Racismo y xenofobia: del discurso al delito de odio
Autor | Donato Ndongo-Bidyogo |
Páginas | 47-57 |
RACISMO Y XENOFOBIA: DEL DISCURSO AL DELITO DE ODIO
Donato Ndongo-Bidyogo
bidyogod@gmail.com
A pesar de vivir en Murcia desde hace veintisiete años y desarrollar desde aquí mis acti-
vidades en medio mundo, no es frecuente que me llamen a participar en este tipo de actos.
¿Por qué? No me toca a mí responder a esta pregunta, aunque pueda intuir dicha respuesta.
Es bastante probable que quienes me ven por la calle, o en el tranvía, piensen que este negro
viejo es otro inmigrante recién rescatado de una patera tras huir de la miseria de su país. Sien-
to contradecir su percepción: llegué a España a los catorce años, en 1965, para estudiar en un
colegio de pago. Y aquí sigo desde entonces, salvo períodos cortísimos en Guinea Ecuatorial
y en Estados Unidos.
Como mi vida ha transcurrido principalmente entre los españoles, tengo conocimientos,
experiencia y legitimidad para armar que no es fácil ser negro en España. Llevo oyendo du-
rante lustros a los españoles proclamar que no son racistas, porque, dicen, aquí no se cuelga
a ningún negro en una encina, o los policías no nos apalean, como en Misisipí o en Alabama.
Celebro la autocomplacencia.
Yo soy escritor, y todo escritor escribe con la pretensión, o al menos esperanza, de ser leído.
Por eso no repetiré aquí cuanto ya he expresado en numerosísimos artículos, en mi breve ensa-
yo “Ser y sentirse negro en España”, publicado en 2011 en el libro colectivo titulado El otro en la
España Contemporán ea, o en mi novela El Metro. Si alguien dudase de mi apreciación, le reco-
mendaría leer, por ejemplo, a Juan Latino, un escritor negro que nació y vivió en la España del S.
XVI y fue profesor en la Universidad de Granada. También resulta oportuno recordar el magní-
co estudio del profesor Baltasar Fra-Molinero, que enseña en un College de Maine, en Estados
Unidos, titulado La imagen de los negros en el teatro del Siglo de Oro; textos que no sólo rati-
can la veracidad de cuanto digo, sino que, a través de ellos, se constata que apenas ha variado la
mentalidad, pese a los siglos transcurridos. Tengo hijos nacidos aquí, y padecen las mismas, di-
gámoslo suavemente, distorsiones que su padre años antes.
Ante todo, ello, mi reexión -porque los negros pensamos y reexionamos, aunque algu-
nos no lo crean- es que resulta muy fácil no ser racista en una sociedad cerrada, homogénea,
sin aristas, donde, desde los Reyes Católicos hasta casi ahora mismo, todos pertenecen a una
misma raza, hablan una sola lengua, practican un solo credo y comparten idénticos valores,
para ellos incuestionables, pese a la proclamada pluralidad. Porque, en cuanto empezaron a
colorearse estas calles, cuando llegaron otros humanos expresándose en otras lenguas, con
culturas diferentes que se maniestan en la vestimenta, en la comida, en la religión o en la
cosmovisión, nadie me negará que cambió la perspectiva. De ahí que consagrase mi labor
profesional a tratar de abrir un resquicio en sus ventanas que permitiera penetrar aire nuevo
en una sociedad que se enorgullecía en sus eslóganes ociales de su monolitismo.
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