresas que forman el mercado como los ciudadanos/consumidores/usuarios.
Precisamente por el ejercicio de una actividad de regulación de tipo arbitral, con un alto grado de imparcialidad y
referida a sectores especialmente sensibles, en los que el desarrollo de un mercado concurrencial puede entrar en
conflicto con derechos fundamentales de los ciudadanos, nació la exigencia de imaginar sujetos y
procedimientos que respondieran a una lógica distinta de la del circuito de las relaciones entre Gobierno y
Parlamento. Cabe añadir otras dos razones: una relacionada con el ordenamiento y otra más ligada a la situación
específica italiana. En cuanto a la primera, se puede aludir a las exigencias derivadas del derecho comunitario
que representan no sólo un formidable e irresistible empujón a la privatización de algunos sectores económicos
sino que, en algunos casos (como el del Consejo Audiovisual), han impuesto literalmente la constitución de
organismos de este tipo. En cuanto a la segunda, es evidente que el desarrollo de este proceso no es ajeno a la
crisis de nuestro sistema político y de partidos, iniciada clamorosa y violentamente a principios de los años
noventa, aunque en realidad su origen se puede establecer mucho más atrás en el tiempo y determinada por
razones más profundas que las relacionadas con el fenómeno de la corrupción.
2. El Consejo Audiovisual: estructura y funciones
El sector que ha actuado, de alguna manera, de freno al desarrollo de las autoridades independientes ha sido
precisamente el de la comunicación social, y más concretamente, de la información, primero impresa y luego
radiotelevisiva. El primer Consejo nació, de hecho, con la ley sobre la edición (la Ley n.º 416 de 1981, después
modificada e integrada por la Ley n.º 67 de 1987), que establece la figura del garante designado de común
acuerdo entre los presidentes de la Cámara y el Senado, cuyas competencias (sustancialmente administrativas
frente a una disciplina del sector ya de por sí completa y exhaustiva) se extendieron también a la radiotelevisión
con la Ley n.º 223 de 1990, que dio inicio al sistema mixto público-privado.
Sin embargo, con la Ley n.º 249 de 1997 se dio el verdadero salto cualitativo. Con ella se consiguió la institución
del actual Consejo Audiovisual, que no sólo reúne las competencias anteriormente asignadas al garante para la
edición y la radiotelevisión, sino que añade otras nuevas y bastante más consistentes en relación con todo el
sector de la comunicación social (telecomunicaciones, edición, radiotelevisión): una autoridad de convergencia,
como ya se ha dicho, dotada con poderes relevantes sobre todo desde el aspecto de la regulación y con poderes
de control, vigilancia y sanción, el verdadero órgano de gobierno de este sector.
La estructura de la Autoridad prevé: el presidente, la comisión para las infraestructuras y redes, la comisión para
los servicios y productos y, como órgano colegial, el Consejo, compuesto por el presidente y los miembros de las
dos comisiones. Se designa al presidente mediante decreto del presidente de la República, a propuesta del
presidente del Consejo de Ministros de común acuerdo con el ministro de Comunicación, previa opinión
favorable de las comisiones parlamentarias competentes en la materia. Se trata, por tanto, de un procedimiento
de designación que interpela a los máximos órganos constitucionales (Gobierno, Parlamento, jefe del Estado).
Cada una de las dos comisiones, encabezada por el presidente de la Autoridad, está compuesta por cuatro
miembros. La Cámara de los Diputados elige a la mitad de los miembros y el Senado a la otra mitad: cada
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diputado y cada senador puede indicar dos nombres (uno para la comisión de infraestructuras y redes y otro para
la comisión de servicios y productos). Se trata de un mecanismo no confeccionado de forma aleatoria, sino
concebido para asegurar tanto a la mayoría como a la oposición una presencia paritaria de expertos propios en el
seno de la Autoridad.
