Más allá de la tiranía. Totalitarismo, historia y banalidad del mal en Hannah Arendt

AutorAntonio Gómez Ramos
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas241-253

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"Más allá de la tiranía" alude a una diferencia. Una diferencia que limita o restringe, pero también desborda una categoría política clásica como la que articula este seminario. La categoría de la tiranía, la figura del tirano. El título sugiere que hay formas, figuras, que, sin negar la tiranía, sin perder su parentesco con ella, sin dejar de hacer su recorrido, la hacen también inválida, como categoría, para explicar ciertos fenómenos socio-políticos, la desbordan o la reducen, la dejan atrás -atrás en el tiempo, haciendo de ella una forma histórica del pasado; atrás en la intensidad de su represión y su brutalidad. Tan atrás, quizá, como para convertirse en algo de una sustancia diferente; inconmensurable con la tiranía -aunque en continuidad con ella- y con cualquier forma clásica de gobierno. Esa forma, que se indica también en el título de la conferencia, es el "totalitarismo". Pocos pensadores teorizaron el nazismo tan incisivamente como Hannah Arendt, que vio en él una novedad específica del siglo XX. Una novedad inquietante, sobre todo por la conexión que tenía, a la vez íntima y alienada, con el proceso de la Modernidad. Su tesis era que el nazismo, a partir de 1938, y el stalinismo, desde comienzos de los treinta hasta el XX congreso del PCUS, en 1953, son dos formas de gobierno específicas, unidas en su enfrentamiento, y radicalmente diferentes de la tiranía o de la dictadura clásicas. Son ellas las que merecen el nombre de totalitarismo.

El trabajo pionero de Arendt, sin negársele su brillantez, nunca estuvo exento de críticas. Por restringir demasiado en el tiempo y en el espacio la realización del concepto, haciéndolo inválido para analizar otros fenómenos del siglo, fuera de los señalados. Por darle un valor teórico muy fuerte a un concepto que más bien sería, como sugiere Aron, descriptivo. Por considerar de modo muy esen-

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cialista algo que está, más bien, sujeto a los vaivenes de la historia. O bien, por equiparar a dos regímenes que, con todos sus paralelos, tenían una génesis y unos fines muy diferentes. Las discusiones han continuado hasta hoy, si bien el libro de Arendt continua siendo una obra inevitable de referencia. La intención de este artículo no es manejar el escalpelo del analista y trazar los límites precisos de lo que podría llamarse totalitarismo respecto a lo que podría llamarse tiranía. Sería esa una tarea del historiador y del filósofo político. Tan sólo quiero ahondar en esa diferencia que Arendt puso de manifiesto, y que, al margen de cuál fuera una definición precisa de totalitarismo, sin duda existe. Pues esa diferencia puede apuntar a una crisis de la teoría política clásica que indica que, de un modo u otro, para bien y para mal, estamos más allá de la tiranía.

Tiranía es un nombre muy antiguo que casi ha caído en desuso, incluso con fines propagandísticos o ideológicos. Hoy no hablamos de tiranos, ni de déspotas para descalificar, menos aún para alabar, a un gobernante. El término más frecuente es el de dictadura, aunque no coincida en significado con el de sus inventores romanos.

La dictadura no es tiranía ni despotismo. El despotismo es doméstico, es arbitrario. Pero también puede ser ilustrado: adjetivos que en ningún caso le corresponden a la tiranía ni a la dictadura. La dictadura es un estado de excepción, pero no ignora las leyes: sino que más bien las confirma. El tirano sería todo eso; sería la forma intemporal de la dictadura, del despotismo. La forma peyorativa, pues los otros dos términos han conocido variantes positivas: del despotismo ilustrado a la "dictadura del proletariado" (históricamente terrible, sin duda, pero cuya intención prometía redimir el término dictadura).

La pregunta es si el totalitarismo es la tiranía del siglo XX. Y si después del siglo XX -en las condiciones, por lo demás, de lo que Esposito viene estudiando como biopolítica- volverá a hablarse realmente de tiranía. Puede que ya haya una buena noticia: no hay ni habrá más tiranos. Y que ella esconda una mala: precisamente por eso, la libertad está más lejos que nunca.

