La asignación de signos de distinción social a los objetos (y formas) de consumo

AutorVidal Díaz de Rada
CargoDoctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad de Deusto
Páginas71-84

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En este artículo se realiza una exposición del proceso por el cual los artículos de consumo adquieren un valor simbólico independiente de la utilización para la que fueron fabricados; es decir, pierden valor en sí mismos y en su lugar adoptan un valor cultural que poco tiene que ver con la utilidad para la que fueron creados. Este trabajo comienza con una exposición de la evolución de la sociedad capitalista y como ésta se ha visto obligada a transformar sus estructuras de producción y consumo «impregnando» de contenidos simbólicos a los objetos. El crecimiento del consumo, en este sentido, se ha convertido en la condición necesaria para el incremento de la producción de modo que «la potenciación de la demanda ha evitado el extrangulamiento de una producción superior a las rentas generadas por ésta» (Piñuel, 1983: 77). Fruto de este proceso, el capitalismo del siglo XX se caracteriza por un «consumo hacia afuera», un consumo cuyo fin es mostrar el lugar que cada persona ocupa en la estructura social. Esta lógica nos induce a realizar un análisis empírico sobre la percepción que manifiestan los entrevistados acerca de los signos y símbolos de distinción social, aunque nuestro objetivo se centrará en el conocimiento de las características y variables que inciden significativamente en la formación de estas actitudes.

Parte primera: La compra de símbolos sociales frente al consumo de objetos

El sistema imperante en occidente desde el siglo XVII hasta nuestros días ha sido el capitalismo, aunque desde sus primeros momentos hasta el momento presente ha sufrido grandes transformaciones. Werner Sombart define el Capitalismo Temprano, situado históricamente entre mediados del siglo XIII y la primera mitad del siglo XVIII, por un escaso desarrollo de la industria y la técnica y por unas prácticas económicas influidas por las ideas y la cultura medieval. Para este autor, en 750 comienza a emerger el Capitalismo Pleno al introducirse en las relaciones económicas los principios de la ganancia y el racionalismo económico. El hombre deja de ser la medida de las cosas y en su lugar emerge un poderoso sistema económico que impone como patrón de conducta el «conseguir el máximo beneficio económico». El mercado, a través de la oferta y la demanda, se convierte en el regulador de toda la vida económica y se superan los planteamientos restrictivos de épocas anteriores (Nussbaum, 1933). En este período, Thorstein Veblen (1898) pone de manifiesto que ciertos consumos no están relacionados con la satisfacción de necesidades básicas sino con la admiración social que suscita la posesión de ciertos objetos, de modo que el «consumo ostentoso» y el «despilfarro ostentoso» llegan a ser métodos de realzar el prestigio individual: cuando están cubiertas las necesidades básicas es preciso dotar a los objetos de un significado que va más allá de la utilidad concreta para la que fueron creados, es preciso darles un significado social. En esta línea, el autor introduce el concepto de Clase Ociosa que ostenta sus bienes, bienes que son adquiridos precisamente para ese fin.

Sin embargo, este modelo ha estado sometido a críticas ya que en determinados momentos históricos las clases altas han ocultado sus bienes para pasar desapercibidas. No obstante, es a partir de la 2a Guerra Mundial cuando este modelo de consumo se adapta con total adecuación a los hábitos de consumo existentes en ese momento histórico (Navarro, 1978: 44), al tiempo que se produce un gran cambio en la concepción del mercado: mientras que en el siglo XIX la tendencia era ahorrar y realizar la compra cuando se tuviera el dinero, en el siglo XX el proceso se invierte; primero se compra el producto y después se ahorra para pagar el préstamo (Baudri-llard, 1988: 180). La aportación Vebleriana fundamentada en que «los objetos tienen un valor que va más allá de la propia utilidad funcional para la que son creados» tiene su origen en el Siglo XVIII cuando Adam Smith distinguió entre el valor de uso (utilidad del producto) y el valor de cambio (utilidad monetaria del producto) en su famoso ejemplo de los diamantes y el agua:

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Nada es más útil que el agua; pero apenas si nos servirá para adquirir nada; muy pocas cosas pueden obtenerse a cambio de ella. Un diamante, por el contrario, apenas tiene valor en uso; pero a cambio de él pueden adquirirse una gran cantidad de otros bienes