La duración del cargo de los miembros de la Autoridad queda fijada en siete años, dos más que la duración del
cargo del Parlamento, teniendo en cuenta la especial independencia que deben mantener entre ellos. Para el
ejercicio de sus funciones, la Autoridad, además de aprovechar una estructura propia y los órganos de diversos
ministerios (en especial del de Comunicaciones y del de Interior), opera en todas las regiones a través de los
Corecom (Comités regionales para las comunicaciones). Dichos comités se establecen mediante leyes regionales
y desarrollan las funciones concedidas por la región y las atribuidas por concesión de poderes por el Consejo
nacional.
Como ya se ha dicho, los poderes conferidos por la Autoridad son de naturaleza diversa: poderes consultivos y
de propuesta, poderes de regulación y poderes no procesales y sancionadores.
En cuanto a los poderes consultivos y de propuesta, si tenemos en cuenta la opinión sobre el esquema nacional
de reparto de las frecuencias, el poder de propuesta relativo a la convención inherente a la concesión del servicio
público radiotelevisivo, el poder de propuesta también en relación con el Parlamento en modificaciones
legislativas, hizo necesaria una revolución tecnológica. Entre los poderes de regulación y control, se debe hacer
hincapié en el poder de definir las medidas de seguridad en las comunicaciones, los criterios para la fijación de
las tarifas máximas para la interconexión y el acceso a las infraestructuras de telecomunicaciones; el poder para
adoptar directivas sobre los niveles de calidad de los servicios; el poder para establecer las condiciones para la
concesión de autorizaciones y conexiones radiotelevisivas; para adoptar las autorizaciones generales relativas a
las actividades de telecomunicación; el poder de velar por el respeto de las numerosas obligaciones impuestas
por las leyes a los operadores del sector, incluidas las derivadas de la normativa antimonopolio. Finalmente, en
relación con los poderes no procesales o sancionadores, corresponde a la Autoridad dirimir las controversias en
asuntos de interconexión y acceso a las redes y las surgidas entre operadores de redes y usuarios. También le
corresponde adoptar medidas destinadas a eliminar las posiciones ilegitimas respecto a los límites
antimonopolio.
La Autoridad nace, por tanto, de una ley nacional, pero en cumplimiento de una obligación comunitaria precisa,
impuesta por el primer paquete de directivas en materia de redes y servicios de telecomunicaciones que fue
aprobado de 1990 (Directiva marco 90/387) a 1998 (Directiva sobre la portabilidad del número 98/61). Se trata,
como se ha podido observar, de directivas que han conducido al final de los monopolios estatales en
telecomunicaciones y han dado pie a la creación, también en este sector, de un mercado libre y competitivo
basado en los siguientes principios: apertura de redes con separación entre actividad de gestión de la
infraestructura y actividad directa al suministro de los servicios; derecho de acceso a las redes con condiciones
transparentes, igualitarias y no discriminatorias; obligación de establecimiento de condiciones no
discriminatorias y esencialmente técnicas para la concesión de títulos de habilitación para acceder al mercado
configurado de esta forma; asignación de tareas de vigilancia y control y de regulación a los organismos
independientes a los intereses del sector (de ahí la emergente exigencia de una regulación de tipo arbitral,
imparcial, esencialmente técnica y su asignación a sujetos distintos de los ordinarios legisladores nacionales).
Este carácter de independencia de la Autoridad de regulación tiene para nuestro legislador un doble sentido: no
sólo como independencia de los operadores del mercado, sino también como independencia del circuito político
y de los partidos (una independencia esta última mal entendida en un sistema que confía la elección de sus
miembros al Parlamento y con un mecanismo de voto limitado, pensado para asegurar la mitad a la mayoría y la
otra mitad a la oposición según una lógica que en este caso no hubiera debido aplicarse).
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Así, obtenemos que se trata de una matriz comunitaria completada en el momento de su aplicación por las
exigencias nacionales específicas, con matices importantes en su papel global: contribuye a la realización de un
marco normativo destinado al inicio de un mercado concurrencial y garantiza su aplicación imparcial y
transparente, y además garantiza contextualmente los derechos de los ciudadanos en relación con unas
prestaciones que en su momento estaban aseguradas directamente por el Estado (eso en lo referente a las
telecomunicaciones), así como el derecho a una información plural (por eso afecta a la prensa y a la
radiotelevisión). Dicha Autoridad tiende así a situarse en el plano de la tutela de la libre competencia, y,
sobretodo, en el de la salvaguarda de los derechos constitucionales.