Al margen, pues, de las definiciones precisas, y de los límites exactos de la tiranía. ¿Dónde está la diferencia a la que me refiero, entre el modo de la tiranía y el espacio del totalitarismo? Tomemos por un momento el totalitarismo en estado puro: Leningrado, 1938, a la entrada de la fortaleza de Pedro y Pablo, donde las madres hacen cola durante toda la noche para llevarle comida a sus hijos. Una de ellas es Anna Ajmátova, la poetisa. Otra, en la cola, reconociéndola, le pregunta si sería capaz de describir esa humillación y ese sufrimiento.

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Ajmátova contesta que sí, y en los meses siguientes, escribe Réquiem. He aquí unos versos de ese poema sobre el totalitarismo soviético.

No, no soy yo, es otra la que sufre,

yo no podría sufrir tanto. Dejen

que un manto negro cubra lo ocurrido, y que retiren las linternas...

Cae la noche1.

Sobre este poema, Joseph Brodsky comenta que está rozando constantemente los límites de la locura, la cual se introduce, no por la propia catástrofe, no por la pérdida del hijo, sino por esa esquizofrenia moral, por esa escisión, no de la conciencia, sino de la conciencia moral. La escisión entre el que sufre y el que escribe:

Eso es lo que hace grande a esta obra. [...] El dramatismo del Requiem no está en los acontecimientos horribles que describe, sino en cómo estos hechos transforman tu conciencia individual, la idea que tienes de ti mismo. El carácter trágico del Requiem no está en la muerte de las personas, sino en la imposibilidad de que el sobreviviente tome conciencia de esa muerte2.

Es decir, el poema de Ajmátova -escrito como reacción, en aquel momento la única posible, ante el totalitarismo- recrea, torturadamente, con todo el dolor que las circunstancias producían, justamente aquello que, según Hannah Arendt, el totalitarismo, y quizá también ciertas modulaciones de la Modernidad que no nos son tan ajenas, tienden a destruir: se produce una distancia. Ciertamente, en el poema se trata de la distancia de una fractura, la escisión entre la mujer que escribe y la madre que sufre, entre quien sobrevive y la muerte de aquellos a quienes sobrevive (en el caso de Ajmátova, su marido y casi su hijo). Una distancia interna y fracturada, una escisión interior, como señala Brodski, que destruye al sujeto y salva, apenas aquí, a la mujer y a la artista. Sabemos que

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esa distancia interior tuvo, ha tenido, mucha más eficacia artística y moral que eficacia política; que apenas rescató al ciudadano. Pero lo que me interesa destacar es que, al crear una distancia (compensatoriamente, por la vía estética, al desdoblar al autor y al que sufre), el poema señala hacia aquello que el totalitarismo destruye: la distancia. Pues lo que enseña Hannah Arendt es que el trabajo del totalitarismo consiste, precisamente, en «apretar a unos hombres contra otros, en destruir el espacio entre ellos». Comparado con el totalitarismo, «incluso el desierto de la tiranía, en la medida en que es todavía una suerte de espacio (some kind of space), aparece como una garantía de libertad»3.

A partir de aquí, Arendt establece una precisa tipología que asocia, de modo clásico, al gobierno no tiránico con la legalidad, y con la existencia de un espacio público para la actuación política de los ciudadanos; y a la tiranía con la ilegalidad y con la transformación del espacio público en un desierto que nadie se atreve a transitar. La tiranía destruye lo público, obliga a los ciudadanos a retirarse al espacio privado y "no meterse en política", para dejar el espacio desierto. La novedad del totalitarismo, el añadido respecto a la tiranía, es sustituir la oposición legalidad/ilegalidad por el Terror, y simultáneamente, destruir directamente el espacio, eliminar lo que, en la tiranía, era al menos, todavía, un desierto vacío. En un esquema, resultaría así:

GOBIERNO NO TIRÁNICO Legalidad Espacio público
TIRANÍA Ilegalidad Desierto
TOTALITARISMO Terror Ausencia de espacio

En realidad, destruir el espacio como tal no es posible; lo que hace el terror, entonces es llenar, hacer macizo el espacio, evitar el vacío que es el espacio de la libertad. «El terror totalitario no ataca o suprime simplemente las libertades, sino que destruye las condiciones esenciales de toda libertad, que son la capacidad de movimiento, y el espacio sin el cual ese movimiento no puede darse»4.

La...

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