(Smith, 1985: Cap. XI, Libro 1S). A pesar que el agua es un bien muy útil (alto valor de uso) e incluso imprescindible, la gran oferta y la facilidad para apropiarse de ella hacen que su valor monetario (valor de cambio) sea bajo; mientras que los diamantes, aún siendo un objeto con mucha menos utilidad (bajo valor de uso), tienen un alto valor monetario (valor de cambio). Así pues, la carencia de un producto es el aspecto que fija el precio del mismo. Basando en esta premisa, Karl Marx elabora su teoría del valor: Para Marx cualquier producto humano (mercancía) tiene un valor de uso que expresa la relación natural del hombre con las cosas, y un valor de cambio definido por la «existencia social de la cosa». En el segundo libro de El Capital los bienes de consumo aparecen divididos en bienes de consumo necesario, y bienes de consumo de «lujo» dedicados únicamente al consumo de la clase capitalista. «Ningún producto concreto posee la propiedad de ser producto de lujo, esta categoría está determinada por el hecho que el objeto sea poseído o usado por la mayoría de la población o por la minoría que representa un nivel de vida más elevado» (Heller, 1986: 36-39). Considerando esta proposición, y centrado en el comportamiento del consumidor J.M. Duesem-berry formula que «para los individuos de la actual sociedad uno de los objetivos más importantes es conseguir un nivel de vida más elevado» (Due-semberry, 1967: 61). Esta elevación del nivel de vida puede medirse de modo absoluto (cuanto ha aumentado los ingresos de una persona en x años) o de modo relativo (cuanto han aumentado los ingresos de un individuo comparándolos con el aumento global de su entorno, de la sociedad, de su grupo social, etc.), de modo que el aumento de gastos en consumo se convierte en un indicador para expresar el éxito social. De este planteamiento deriva el concepto «efecto demostración»; s/las amistades de una persona incrementan el nivel de consumo es muy probable que esa persona tienda a aumentarlos: «para cualquier familia concreta, la frecuencia del contacto con los bienes superiores aumentará fundamentalmente al aumentar el consumo de otras personas».

En esta misma línea, Jean Baudrillard sostiene que una de las características definitorias de la sociedad de consumo actual es que los otros sistemas de reconocimiento se retraen y se considera al «standing» como reflejo del status social. Desde su punto de vista, los aspectos positivos de la utilización de este código son: (Braudillard, 1988: 220-221).

  1. Constituye una socialización, una seculariza ción total de los signos del reconocimiento.

  2. Por primera vez en la historia es un sistema de signos y de lectura universal.

  3. Es tan arbitrario como otros. La evidencia del valor no es otro que el automóvil que cambiamos, el barrio en que habitamos, los objetos que nos rodean y nos distinguen. El hecho de considerar al «standing» como reflejo del status social es un factor que puede conducir a los individuos a una adquisición «desmesurada» de bienes a fin de demostrar más prestigio social. Este hecho trae como consecuencia que los productos se adquieran independientemente de la utilidad que se espera obtener de ellos: «A través del coche se visualiza hoy la posición social de una familia, lo que antes se cumplía mediante los apellidos, la ocupación o la posesión de fincas. Las marcas y modelos de coches establecen una finísima escala para que quepan todos los posibles rangos sociales» (Andrés Orizo, 1992: 261).

Un indicador de este fenómeno puede encontrarse al analizar la diferencia entre los objetos que una persona posee y los que realmente utiliza: podrá comprobarse que hay una gran cantidad de objetos que se compran para no ser utilizados; quizás se han adquirido porque tenían un precio reducido, porque eran de calidad, por «comprar algo», etc. (Miguel, 1990: 62). Unido a este planteamiento emerge y se desarrolla la crítica a la «utilidad funcional del objeto», el hecho de preguntarnos «para qué sirven» muchos de los productos que adquirimos. No es extraño ver en las tiendas objetos cuya utilidad es muy escasa; de modo que los objetos inútiles adquieren utilidad no por su uso, sino por los símbolos que reflejan: no se compra un objeto, un reloj o unos pendientes, sino un símbolo de pertenencia a una clase o a un reducido grupo social.

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Este consumo de símbolos sociales (o valores) contribuye a integrar al individuo en la sociedad y a reforzar el sentimiento de pertenencia a ura comunidad (Shields, 1992: 1-20). Al consumir los símbolos creados por la sociedad capitalista el consumidor tiende a reproducir ese modelo de sociedad no sólo porque en el acto de compra demuestra una capacidad social previa, un «saber decidir» que demuestra mi aprendizaje social; sino fundamentalmente porque estas prácticas sociales se convierten en «comportamientos-signo» con objeto de manifestar la pertenencia del individuo a grupos sociales que poseen más o menos «clase», más o menos «estilo» (Bourdieu, 1988: 28, 53-66 y 397-403). Estos aspectos muestran...

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