3. Aspectos problemáticos
Los problemas ligados a la institución de esta Autoridad no afectan tanto o únicamente a la consistencia y a la
naturaleza de los poderes atribuidos a la Autoridad (como ya se ha dicho, poderes normativos, administrativos y
no procesales) sino también a la discrecionalidad que caracteriza su ejercicio. A diferencia de lo ocurrido en el
pasado, la Ley n.º 249 de 1997 no se presenta en absoluto como un producto normativo autosuficiente y que
engloba la disciplina general y la detallada (con la consiguiente configuración del papel de la Autoridad en
términos de mero control y vigilancia de la correcta aplicación de los preceptos completamente definidos). Al
contrario, se configura esencialmente como una ley de principios destinados a garantizar la sucesiva
implantación de las decisiones de la Autoridad. Y eso es válido para la implantación normativa (son muy
numerosos los casos en los que la ley reenvía expresamente a reglamentos de la Autoridad) y para la aplicación
de los límites antimonopolio: pensándolo bien, sólo por poner un ejemplo, la posibilidad de aplazar la aplicación
del límite relativo a las redes excedentes utilizadas por Rai y Mediaset en el momento de una difusión suficiente
de las parábolas a los usuarios; la posibilidad de permitir derogaciones a los límites previstos para la recogida
publicitaria en el campo de la radiofonía, con el fin de permitir el desarrollo de este sector; la posibilidad de no
aplicar los límites totales de umbral relativos a la búsqueda de recursos financieros en el sector radiotelevisivo,
aunque su superación resulte del efecto de un desarrollo espontáneo de las empresas interesadas.
Análogos márgenes de discrecionalidad se registran también, más específicamente, en el ejercicio del poder de
regulación. De hecho, observando las disposiciones legislativas y el ejercicio concreto por parte de la Autoridad
de dicho poder, no es difícil registrar, junto a los reglamentos que podemos definir, según nuestra clasificación,
como reglamentos meramente ejecutivos, reglamentos sustancialmente independientes (como por ejemplo la
relevancia de la disciplina del inicio del digital terrestre), reglamentos delegados (como el relativo al registro
mercantil de empresas de comunicación, habilitado para modificar las disposiciones legislativas anteriores) o
reglamentos de acción derivados directamente de directivas comunitarias (es el caso del reglamento que recibe
los contenidos de la Directiva 98/61 en materia de disciplina de la preselección).
Ante el ejercicio de un poder de regulación de este tipo, no deben sorprender las críticas basadas sobre todo en
dos aspectos: falta de respeto al principio de la reserva de ley en una materia fuertemente relacionada con la
tutela de los derechos constitucionales (entendida, en general, como reserva absoluta); falta de respeto a los
principios generales que regulan el procedimiento ordinario para adoptar reglamentos por parte del ejecutivo
(sobre todo respecto al papel desarrollado en este caso por el Consejo del Estado, de forma consultiva, y por el
Tribunal de Cuentas, en lo que se refiere al control).
Las críticas centradas en este último aspecto se rebaten indicando que, ya que se trata de reglamentos dispuestos
por una ley especial (bajo el perfil del objeto disciplinado), éstos pueden estar sujetos a reglas de procedimiento
diversas y distintas de las previstas, en general, para los reglamentos gobernativos por el artículo 17 de la Ley
400 de 1988; por eso, en lo que afecta al perfil de control, las exigencias a las que está sometido deberían
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considerarse cubiertas por la obligación impuesta a la Autoridad por la ley de ejercer su poder de regulación
desde el pleno respeto a un principio derivado del proceso, es decir, el principio del contradictorio con los
destinatarios/interesados (se ha hablado de normativa de tipo jurisdiccional, pero sería mejor decir arbitral).
