Justicia y administración entre antiguo y nuevo régimen

AutorLuca Mannori
CargoCatedrático de Historia de las Instituciones Políticas de la Universidad de Florencia (Italia)
Páginas125-146

    El presente artículo fue publicado en R. ROMANELLI (a cura di), Magistrati e potere nella storia europea, Bologna, 1997, pp. 39-65. La traducción al castellano ha sido realizada por Alejandro Agüero y Mª Julia Solla, que son miembros del proyecto de investigación del Ministerio de Educación y Ciencia «Cultura jurisdiccional y orden constitucional: justicia y ley España e Iberoamérica», con referencia SEJ2004-06696-c02-02.

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I Los «confines» de lo judicial

Numerosos motivos aconsejan volver hoy sobre un tema que podría considerarse ya sustancialmente agotado en el plano historiográfico, el de los orígenes de la separación entre función judicial y función administrativa en el ámbito de la experiencia iuspolítica occidental.

Aun cuando frecuentemente se define como una actividad dirigida a aplicar o a ejecutar la ley, el ejercicio de la jurisdicción no agota, por sí solo, este deber fundamental en ninguno de los Estados contemporáneos. Junto a los aparatos compuestos por «jueces» y destinados Page 126 a aplicar el derecho según los ritos altamente formalizados propios del sistema procesal, existen por doquier otros aparatos, compuestos por aquellos personajes que comúnmente llamamos «administradores» o «funcionarios». A éstos, los ordenamientos les confían la ejecución de una masa de prescripciones cada vez más imponente y conforme a métodos totalmente distintos de los que son característicos del mundo judicial. Para expresarnos en el lenguaje de los revolucionarios del ´89, es como si en nuestros sistemas institucionales la voluntad general de la nación, después de haberse traducido en norma legal siguiendo el canal unitario de la representación política, en el momento de descender sobre la cabeza de cada ciudadano bajo la forma de una cascada de prescripciones concretas, se bifurcase en dos caminos diferentes: según se confíe su ejecución a una autoridad con carácter judicial o con carácter administrativo. Los aparatos judiciales encuentran, pues, en la existencia de los administrativos el límite principal a su capacidad operativa, y viceversa.

Los motivos que están detrás de este «desdoblamiento» de las burocracias públicas se pueden detectar siguiendo dos perspectivas fundamentales. La primera es la propia del pensamiento jurídico-constitucional, que se ha ocupado de dar cuenta del fenómeno en términos funcionales. Asumida la existencia del dualismo justicia-administración como un hecho positivo, los juristas se dedicaron a la búsqueda de las razones objetivas que justificaban su existencia en el plano de los principios organizativos del Estado moderno, para concluir, en general, que jueces y administradores desempeñan unas actividades intrínsecamente diferentes y no recíprocamente compatibles, de modo que la separación orgánica entre ambos grupos de operadores públicos responde a una exigencia organizativa imprescindible. La segunda perspectiva es, en cambio, aquella propia de la investigación historiográfica, que asumió el deber de reconstruir las vicisitudes a través de las cuales esta bipartición se produjo efectivamente a lo largo de los siglos. Sobre todo a partir de finales del siglo XIX, este tema se impuso como una de las cuestiones cruciales de la historiografía institucional europea, que detectó en el proceso de especialización de los aparatos uno de los pasajes decisivos para la construcción del Estado. Incluso hoy, basta con recorrer los manuales más difundidos o cualquier repertorio bibliográfico para darse cuenta de cómo la cuestión de las relaciones entre autoridades ejecutivas y judiciales está entre las más presentes en la conciencia de los historiadores de las instituciones, y entre las más profundamente investigadas.

Aun así, a pesar de la riqueza y la precisión de la información, parece que el verdadero problema de la separación continúa sustrayéndose a una compresión histórica realmente satisfactoria. Quien se asoma hoy sin prejuicios a este tema advierte enseguida cómo casi toda la investigación historiográfica en esta materia está fuertemente condicionada por la representación que el Estado contemporáneo ofrece de sí mismo, y más en concreto por las respuestas que la cultura jurídica ha dado desde el inicio al problema de las relaciones justicia-administración. En efecto, el constitucionalismo continental ha hipostasiado hasta tal punto la teoría de los «tres poderes del Estado» que legislación, jurisdicción y administración se presentan como las funciones necesarias y «naturales» de cada Estado digno de Page 127 ese nombre, asignando al historiador mucho antes la misión de avalar este diseño teórico a través del propio bagaje erudito que la de explicar sus orígenes y su economía interna. De esta subordinación de la refl exión historiográfica con respecto a la jurídica nació un modelo explicativo en apariencia muy sólido, pero en realidad fundado, en gran medida, sobre premisas que poco tienen que ver con la investigación histórica.

