Introducción
Autor | Manuel Jaén Vallejo/Enrique Agudo Fernández |
Cargo del Autor | Letrado Tribunal Supremo |
Páginas | 13-22 |
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El tema jurídico de las víctimas en la justicia penal tiene varias aristas, de enorme interés todas ellas, que justifican la dedicación que la doctrina le viene dando en los últimos años, y que en nuestro país se ha traducido a nivel legislativo en la aprobación de dos normas básicas: la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito, y el Real Decreto 1109/2015, de 11 de diciembre, por el que se desarrolla esta Ley y se regulan las Oficinas de Asistencia a las Víctimas del Delito.
La Ley del Estatuto de la víctima del delito de 2015 deja claro en el preámbulo su finalidad, que no es otra sino la de ofrecer “una respuesta lo más amplia posible, no sólo jurídica sino también social, a las víctimas” y “no sólo reparadora del daño en el marco de un proceso penal, sino también minimizadora de otros efectos traumáticos en lo moral que su condición puede generar, todo ello con independencia de su situación procesal”. Por ello, añade dicho preámbulo, partiendo del reconocimiento de la dignidad de las víctimas, la Ley constitutiva del Estatuto jurídico de la víctima del delito pretende “la defensa de sus bienes materiales y morales y, con ello, los del conjunto de la sociedad”.
La víctima ya no es esa persona olvidada, relegada a la condición de objeto neutro, pasivo, anónimo, del suceso delictivo, que sólo inspiraba compasión, como lo denunciaba García-Pablos en su Manual de Criminología, reivindicando este autor que se llevara a cabo una redefinición de rol de la víctima, tanto en el marco del derecho penal material y procesal como en el de otras disciplinas, pues un Estado que se define como social y democrático de Derecho “no puede
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seguir ignorando a la víctima inocente del delito”1, sino reconocerla como una persona que ha sido lesionada en sus derechos y merece ser protegida. Como dice la Directiva 2012/29/UE, la víctima debe ser tratada de manera respetuosa, sensible y profesional, sin discriminación alguna, amparándola “frente a la victimización secundaria y reiterada, así como frente a la intimidación y las represalias”, debiendo además “recibir apoyo adecuado para facilitar su recuperación y contar con un acceso suficiente a la justicia”.
La especial preocupación que los responsables públicos han manifestado en los últimos años por la necesaria protección de las víctimas del delito, plasmada ya desde hace algún tiempo, en España, en un conjunto de medidas de apoyo y reconocimiento de derechos a favor de aquéllas2-fenómeno éste al que no podía sustraerse nuestro país por exigencias derivadas de la normativa europea en la materia-, ha hecho posible la existencia de un buen marco normativo garante de los derechos e intereses de la víctima, al que está dedicado este libro. Tutela que no debe ser excusa en ningún caso para una posible relajación de las garantías del acusado, pues no se debe olvidar que no hay mayor víctima que una persona acusada de un delito que no ha cometido, luego inocente, hipótesis ésta que es, en realidad, la que siempre ha de tenerse presente en todo proceso penal.
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Pero a las víctimas no sólo se las protege apoyándolas y reconociéndoles un conjunto de derechos y garantías: así se ha hecho, como se verá, en el Estatuto de la víctima del delito aprobado por la Ley 4/2015 y su real decreto de desarrollo. También se las protege a través de la rehabilitación y reinserción social que debe orientar, por mandato constitucional, las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad (art. 25.2 de la Constitución), porque, en verdad, no hay mejor manera de proteger a las víctimas que recuperando al infractor para la sociedad.
El incremento de las penas privativas de libertad no siempre se muestra eficaz, especialmente cuando se trata de personas con tendencia a repetir el delito, luego reincidentes, es decir, personas con
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dificultades para ajustar su comportamiento al marco normativo. En cambio, una buena y eficaz política de ejecución penal, incluso, en su caso, a través de medidas de seguridad, como la libertad vigilada, introducida en nuestro código por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, si bien sólo para los delitos de terrorismo y contra la libertad e indemnidad sexuales, ahora extendida, a partir de la Ley Orgánica 1/2015, a los casos violencia de género (art. 156 ter) y violencia habitual (art. 173.2), resulta más efectiva que un mero alargamiento de la pena de prisión, que muchas veces sólo retrasa el problema3.
Libertad vigilada, cuya efectividad presupone un buen aparato de cumplimiento de la medida, basado en un adecuado régimen de asistencia social, que permita una vigilancia efectiva del sometido a la libertad vigilada y facilite el cumplimiento de las obligaciones y reglas de conducta que aquélla implica, como así lo prevé el propio Código Penal en su art. 105, último párrafo.
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El terrorismo sufrido por España durante tanto tiempo, con un elevado número de víctimas, directas e indirectas, con una situación, además, de amenaza y de falta de libertad en parte del territorio nacional, hoy, afortunadamente superada, ha influido mucho, como no podía ser de otra manera, en la especial sensibilidad de nuestro país, de sus instituciones y de los ciudadanos en general, por las víctimas y, muy en particular, por las víctimas del terrorismo. Este fenómeno también ha llevado a reforzar la política criminal contra el terrorismo, porque, aparte de los daños individuales que produce, ataca las bases mismas del propio Estado democrático, a sus libertades. Como dijo la Sentencia del Tribunal Constitucional 89/1993, el terrorismo “supone un desafío a la esencia misma del Estado democrático y también un riesgo especial de sufrimientos y de pérdida de vidas humanas”.
El sistema de delitos y penas, pues, no puede quedar indiferente, sino que debe ofrecer los necesarios mecanismos que permitan recuperar la estabilización de las normas vulneradas. Consciente de todo ello, de la extraordinaria gravedad del...
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