Por contra, es más difícil responder a las críticas basadas en la falta de respeto al principio de la reserva de ley,
aunque se entendiera, en este caso, como reserva relativa, teniendo, de todos modos, que establecer lo que debe
permanecer reservado a la ley y lo que, por contra, puede transitar en el ámbito de la potestad normativa de la
Autoridad. Y sin embargo, aparte de la dificultad de llevar a cabo esta operación con esperanzas de llegar a
resultados satisfactorios, deberíamos preguntarnos si tiene sentido plantearse la cuestión de la falta de respeto
(total o parcial) a la reserva de ley frente al poder de regulación de la Autoridad. De hecho, si lo observado al
inicio sobre la naturaleza de este instituto tiene algún fundamento, si se le asigna la tarea principal de tutelar y
garantizar intereses de relieve constitucional, por lo que está caracterizado por la independencia, neutralidad,
competencia técnica, transparencia, ¿no implicaría inevitablemente, quizá, que también el ejercicio de su
actividad normativa, más allá del nomen iuris, de los actos en los que se concreta, deba ser sustraído de la lógica
propia de las relaciones entre la potestad normativa del Gobierno y del Parlamento? ¿No sería, en otras palabras,
coherente con el modelo elegido y con la finalidad que se pretende perseguir también la atribución de un poder
normativo del tipo ya descrito? Si en este modelo la garantía se lleva a cabo mediante la institución de un órgano
con determinadas características, ¿realmente tendría sentido reivindicar el papel de garantía de la ley (aparte del
inevitable destinado a la predisposición de un marco de principios generales)? Ciertamente, en este aspecto se
aprecia toda la dificultad que conlleva unir, como ya se ha dicho, legitimación democrática y legitimación
técnica, de modo que el problema persiste, en cualquier caso, en este nivel de desarrollo del modelo. Sin
embargo, no considero que ayude un mayor desarrollo que permita apreciar en los hechos el nivel de garantía
que está en disposición de asegurar una configuración que pretenda enjaularlo en reglas e instituciones propias
de una disposición de poderes que, diría por definición, la institución de las autoridades pretende, si no sustituir,
corregir. Dejando a un lado eso, se trata del mismo problema, que desde otro punto de vista se plantea en
relación con el carácter no impugnable de las disposiciones, esta vez de naturaleza administrativa, de la
Autoridad. Si no se varía la Constitución, dicho carácter no impugnable no puede ser objeto de discusión (a
causa de lo dispuesto en el artículo 24, párrafo 1, que asegura a todos el derecho a actuar legalmente en defensa
de sus derechos e intereses legítimos), pero que suscita perplejidad en relación con el modelo representado por
las autoridades, sobre todo en lo referente al carácter no impugnable de la medida y no limitado a los perfiles de
legitimidad.
Volviendo a los poderes normativos, surge otra serie de problemas de difícil solución como consecuencia de la
reciente reforma del título V de la parte II de la Constitución y, en particular, en relación con lo previsto por el
artículo 117, párrafo 3, que incluye entre las materias de competencia de las regiones el "ordenamiento de la
comunicación". ¿Es posible concebir, en este caso, la relación de competencia en su aspecto tradicional, en el
sentido de que la ley estatal está habilitada para plantear únicamente los principios fundamentales y la región a
dictar la consiguiente normativa detallada? Teniendo en cuenta, por un lado, las fortísimas exigencias unitarias
presentes en el sector en cuestión y, por otro, la atracción producida actualmente a escala comunitaria de la
normalización destinada a trazar los principios de la materia y la directa legitimación dirigida a las autoridades
de regulación nacionales (tal y como dicen expresamente las nuevas directivas de 2002 en materia de
comunicación electrónica) según la definición de la disciplina, tal posibilidad puede parecer cuanto menos
problemática.
