La regulación independiente del sector audiovisual español: una reflexión sobre problemas, perspectivas y posibilidades

AutorJoan Botella Corral
CargoCatedrático de ciencia política de la Universidad Autónoma de Barcelona y presidente de la Plataforma Europea de Autoridades Reguladoras (EPRA). Departamento de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona
Páginas2-8
LA REGULACIÓN INDEPENDIENTE DEL SECTOR AUDIOVISUAL ESPAÑOL:
UNA REFLEXIÓN SOBRE PROBLEMAS, PERSPECTIVAS Y POSIBILIDADES
Joan Botella Corral*
* Joan Botella Corral, catedrático de ciencia política de la Universidad Autónoma de Barcelona y presidente de la Plataforma Europea de
Autoridades Reguladoras (EPRA). Departamento de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona, edificio B, Campus
UAB, 08193 Bellaterra, Cerdanyola del Vallès, joan.botella@uab.cat.
Artículo recibido el 17.12.2006.
Revista catalana de dret públic, núm. 34, 2007
Joan Botella Corral
Toda consideración sobre la situación de la regulación del sector audiovisual en España tiene que partir de dos
afirmaciones.
La primera es un común entre los estudiosos: la legislación española sobre el sector audiovisual
representa como pocas las características de una selva normativa espesa, desordenada y desprovista de sentido.
Por un lado, la radio sigue falta de toda norma reguladora general, mientras que, por otro lado, la regulación de
la televisión se ha ido haciendo a través de una sucesión de normas, concebidas como aplicables a un solo tipo de
transmisión televisiva (Ley de televisiones privadas, Ley de televisión local...), que se reproducen
miméticamente las unas a las otras pero que, precisamente por eso, heredan los vicios anteriores y siguen faltas
de una visión global. Sólo para poner un ejemplo: todas las televisiones en España, sea cuál sea su titularidad y
su cobertura geográfica, tienen todavía hoy la consideración legal de “servicio público”, tal como quedó fijado
en el Estatuto de Radio Televisión Española de 1981. Toda la producción legislativa posterior, incluidas diversas
leyes de acompañamiento de los presupuestos generales del Estado, ha mantenido esta ficción, aunque era
manifiesto que la era del monopolio estatal de la televisión había quedado atrás.
La segunda afirmación es menos conocida que la primera, pero está estrechamente ligada a aquélla (y,
me temo, la explica): España es el único Estado europeo sin una autoridad reguladora independiente del sector
audiovisual. Las funciones de administración de la legislación audiovisual corresponden, en el ámbito del
Estado, a las autoridades del gobierno; y el esquema ha sido reproducido, en los correspondientes ámbitos de
atribuciones, por las comunidades autónomas, salvo Cataluña, Navarra y Andalucía, donde existen consejos
audiovisuales con poderes importantes, homologables a las autoridades independientes del resto de Europa (y
homologados con éstas, como lo demuestra su admisión en la exigente asociación que las reúne, el European
Platform of Regulatory Authorities (EPRA), es decir, Plataforma Europea de Autoridades Reguladoras, con
sede en Estrasburgo).1
Y hablo de Europa en el sentido de la “Gran Europa”, que no incluye sólo los estados miembros de la
Unión Europea, sino todos aquéllos que forman parte del Consejo de Europa. Incluso fuera del continente
europeo la situación española empieza a ser destacable: en este terreno, España ha quedado por detrás de (sin
ningún orden de preferencia) Chile, Marruecos, Estados Unidos, Israel, Mozambique, Sudáfrica...
