Algunas reflexiones sobre la pena de prisión perpetua y otras sanciones similares a ella

AutorFrancisco Muñoz Conde
Cargo del AutorCatedrático de Derecho penal. Universidad Pablo de Olavide, Sevilla/España
Páginas335-345

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1. En el ámbito de las sanciones penales, la prisión perpetua y las sanciones similares a ella, bien como penas de prisión de duración excesiva, bien por la vía indirecta de las medidas de seguridad de duración indeterminada, son, junto a la pena de muerte en los países en los que aún está vigente, la máxima representación del poder punitivo del Estado. Su justificación se encuentra tanto en la idea talional del «ojo por ojo diente por diente», cuando se trata de la pena de muerte aplicada al asesino, como en el retribucionismo extremo, rayano en la venganza, de que él que la hace la paga, y de que si no con la privación de su vida debe pagar al menos con la privación de su libertad el resto del tiempo que aún le quede por vivir. Despojadas ambas de la parafernalia con las que originariamente se las había dotado, siguen, sin embargo, existiendo todavía como el símbolo de una concepción del poder punitivo del Estado que desprecia la dignidad humana del delincuente, negándole el derecho más elemental de todos, el derecho a la vida en el caso de la pena de muerte, o el derecho también fundamental a poder modificar su comportamiento y su sistema de valores mientras viva, convirtiéndolo con la prisión perpetua en un muerto en vida, despojándolo de todos los demás derechos que le corresponden como ser humano, entre otros el de la esperanza de poder recuperar algún día, aunque sea lejano, la libertad y de vivir en condiciones de igualdad con sus semejantes.

A pesar de las similitudes entre ambos tipos de sanciones desde el punto de vista de la brutal violación que representan de derechos humanos fundamentales, la prisión perpetua, a diferencia de lo que sucede con la pena de muerte, que progresivamente va desapareciendo como pena en el ámbito del Derecho comparado, sigue aun teniendo gran predicamento e incluso se la considera como el sustituto ideal de la pena de muerte en los países en los que ésta ha sido abolida.

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Es más en otros en los que no existe son muchas las voces que se pronuncian a favor de su introducción en el catálogo de las penas aplicables a algunos delitos especialmente graves. Sin ir más lejos ésta fue la propuesta que hizo en su día en España el Partido Popular, cuando estaba en la oposición, y es, por tanto, probable que ahora, tras haber alcanzado la mayoría absoluta en las elecciones generales de noviembre del 2011, la introduzca en la primera reforma que proponga del Código penal. La posibilidad que propone de que la misma sea revisable, a partir de un cumplimiento mínimo de veinte años, no dejar de ser un eufemismo para salvar la contradicción que supone con el principio de reinserción social del condenado que se asigna a la pena de prisión y a las medidas de seguridad privativas de libertad en el art. 25, 1 de la Constitución española.

Pero aparte del problema de la dudosa constitucionalidad de la pena de prisión perpetua en el Derecho español, contra ella e incluso contra la misma pena de prisión se elevan objeciones que no pueden ser ignoradas. Es verdad que pesar de las numerosas críticas que ha recibido la pena de prisión, ésta sigue ocupando a comienzos del siglo XXI un lugar preeminente en el catálogo de penas de casi todos los Códigos penales del mundo. Históricamente se la consideró incluso como un progreso frente a otro tipo de penas más radicales, como las corporales y la de muerte, ya que, además de ser aparentemente más humana, tiene la ventaja de ser graduable en su duración y poder determinarse de acuerdo con la gravedad del delito y la culpabilidad de su autor. Los inconvenientes e incomodidades que su cumplimiento produce en el condenado, en su vida, en su entorno familiar o profesional, y los efectos desocializadores que la misma tiene, no se consideran por muchos como un defecto, sino como algo inevitable inherente a la propia naturaleza de la prisión, que además de asegurar la persona del delincuente, tiene un fuerte efecto intimidatorio frente a la generalidad. Teóricamente, también se le asigna una función preventiva especial positiva (resocializadora), pero ésta está perdiendo cada vez mayor peso en favor de una función aseguradora e incluso inocuizadora de la persona del delincuente.

Este efecto preventivo especial negativo provoca un estado de desocialización y deterioro en la personalidad del recluso, incompatible con el fin resocializador que también le se asigna; de ahí que sean los propios penitenciaristas quienes consideren que, al menos por lo que respecta a las penas de prisión de excesivamente largas, debe recortarse su duración, dándosele al recluso la posibilidad de que, por su buen comportamiento en prisión y por su voluntad de reinserción, pueda conseguir una liberación anticipada o algún tipo de atenuación del rigor penitenciario, obteniendo permisos de salida de fin de semana, la clasificación en tercer grado, el traslado a un centro de régimen abierto, etc.

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Naturalmente, también hay quienes consideran que tales reducciones o atenuaciones del cumplimiento de una pena de prisión de larga duración suponen un debilitamiento de la eficacia preventiva general intimidatoria que deben tener las penas, tanto más cuando se trata de penas graves porque graves son también los delitos que las han provocado. Pero incluso los más fervorosos partidarios de la pena de prisión admiten la liberación anticipada después de haberse cumplido por lo menos dos terceras partes de la pena que le fue impuesta.

Ante este panorama desolador que presentan la pena de prisión en general y sobre todo las de larga duración en particular, parece que antes de introducir la más grave de todas, la prisión perpetua, en nuestro Ordenamiento jurídico, debería mirarse si el efecto político criminal que se pretende alcanzar con ella, que no puede ser otro que la intimidación y una mayor eficacia en la lucha contra el delito, es compatible con los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, y si no se trata más bien de un nuevo intento propagandístico político para aquietar la sensación de impunidad y de ineficacia que a veces se extiende tras la comisión de algún grave delito que, por las razones que sean, no es castigado o no lo es suficientemente a los ojos de la opinión pública. La demagogia punitiva en la que nos encontramos, a veces azuzada por medios de comunicación irresponsables o con una clara orientación conservadora y reaccionaria, pretende por esta y otras vías similares dar la sensación de que el endurecimiento del sistema punitivo es la única solución a los problemas de diversa índole que aquejan a cualquier país, sobre todo si éste se encuentra, como el nuestro, en una difícil coyuntura...

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