Probablemente la solución sería abandonar la idea de una aplicación automática del esquema que describe la
relación de competencia y, partiendo de la consideración del carácter compuesto de este sector, imaginar una
aplicación diferenciada para cada caso. De esta forma, donde suceda, como en el campo de las
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telecomunicaciones, que gran parte de la regulación (y no sólo de principio) sea de origen comunitario y donde
esta última se encargue directamente de atribuir a sujetos distintos al mismo legislador nacional la tarea de
asegurar el desarrollo de la normativa interna, sería difícil imaginar que la legislación regional tuviera un papel
que no sea de carácter sustancialmente intersticial y más o menos amplio según las conexiones más o menos
estrechas que la disciplina específica de las redes y los servicios de telecomunicaciones presente con otras
materias englobadas en el ámbito de la competencia regional (por ejemplo, el gobierno del territorio o la tutela
de la salud). Quizá, en este caso, más que de competencia, sería más correcto hablar de concurso entre las
diversas fuentes, entendido no ya como yuxtaposición de fuentes distintas, sino como concurso, es decir,
diversos sujetos formalmente titulares de competencias de regulación que definan un marco normativo unitario y
coherente con lo dispuesto de forma comunitaria, según unos procedimientos de unión preventiva, por otra parte
nada ajenos a nuestras prácticas más recientes.
Sin embargo, con conclusiones aparentemente distintas, se puede llegar al segmento de la radiotelevisión, y eso
no porque también en este sector las exigencias unitarias se muestren menos intensas (léase lo dicho al respecto
por el Tribunal constitucional en su Sentencia n.º 284 de 2002), sino porque en este caso el vínculo comunitario
es ciertamente más elástico; sobre la actividad radiotelevisiva hace referencia sobre todo a los contenidos del
mensaje informativo y deja márgenes de discrecionalidad a los estados bastante amplios tanto en materia de
elecciones que llevar a cabo como en la distribución de las competencias de regulación inherentes. Pero también
en este caso, la idea de concebir la relación entre legislación nacional y legislación regional no debe desviar de la
idea de predisponer reglas de procedimientos que aseguren de forma preventiva la coherencia del sistema de
regulación considerado de forma global. Igual que no debería descartarse, sino más bien valorarse, la idea de que
un concurso concebido de la forma ya indicada invierta también la vertiente de la Administración según una
acertada previsión contenida por la Ley n.º 249 de 1997, donde prevé la institución de los Corecom, órganos
regionales pero también órganos de descentralización de la Autoridad para las garantías en las comunicaciones.
4. Las perspectivas
A la luz de los numerosos problemas indicados, sería conveniente para finalizar examinar los desarrollos más
recientes de la normativa nacional y comunitaria en la materia tratada, para comprobar si en alguna medida dejan
ver soluciones satisfactorias.
Se puede anticipar que algunas se presentan inciertas y contradictorias, emergen en el plano interno, mientras
que las que se van consolidando a escala comunitaria son claras, aunque en parte separadas de las primeras.
En lo referente a la normativa nacional, el dato más relevante es la permanencia y el refuerzo de la tendencia a
mantener un papel fuerte del Ministerio en el sector, un dato que señala una anomalía italiana en el marco de las
experiencias maduradas en otros países europeos, en los que la afirmación progresiva de autoridades
independientes en el campo de la comunicación social ha ido acompañada de un salto ascendente de los
gabinetes interesados.
A este respecto, cabe mencionar lo dispuesto por el Decreto de ley n.º 214/2003 (código de las comunicaciones
electrónicas), que ha reconducido al ámbito de los poderes del Ministerio de Comunicaciones una serie de
competencias anteriormente confiadas a la Autoridad, entre ellas las tan delicadas relativas a la concesión de
títulos de habilitación (autorizaciones y licencias). Pero si también tomamos en consideración la Ley n.º
112/2004 de reforma del sistema radiotelevisivo (aprobado por el Parlamento, pero reenviado a las cámaras del
jefe del Estado para la revisión de una serie de aspectos calificadores), nos coloca más en la misma línea.
Se trata de un dato que, por un lado, frena y limita objetivamente el grado de independencia de la Autoridad y
obstaculiza su despegue completo como verdadero y propio órgano de gobierno del sector y, por otro, corre el
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riesgo de chocar con los desarrollos paralelos de la normativa comunitaria. Cabe recordar, de hecho, que el
nuevo paquete de directivas de 2002 está destinado a acentuar aún más que en el pasado el papel de las
autoridades nacionales, concediéndoles directamente, y en términos casi de exclusividad, competencias de cuyo
ejercicio deben responder ante la Comunidad Europea y en particular ante la Comisión Europea.