Obviamente, se puede afirmar que la ausencia de una autoridad independiente no representa
necesariamente una posición retardataria en relación con otros países (más adelante volveremos sobre esta
cuestión), en beneficio de una concepción más “judicialista” de la regulación audiovisual, o incluso de una
perspectiva abiertamente liberalizadora y desreguladora. Pero lo que no tiene equivalente en las democracias
avanzadas actuales es el hecho de que las funciones reguladoras más básicas estén en manos de la autoridad
política. Las transformaciones más recientes en el panorama audiovisual español han sido de la más alta
trascendencia: la modificación de los límites a la concentración empresarial en el ámbito radiofónico, la
autorización de una nueva cadena de televisión de alcance estatal (denominada La Sexta) o la modificación del
título de concesión de otra para permitirle la emisión en abierto y no en forma codificada como hasta aquel
momento (la anteriormente denominada Canal Plus, que ahora ha pasado a ser Cuatro) son ejemplos de
decisiones de gran trascendencia, con impacto sobre la concurrencia, sobre el mercado publicitario o sobre los
contenidos de la programación televisiva, pero que han sido adoptadas en exclusiva por el Gobierno, y
respondiendo, se puede esperar, a la lógica con que los gobiernos adoptan estas decisiones: una lógica
primordialmente política.
Se trata, pues, de una situación excepcional, analizada por muchos observadores y las mismas
autoridades políticas: ya el año 1995 el Senado aprobó por unanimidad las conclusiones de la denominada
Comisión Camps (p la senadora p Barcelona Victòria Camps), sobre los contenidos televisivos, que, entre sus
recomendaciones, citaba la creación y la puesta en marcha de un organismo regulador independiente.
Especular sobre las razones del retraso sería inapropiado y, probablemente, no permitiría grandes
descubrimientos originales. Más interés puede tener, sin embargo, examinar, a partir de la experiencia
comparativa con otros países, cuáles son las dificultades que se plantean hoy para la creación de un organismo de
1
Se puede consultar útilmente su página web: www.epra.org. La problemática general de la regulación independiente (y no limitada al
ámbito audiovisual) está bien tratada en estudios generales, como Baldwin y Cave (1999), o bien Moran (2002). Una buena contribución
española, que examina a fondo los casos de España y Estados Unidos, es Gil (2002).
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La regulación independiente del sector audiovisual español…
regulación del sector audiovisual. El conjunto de transformaciones en curso en el sector audiovisual (tanto en el
plan interno como en el ámbito internacional) hacen que la realidad a que la nueva autoridad se tendría que
enfrentar tenga unas características e incluya unos retos que exigen una reflexión renovada.
Me permito ordenar estas nuevas circunstancias en tres diferentes órdenes de cuestiones.
En primer lugar, hay que hacer referencia a dificultades de carácter constitucional. La Constitución de
1978 distingue muy claramente entre telecomunicaciones y medios de comunicación social. Con respecto a las
primeras, la competencia es exclusiva del Estado, en línea con los compromisos internacionales asumidos por los
estados europeos con respecto a la gestión del espacio radioeléctrico. En cambio, los medios de comunicación
social constituyen un ámbito de competencia compartida, ya que el Estado tiene atribuida la competencia sobre
la regulación de los aspectos básicos de la materia, además de la responsabilidad sobre los medios de
comunicación de los cuales es titular, y de los que tienen el conjunto del país como ámbito de cobertura,
mientras que, por su parte, las comunidades autónomas tienen reconocida una competencia exclusiva en relación
con la cultura en su ámbito territorial, referencia que incluye toda forma de radiodifusión.2
Aquella distinción constitucional encaja mal con la evolución general del sector audiovisual a escala
internacional, caracterizada por la denominada convergencia. Con este término se alude a la creciente
integración entre redes de comunicación y servicios de comunicación, entre infraestructuras y contenidos
audiovisuales. Los dos mundos estaban muy separados, a partir de la famosa distinción entre comunicación
“punto a punto”, propia de las telecomunicaciones, y comunicación “punto-multipunto”, o “de uno a muchos”,
propia del mundo de la radiodifusión. Pero los procesos de convergencia, primeramente entre etapas del proceso
comunicativo y, después, entre empresas de los dos ámbitos, ha borrado o difuminado esta distinción: ¿cómo se
puede calificar la captación de programas de televisión a través de Internet? ¿O el hecho de que las compañías
telefónicas más tradicionales estén utilizando las redes de banda ancha para difundir programas televisivos u
obras cinematográficas? La digitalización elimina barreras entre servicios y los aproxima de manera
significativa: la utilización del teléfono móvil como terminal de ordenador, como aparato de radio o como
televisor portátil, proceso que ya está en funcionamiento, o al menos en fase de prueba en muchos países,
constituye la forma extrema de la de la radiodifusión. Estamos a un paso de la televisión a la carta, de la
situación en que el espectador podrá ver cualquier cosa, en cualquier momento, con cualquier aparato.
