A modo de conclusión: el rompecabezas del derecho a la vivienda

AutorMaría José González Ordovás
Páginas201-218

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Esta especie de ecuación de segundo grado en que se ha convertido la eficacia de los derechos sociales en el presente contexto socioeconómico afecta de manera especial al derecho a la vivienda, en él la crisis nos muestra con todo descaro nuestras graves y principales contradicciones jurídicas1. Hemos tratado de esbozar aquí la crítica de una situación crítica2 y así,

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para referirnos a las políticas urbanas y de vivienda, hemos concluido que la inaplicabilidad y aplicación selectiva del Derecho son formas sutiles de desvelar una determinada voluntad de no aplicación y por tanto de génesis de ineficacia. Sin voluntad de eficacia no hay norma escrita que resista la prueba de la aplicación. La voluntad es el espíritu interpretativo de la ley sin la cual no pasa de ser letra muerta incapaz por tanto de cambiar y mejorar la realidad. Sin una voluntad firme y cierta de eficacia, ¿dónde está el Derecho? ¿qué es? y ¿cuál es su función?

Algo parece cierto, el Derecho no ha de ser el guardián del concepto, tarea difícil cuando hay una «reducción del comportamiento humano al del homo economicus»3 y se hace sociedad, principalmente, a través de la imagen. Pero sobre todo porque no es ésa la tarea encomendada al Derecho, demasiada quietud para el pensamiento jurídico, que más próximo a la tarea activa de un ingeniero, ha de ser capar de crear caminos para alcanzar los fines, ha de acercarse a los principios aplicando los principios. De nuevo la circularidad que además de su complejidad intrínseca ha de clarificarse y desvelarse en una época cuya enorme especialización actúa como un freno para el razonamiento. Dicho de otro modo, generamos situaciones y relaciones altamente complejas mientras producimos y gestionamos una forma de pensamiento simplificador, he ahí una de nuestras grandes paradojas que, por supuesto, también afecta al Derecho. «La compartimentación del saber en disciplinas cerradas, y que solo actúa por disyunción o reducción ha conducido a la incapacidad de reconocer y concebir lo complejo, los aspectos múltiples

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y opuestos de un mismo fenómeno, y a la incapacidad de tratar lo fundamental y lo global»4. Esa hiperespecialización tan apropiada para algunas disciplinas, técnicas especial-mente, no hace siempre bien al Derecho, asi, por ejemplo, un Derecho administrativo despojado de la Teoría del Derecho aportará un andamiaje conceptual de primer orden, pero no siempre suficiente para dar respuesta a los desafíos contemporáneos, cuya continua mudanza demanda también la aportación de la Filosofía jurídica5. Porque el Estado social tiene mucho de ética y de aspiración a la justicia a través de la libertad y la igualdad, todo encuentro con el Derecho que no incluya la reflexión iusfilosófica puede quedar falto de la perspectiva general y generalista que la maraña de reglas y normas requiere.

El funcionamiento no forzado del Derecho precisa de un consenso básico sobre el que asentarse el cual le proporciona el vínculo moral necesario para mantener suficiente cohesión social como para resistir los envites de los ineludibles conflictos sociales. En un complicado momento en que la letra constitucional sanciona derechos civiles, políticos y sociales, una atmósfera de crisis y pensamiento neoliberal estrechan toda lectura garantista. Pero no todo el peso de la balanza está del lado de lo público. Paralelamente asistimos a una distintiva forma de vivir y ostentar la ciudadanía, la del «nuevo consumidor de derechos» quien hace del Derecho un inventario de

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derechos de los que valerse y disfrutar con escaso hueco para la obligación que toda facultad o atribución comporta6.

Dada su magnitud, no es banal la repercusión de todo ello, de hecho, incluso hay quien reclama la «reconstrucción del sujeto moral» en el sentido de propiciar la formación un tipo de ciudadano que colabore en la construcción continua de la democracia incluyendo los deberes entre su repertorio de acciones y fines. Y es que el ciudadano «no puede ser un simple sujeto pasivo, acreedor de unos derechos cuyo responsable y garante último siempre es otro, a saber, el Estado. El ciudadano tiene él mismo una serie de obligaciones imprescindibles no sólo para una convivencia pacífica y amable, sino para que los mismos derechos lleguen a efectivamente a todos los individuos»7.

Entretanto, llamados a entenderse, lo público y lo privado han de reinventarse continuamente y buscar un equilibrio que difícilmente será estable y muy probablemente habrá de conformarse con ser eventual y fluctuante pues «resulta preferible, como norma general, mantener un equilibrio precario que impida la aparición de situaciones desesperadas, de alternativas insoportables. Esa es la primera condición para una sociedad por la que podemos luchar siempre, teniendo como guía el ámbito limitado de nuestros conocimientos, es incluso de nuestra comprensión imperfecta de los individuos y de las sociedades. Es muy necesaria cierta humildad en estos asuntos»8.

