Prólogo

AutorMaría Medina Alcoz
Cargo del AutorDoctora en Derecho Profesor Ayudante Doctor de Derecho Civil Universidad Rey Juan Carlos, Madrid
Páginas13-15

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Leí hace bastantes años —no precisamente en el Anuario de Derecho civil sino en la pseudoculturilla de la prensa deportiva, pues no se piense que los profesores universitarios estamos libres de embrutecernos con lectura de alto standing tipo Marca— que un futbolista llamado Lozano dedujo una reclamación, o declaró que lo iba a hacer, contra el jugador de otro equipo que le había propinado una patada tan alevosa y descomunal en el desarrollo de un partido, que le había arruinado su carrera deportiva. Aquello me recordó la catarata traumática que, en el intercambio de voleas propio de un partido de dobles de tenis, yo mismo provoqué en el ojo de uno de los oponentes cuando Ignacio Cano (años antes de que éste pasara a convertirse en el deslumbrante miembro del grupo Mecano) y yo competíamos como componentes del equipo del Real Madrid en nuestros años mozos.

Y es que estamos ante una de las parcelas más discutidas de la moderna responsabilidad extracontractual. A mi juicio, cabría entender que entre los que practican un deporte violento (pensemos en el boxeo o en el kárate) o simplemente, arriesgado, existe una tácita aceptación de los riesgos, siempre que se trate de lesiones producidas dentro de las reglas del juego y como lances normales del mismo. Dice la sentencia de 22 de octubre de 1992, dictada para un caso de reclamación por los daños causados en el transcurso de un partido de pelota, que «en materia de juegos o deportes de este tipo la idea del riesgo que cada uno de ellos pueda implicar —roturas de ligamentos, fracturas óseas, etc.—, va ínsita en los mismos y consiguientemente quienes a su ejercicio se dedican lo asumen, siempre claro es, que las conductas de los partícipes no se salgan de los límites normales». Semejantes consideraciones se pueden encontrar en las sentencias de 20 de marzo de 1996 y 27 de abril de 1998, para casos de accidentes en la práctica del esquí, en la de 16 de octubre de 1998, para otro de daño en la práctica de la equitación, y en la de 14 de abril de 1999, para otro de accidente de parapente. Y algo parecido cabría decir del célebre caso Dann v. Hamilton, 1939, también tratado por la autora de esta monografía, que leí yo en HEPPLE y MATHEWS (Torts. Cases & materials, London, 1985, págs. 308 y ss.), del pasajero que acompaña voluntariamente al conductor en estado de embriaguez, y quién sabe si también de quien frecuenta las relaciones sexuales con personas desconocidas, pero que no destacan...

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