Intervención de D. Pablo González Mariñas, ex Secretario del Instituto de Estudios Administrativos del INAP
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El tiempo es un gran enigma.
Si supiésemos lo que es realmente el tiempo, quizá entonces sabríamos quién somos y qué somos. En el fondo, concreta siempre un problema de identidad: el hombre no es solamente lo innato, sino también lo adquirido. Y sólo cuando somos capaces de aproximar tiempo y memoria, nos acercamos a nosotros mismos; y, con ello, a nuestros amigos, fundidos inseparablemente en nuestra identidad.
Cuando en la radio de mi coche sonaron aquellos disparos que hoy nos congregan, vino a mi cabeza, al nombre de Manolo, un aluvión de memoria.
Como en los «cuatro cuartetos», el tiempo pasado se fundió en el presente (más vivo que nunca) y abrió para el futuro el enigma de lo absurdo e incomprensible.
Dijo un poeta que cuando uno ha estado en la cárcel, cada vez que, ya en libertad, muerde un mendrugo de pan, vuelve indefectiblemente a ella. Y yo, que no soy poeta, siento ahora que quien ha vivido tiempos felices de compañerismo y amistad, vuelve indefectiblemente a ellos cuando tiene que morder el pan amargo del asesinato estúpido de un amigo.
Ni siquiera vale la pena formularse la pregunta clásica de todo abogado ante lo oculto de cualquier crimen: ¿quid prodest?, ¿a quién beneficia? Porque a nadie aprovecha el sacrificio inicuo e irracional de una vida.
Por eso, tragándome el amargor, quiero volver por unos minutos, con todos vosotros, a aquel tiempo risueño y augural de tantas vidas nuevas, como la de Manolo, ahora truncada en su mejor madurez y serenidad.
Hablo de aquel tiempo de Alcalá (finales de los sesenta, comienzos de los setenta) que es parte de la identidad de muchos de nosotros: la de tantos y tantos compañeros y colegas del IEA y de la vieja ENAP, en la sede cisneriana de la originaria Universidad Complutense.
Allí llegó un día Manolo, como nosotros, con un equipaje ligero: un estimable currículum académico, muchas ilusiones y los ojos muy abiertos a la novedad y al futuro. Era aquella una España expectante, en el impasse de lo que moría y la incertidumbre de lo nuevo, que estaba ya llegando. Y la misma tesitura en las personas, en los recién licenciados, ávidos de ser alguien y aportar algo en tiempos de apertura.
No tengo que hacer ningún esfuerzo para imaginar el primer día de Manolo, porque otros lo habíamos pasado hacía bien poco:
- El frío mañanero de un Madrid de octubre;
- calle Alcalá Galiano, al costado de Castellana, 3;
- el viejo autobús rojo de Fermín;
- el Ya o el Madrid apretado entre las manos como ayuda de la timidez...
Y allá vamos;
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- y, a la altura de las chuletas de San Fernando, otra vez los malditos nervios que aprietan;
- un avión que despega de Barajas... ¿por qué no iré yo en él, Dios mío?; - luego, más carretera, la fábrica de Gal y, al fin, la vieja Universidad. - el sol radiante en la fachada, que no ilumina, sin embargo, la incógnita de lo que nos esperará ahí dentro: ¿qué significarán esos magníficos atlantes que no me sacan la mirada?
Pero, flanqueada la entrada, aquello no era adusto ni sobrecogedor, ni aun viniendo de Cartagena, de Tenerife, de La Coruña (como yo), o de Jaca (como Manolo). Los cisnes del pozo central y la sombra de los porches del claustro auguraban cosas buenas.
Claro que por allí andaban a sus quehaceres los consagrados (los Paramés, García Mena, De Juan, De la Oliva, García...
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