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Pues bien, en medio de todo ello, la configuración del derecho a la vivienda en nuestro sistema jurídico puede resultar paradigmática: profusa, laberíntica, asimétrica y compleja, sólo los expertos conocen lo bastante los vericuetos de las legislaciones estatal y autonómicas como para operar con ellas en un constitucionalismo multinivel9. Constitucionalismo en tres dimensiones que entraña el reconocimiento de centros de poder normativos infra, supra y estatales que incorporan principios que funcionan en red. En nuestro país ese constitucionalismo multinivel se ha impulsado y desarrollado con las reformas estatutarias ya comentadas.

Frente la práctica asimilación constitucional entre derechos subjetivos y derechos civiles y políticos por un lado y principios rectores y derechos sociales, por otro, los nuevos Estatutos de Autonomía han dado un salto cualitativo al difuminar esa rígida equivalencia. A raíz de los mismos bien podría decirse que ni son todos los que están ni están todos los que son. Así, todos ellos, sean civiles, políticos y sociales al disponer de garantías norma-tivas y jurisdiccionales podrían ser alegados ante los Tribunales adquiriendo así la categoría de derechos subjetivos. El Estatuto de Cataluña es buen ejemplo de ello al dedicar un único capítulo, el Capítulo I del Título I, a los «Derechos y deberes en el ámbito civil y social» y dentro de él, en el artículo 26 los derechos en el ámbito de la vivienda. Pero además se desdibuja la inamovible y clásica distinción entre derechos subjetivos y principios rectores pudiendo un bien jurídico ser protegido de ambas formas. De nuevo el Estatuto de Cataluña nos servirá de ejemplo, la vivienda que como acaba de indicarse se recoge como derecho en el cita-

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do artículo 26 también es, en el 47, uno de los principios rectores (Título I, Capítulo V). En el Estatuto de Andalucía observamos repetirse esa doble consideración de la vivienda, en el artículo 25 (Titulo I, Capítulo II «Derechos y deberes») y en el 37.22 (Título I, Capítulo III) se dispone como principio rector «El uso racional del suelo, adoptando cuantas medidas sean necesarias para evitar la especulación y promoviendo el acceso de los colectivos necesitados a viviendas protegidas.»

Además, también en ambos Estatutos se supera una importante limitación de los principios rectores constitucionales que venía impuesta por el artículo 53.3 en virtud del cual esos principios «sólo podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen.» Por el contrario, el art. 39.3 del E.A.C.10 y el 40.2 del E.A.A.11 suprimen el adverbio «sólo» sugiriéndose así, primero, «que los principios rectores siempre podrán ser alegados ante jueces y tribunales» y, segundo, «que el grado de exigibilidad dependerá del desarrollo legislativo correspondiente, pero que la falta de ley no tendría por qué suponer la ausencia de todo contenido normativo»12.

El hecho de que ésos y otros cambios introducidos en los nuevos Estatutos no hayan sido recibidos del mismo modo por toda la doctrina, fenómeno bastante común en el Derecho por otra parte, resulta inevitable dada la alta carga de contenido político asociado a ellos. Lo que para unos es un ataque intolerable, para otros resulta una actualización coherente pero en

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todo caso, unos y otros habrán de tener presente que la vivienda y el urbanismo son un asunto de Estado de primera magnitud y que su tratamiento óptimo pasa por una colaboración integradora de las Administraciones competentes y de éstas con sus ciudadanos a través de la información y participación, pero también por un giro en la perspectiva de la política de vivienda que, necesaria y urgentemente, ha de concebirse, entenderse e interpretarse desde el principio de Desarrollo Urbano Sostenible.

A la ciudad, ese «espacio que somos» donde se produce una simbiosis completa entre derechos humanos, política y eficacia no le resultan satisfactorios los viejos remedios. Es un escenario nuevo caracterizado por su dispersión, fragmentación y discontinuidad que implica «un nuevo marco de convivencia con su consiguiente sistema de fricciones y relaciones espaciales y está surgiendo como resulta de un proceso abierto que nadie lidera en cuanto a sus objetivos últimos»13. La convergencia no bien equilibrada entre intereses públicos y privados con efectos en ocasiones devastadores sobre el suelo, la costa y las superficies agrícolas y forestales14 ha hecho imprescindible la creación y adopción de criterios nuevos capaces de compaginar desarrollo y sostenibilidad.

La Carta de la Naciones Unidas no menciona de forma expresa ni el medio ambiente ni el desarrollo sostenible pero su preocupación sobre lo que comenzó denominando «el medio humano» data de 1968 cuando en la Resolución 1346 (XLV) el Consejo Económico y Social recomendaba a la Asamblea General que convocara una conferencia sobre los problemas del mismo. A raíz de...

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