Aproximación Histórica

AutorAna María Rodríguez Tirado
Cargo del AutorDoctora en Derecho

La figura del Secretario judicial, tal y como aparece en nuestra Administración de Justicia actual, no ha sido la creación ex novo del legislador decimonónico, sino que, por el contrario, es el resultado de una desigual evolución a lo largo del presente milenio, que ha aportado el sustrato material adecuado para su más acertada regulación en el siglo XIX y, en especial, en el siglo XX.

En concreto, el nacimiento de la figura del Secretario judicial se incardina en un momento en el que el Derecho está en plena transformación a tenor de las nuevas circunstancias de índole social, económica y política.

En los primeros momentos de la Alta Edad Media «predominó un sistema de justicia privada, según el cual los propios particulares velaban por el mantenimiento del orden jurídico»(1) y, en caso de que fuera quebrantado, éstos procedían a repararlo. Con el tiempo, los órganos judiciales de la comunidad política fueron ganando cierta relevancia, a pesar de que sólo actuaban a instancia de parte perjudicada(2).

Además, en esta etapa, el proceso estaba absolutamente dominado por la oralidad, en el que era innecesaria la constancia por escrito de cuanto acontecía en el pleito al no existir un sistema de recursos por el que impugnar la decisión dictada(3).

Ya en los albores de la Baja Edad Media, descubrimos que en la Península Ibérica comienza a penetrar el Derecho romano-canónico (en el siglo XIII, por obra de los juristas)(4). Entre las principales innovaciones del sistema canónico que se incorporan a nuestro proceso, destacan, y siempre relacionadas con la figura actual del Secretario judicial, los principios de la escritura y de la mediación y el sistema de recursos, ordinarios y extraordinarios, que permiten que los asuntos sean examinados en varias instancias(5).

La aportación canónica, pues, del principio de la escritura(6) (v.gr., la incoación se realiza por escrito, documentándose cuidadosamente todas las actuaciones, la prueba documental empieza a adquirir una destacada relevancia, etcétera) vino a cambiar la faz del procedimiento(7) y a implantarse como una exigencia en el proceso en un momento en que se hace precisa la representación y atestiguamiento, y con él, el que una persona distinta de las partes y del órgano juzgador se encargara de redactar las actuaciones en documentos y que, además, respondiera de su veracidad(8), esto es, que diera fe pública de las actuaciones(9) (no obstante otras atribuciones que le fueron siendo conferidas paulatinamente).

Dentro de este contexto renovador, las Decretales papales tienen un importante peso en los ordenamientos jurídicos. De todas ellas, nos interesa una Decretal, denominada De Probationibus, presentada al Concilio de Letrán por Inocencio III en el año 1215 que, según Prieto-Castro y Ferrándiz, atribuye con carácter de permanencia la dación de fe a un funcionario respecto de las actuaciones de los juicios, cuya finalidad es buscar «seguridad para el Juez y para las partes» (10).

En esta Decretal(11) se perfila un proceso canónico con una persona pública (personam publicam), imparcial, objetiva, técnica y responsable (12), que recayó en el escribano, a cuyo cargo queda la documentación del acto con el objeto de dar fe de todas las actuaciones, a fin de evitar la posible indefensión del justiciable, y que se erige como garantía del litigante frente a las arbitrariedades y excesos que «debieron cometer algunos juzgadores»(13), bien por falsedad, bien por maldad, todo ello para lograr que «la verdad y la equidad» (14) prevalecieran en el proceso.

La utilidad de la institución de los escribanos radica, pues, en la importancia y aún necesidad de que se fijara y conservara por escrito (verba volant, scripta maneni) todo cuanto pasaba en los juicios y se estipulaba en las convenciones(15). Hasta entonces no había existido específicamente nadie que se encargara de redactar(16), firmar y estampar su sello en los documentos hechos en juicio, salvo el propio Juez, que era además el que tenía el sello(17).

  1. En los ordenamientos jurídicos hispánicos

    Aun cuando esta institución del escribano o notario (al menos, recibe estas denominaciones en nuestras leyes) se extendió por todas las culturas y organizaciones judiciales europeas (a juicio de Herreros Hervás, se trata de una institución copiada del modelo francés) y se reguló en diversos cuerpos legales hispánicos; en nuestro Derecho, es posible encontrar todavía referencias dispersas sobre alguna o algunas tareas luego atribuidas a los escríbanos o notarios en distintos fueros medievales, anteriores incluso a la recepción de la Decretal de 1215.

    Quizás, el Fuero de Soria sea «el texto jurídico medieval más antiguo conservado con menciones concretas sobre el tema» de los escribanos públicos. Para Menéndez Pidal (18), los primeros vestigios del Secretario judicial se hallan en el Fuero Juzgo, y así ve su antecesor en los mandaderos (19). También en el Fuero Viejo de Castilla(20) existen precedentes de la institución de los escribanos, puesto que se alude a la figura del fiel, que, en algunos supuestos, recibe las pruebas testificales, así como los juramentos de los testigos, que pone en conocimiento del juzgador(21).