Esta relación entre Autoridad y Comisión no es, en realidad, algo nuevo: recordemos lo previsto en relación con
la obligación de información impuesta a las autoridades respecto a la Comisión; a la obligación de notificar el
listado de los organismos de comunicación que poseen una notable fuerza de mercado; incluso a las directivas
que la Comisión dirige a las autoridades para asegurar un mercado efectivamente concurrencial en materia de
telecomunicaciones (véase, por ejemplo, la Recomendación de 26 de abril de 2000 en materia de unbunding
access to the local loop). Pero esta relación ha ido reforzándose como consecuencia de la aprobación de las
directivas a las que se ha hecho alusión y en especial de la Directiva marco 2002/21. Esta última, de hecho, una
vez descartada la idea de la institución de una Autoridad europea de sector, aunque muchos la sostienen, prevé,
por una parte, la creación de un grupo de trabajo estable para las autoridades nacionales con el objetivo de
asegurar mejor la aplicación uniforme de las nuevas directivas y por otra, introduce una serie de procedimientos
de coordinación entre autoridades nacionales, en sus relaciones recíprocas, y entre éstas y la Comisión, y vincula
la acción de las autoridades al respeto de directrices específicas, adoptadas mediante resolución de la Comisión,
de las que sería posible diferir únicamente previa autorización de ésta última.
Se prevé, además, que todas las resoluciones de las autoridades nacionales relativas a puntos cruciales como la
definición de los mercados relevantes, el acceso a las redes, la interconexión y el servicio universal, cuando sean
susceptibles de influir en el libre comercio entre los estados, deban comunicarse de forma preliminar a la
Comisión (además de a las otras autoridades) y puedan ser adoptadas sólo después de un mes de dicha
notificación.
Algunas de estas decisiones podrían ser adoptadas definitivamente sólo dos meses después de su comunicación a
la Comisión, siempre que esta última no solicite que se retiren mediante el ejercicio de un verdadero y legítimo
derecho de veto.
Se perfila así una relación tan estrecha entre autoridades nacionales y Comisión (del que quedan excluidos los
ministerios de sector) que puede llevar a algunos a hablar de una relación casi jerárquica, en el marco de una
configuración en la que las autoridades se muestran más como administraciones integradas de tipo federal. Una
configuración, por tanto, que mientras pretende conceder el máximo grado de independencia de las autoridades
respecto a los niveles nacionales de gobierno, acentúa contextualmente la dependencia respecto al ámbito
comunitario.
5. Conclusiones
Ha llegado la hora de extraer conclusiones. Si tenemos en cuenta las consideraciones presentadas, por un lado,
según las razones que han determinado el nacimiento del Consejo Audiovisual, su configuración concreta, el
desarrollo que se ha registrado en sus relaciones con el aparato ministerial y con la Comunidad y por otro, el
debate que en estos últimos años ha visto crecer una desconfianza difusa, por no decir una hostilidad abierta en
relación con éste y otros organismos similares, la sensación precisa que se deriva es que la Autoridad de la que
hablamos haya llegado a una crisis.
Frente a un proceso de integración progresiva y cada vez más marcada de los medios de comunicación que
debería exaltar su papel, tal y como fue concebido en su origen, en términos de verdadero y legítimo órgano de
gobierno de este proceso, se van manifestando tendencias contradictorias que corren el riesgo de modificar sus
tareas y naturaleza y llegar a una mera administración técnica, una más de tantas agencias administrativas.
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Un desarrollo de la experiencia italiana en esta dirección no sólo nos pondría en graves dificultades en nuestra
relación con la Comunidad Europea, sino que también perjudicaría del todo la posibilidad de desarrollar todo el
potencial de un modelo que presenta características ciertamente heterogéneas respecto a nuestra tradición
jurídica, pero que justo en este caso tiene su razón de ser.
Bibliografía esencial:
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