En el presente trabajo se pretende, por tanto, reconsiderar la problemática de las relaciones entre jurisdicción y administración partiendo justamente de una crítica al pensamiento jurídico constitucional contemporáneo en lo relativo a este tema, para después proponer una reconstrucción histórica un poco diferente a la que, aún hoy, comúnmente se mantiene.

II Justicia y administración en la perspectiva del pensamiento jurídico liberal

Como es sabido, la imagen formal del Estado que todavía hoy -nos guste o no- continúa dominando en gran parte nuestra cultura continental se determina entre finales del XIX y principios del XX. Esta imagen es, en esencia, la de un Estado administrativo; y son precisamente los administrativistas los que fijarán sus trazos fundamentales en un período de años bastante breve, que podríamos localizar orientativamente entre 1892 (primera edición del Précis de droit public et administratif de Maurice Hauriou), 1895 (publicación del Deutsches Verwaltungsrecht de Otto Mayer) y 1901 (cuando vieron la luz los Principii di diritto amministrativo de Santi Romano).

Esta literatura -que, como veremos recoge y formaliza al más alto nivel una larga tradición precedente- presenta un núcleo conceptual fuertemente común, constituido por el proyecto de exaltar sin reservas la vocación administrativa del Estado, atemperándolo, sin embargo, al mismo tiempo, con el principio de legalidad. La economía elemental de este discurso es simple y consiste en subrayar el hecho de que el Estado contemporáneo está llamado a desempeñar un papel protagonista en el ámbito de la vida social, si bien conservando intacta la propia naturaleza de «Estado de derecho» sometido a la soberanía de la ley en todo momento de su actuación. Conque, el modo más eficaz que se encontró para enfatizar este doble carácter fue el de contraponer el Estado liberal al modelo de organización política que lo había precedido inmediatamente en el curso del desarrollo histórico, o sea, al llamado Estado absoluto, construyendo para ello, arteramente, una imagen de este último estrictamente funcional para iluminar los perfiles de la estatalidad contemporánea que más interesaban a los juristas. La operación (desarrollada de un modo que quizá no se haya superado en la primera parte del gran tratado de Mayer) consistió sustancialmente en presentar al absolutismo como un régimen en el que la autoridad pública había alcanzado más o menos la misma consistencia y concentración típicas de la edad contemporánea; con la diferencia, sin embargo, de que todo poder estaba entonces monopolizado por el monarca Page 128 y por sus agentes. La relación entre edad moderna y contemporánea se movía, por ello, sobre dos elementos, uno de continuidad y uno de ruptura. La continuidad venía dada por el hecho de que el Estado absoluto se presentaba como un Estado a todos los efectos ya «moderno», en cuanto Estado burocrático, Estado de funcionarios y de administradores, Estado de bienestar portador de un gran proyecto de manipulación social; en una palabra, un Polizeistaat cuyo avanzado perfil asumía toda su importancia en contraste con el viejo «Estado de justicia» tardo-medieval, que veía, por el contrario, limitado su propio rol a un simple arbitraje entre los intereses de diversos grupos sociales. La discontinuidad se hacía patente, en cambio, en aquella total ausencia de garantías constitucionales que habría caracterizado la vida pública del Seis-Setecientos. Es más, el carácter profundamente viciado del absolutismo se encontraba, precisamente, en la contradicción entre la enorme amplitud de los poderes que el soberano controlaba gracias a su imponente maquinaria administrativa y la inexistencia de un límite legal a su ejercicio, de tal manera que la crisis final de este tipo de Estado era reconducida no a una carencia, sino acaso a un exceso de estatalidad, al que el liberalismo se habría encargado de poner remedio a través de los propios documentos constitucionales, de la propia ideología legalista y de la teoría de los derechos subjetivos.

Este modelo del Estado absoluto ha desempeñado y desempeña todavía (quizás bajo la apariencia de una mera premisa implícita) un papel fundamental en el seno del discurso jurídico, y lo hace bajo un doble punto de vista. Por un lado, sirve para presentar el poder burocrático-administrativo como un dato originario e indisponible del Estado moderno, que el Ochocientos simplemente ha encontrado y de cuya existencia no es responsable ni para bien ni para mal. Por otro lado, permite ofrecer una imagen íntegramente liberal-garantista del derecho público, ubicándose en él el conjunto de las normas y de los institutos encaminados a contener el poder excesivo del Estado, que en esencia...

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