    De aplicación más amplia y general que el Fuero Juzgo(22), aparecen los textos alfonsinos(23), el Fuero Real(24) y el Códice de las Siete Partidas)25), que regulan esta figura, si bien el segundo de ellos lo hace de una forma más exhaustiva que el primero de los dos.

    A pesar de las diversas denominaciones utilizadas para designar al depositario de la fe pública, la de escribano se asienta a lo largo de los siglos y, en la Edad Moderna, se prefiere utilizar esta fórmula para referirse a los funcionarios investidos de fehaciencia(26). Aun cuando se habla de escribano (o incluso de notario), éste se articula en distintas clases a lo largo del tiempo y en los diversos cuerpos legales(27).

    Si se busca una definición de la figura del escribano(28), hemos de acudir, en primer lugar, a las fuentes legales medievales y, luego, a las disposiciones normativas modernas; de todas ellas se obtiene la idea de que el escribano es la persona que acredita la veracidad de los actos que presencia, lo cual extiende por escrito (procediendo de esta manera a su documentación). Se vincula, pues, a la fe pública tanto de las actuaciones judiciales como de las extrajudiciales(29). Una vez que la institución establece sus bases, los Reyes Católicos fueron «quienes, en la profunda reorganización a que someten la hasta entonces un tanto caótica concepción del Estado y de sus órganos jurídicos, modelarán con mano firme la persona y función del escribano, como depositario e interventor de la fe pública»(30).

  2. Regulación legal en los siglos XIX y XX

    Ciertamente, durante la primera mitad del siglo XIX fueron aprobados algunos textos legales(31) con menciones directas o que contenían alguna alusión a la figura del escribano o del Secretario judicial. Así, destacan el Reglamento provisional para la Administración de Justicia de 26 de septiembre de 1835, el Reglamento del Tribunal Supremo de 17 de octubre de 1835, las Ordenanzas generales para todas las Audiencias de la Península e Islas Adyacentes de 19 de diciembre de 1835, la Real Orden sobre escribanos de 21 de octubre de 1836, y el Reglamento de los Juzgados de Primera Instancia de la Península e Islas Adyacentes, aprobado por Real Decreto de 1.° de mayo de 1944.

    A mediados del siglo XIX, esta institución adquiere una nueva dimensión. En efecto, con la Ley para el arreglo del Notariado de 28 de mayo de 1862 (artículo primero)(32), se escindió legalmente el oficio fedatario en dos en atención a sendos campos de actuación de la fe pública: el judicial y el extrajudicial. Quizás, una de las razones que desencadenó dicha separación sea que, desde hacía algún tiempo, a medida que cada vez era más complejo el Derecho y mayor la actividad jurídica, se necesitaba, y por ello se buscaba, un cierto grado de especialización de los escríbanos con acotamiento de su terreno de actuación, bien circunscrito dentro del ámbito judicial, bien dentro del extrajudicial.

    Sin embargo, esta escisión no fue real hasta varias décadas después. Se abre, así, un período transitorio de adaptación que comienza en 1862 y finaliza, prácticamente, a principios del siglo XX. Ello se debe a que las necesidades judiciales imponían la presencia de un escribano en las actuaciones judiciales en tanto que no fueran ocupados por el personal adecuado(33) los puestos que ahora quedarían vacantes. También influyen, en esta transición, factores de carácter económico: este régimen implicaba un aumento de gastos a cargo del entonces Ministerio de Gracia y Justicia, cuando este órgano gubernativo contaba con unas escasas partidas presupuestarias. Por consiguiente, el cambio es gradual, conforme a lo previsto en la propia Ley para el arreglo del Notariado y al que también se refieren otras disposiciones normativas posteriores que bien lo mantienen aún vigente, bien progresivamente lo van conduciendo a su extinción(34).

    En efecto, algunos notarios y escribanos no sólo van a encargarse de autorizar los actos extrajudiciales, sino que además van a seguir interviniendo en las actuaciones judiciales a tenor de lo dispuesto en las disposiciones transitorias primera y tercera de la Ley para el arreglo del Notariado. Asimismo, se va a regular el régimen transitorio de los notarios que actuaban en lo judicial (disposición transitoria octava de la Ley del Notariado). En esta línea, la Ley provisional de Organización de los Tribunales de 1870(35) introdujo determinadas disposiciones transitorias (vid., v.gr., las disposiciones transitorias undécima, decimotercera, decimosexta y decimoséptima), si bien unificó «una gama de especializaciones del oficio»(36) bajo la denominación de Secretarios judiciales, es decir, que creó el oficio de Secretario judicial con carácter autónomo e independiente con respecto a la anterior figura del escribano...

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