Este proceso está cargado de consecuencias reguladoras: la protección de los menores, para poner un
solo ejemplo, fundamentada convencionalmente en la obligación de emitir ciertos contenidos en ciertos horarios
restringidos, queda seriamente amenazada cuando la noción de horario se evapora, cuando sea el espectador
quien decida libremente en qué momento podrá consumir cierto programa.
En un tono menor, la erosión de la distinción entre telecomunicaciones y radiodifusión afecta también a
la situación de los organismos reguladores de estados federales. Bélgica o Alemania no tienen una autoridad
reguladora a escala nacional, sino que las autoridades del audiovisual están situadas a nivel de los länder
(Alemania) o de las comunidades (Bélgica); el proceso de convergencia puede inducir fácilmente a una
centralización de la situación. En sensu contrarío, los países que han avanzado más en el proceso de
convergencia, fundiendo en una sola autoridad la regulación de las telecomunicaciones y la regulación
audiovisual, lo han hecho en la figura de un único regulador integrado (Ofcom en Gran Bretaña o en Suiza,
Agcom en Italia).3
La aproximación entre telecomunicaciones y sector audiovisual da lugar también a un importante
conjunto de transformaciones que me permitiré denominar culturales, hecho que constituye el segundo orden de
dificultades. Quizás es una coincidencia o quizás una consecuencia ineluctable del proceso, pero en todo caso el
proceso de convergencia comporta la difusión (entre operadores, entre reguladores, entre analistas, entre
autoridades de la UE...) de una actitud, para decirlo brevemente, desreguladora. Los síntomas son muchos, como
2
Véase esta dimensión, abundantemente discutida, en Antoni Milian et al. (2004), donde se reflexiona a partir del caso catalán. En
términos más generales, puede verse Tornos (1999) o bien Rallo (2000).
3
Sobre las características de los organismos reguladores audiovisuales, se puede consultar, por ejemplo, Robillard (1996), una buena
ilustración del punto de partida; i la información reunida por el Consejo de Europa, Council of Europe (2003).
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Joan Botella Corral
se ha visto en la elaboración de una nueva directiva reguladora de la televisión en el ámbito de la UE (que en
estos momentos está siendo discutida en el Parlamento Europeo). Quizás la línea de razonamiento más clara es la
siguiente: la extensión de la oferta radiofónica y televisiva, gracias a los nuevos desarrollos tecnológicos
(televisión digital, Internet, banda ancha) hace a la vez inviable e innecesario mantener los viejos esquemas de
regulación de contenidos detallista y minuciosa.
Inviable: mientras los teleespectadores captaban media docena de canales era posible mantener un
seguimiento detallado de, por ejemplo, cuántos minutos de publicidad por hora se emiten o cuántas veces se
menciona a cada líder político en los programas informativos. Pero cuando la oferta televisiva se ha multiplicado
y se ha llegado a la recepción gratuita de centenares de canales televisivos, entonces se convierte en imposible
querer mantener esta supervisión enciclopédica, detallada, del conjunto de la oferta.
Y, a la vez, innecesario: en régimen de oligopolio, las posibilidades de influir sobre la opinión pública
son altas, y las posibilidades de escapatoria que tiene el espectador son escasas (a parte de la opción radical de
apagar el televisor). Como es bien conocido, y como sucede en todos los mercados, la competencia en régimen
de oligopolio tiende a ofrecer productos muy similares, poco diferenciados y de calidad mediocre. En cambio,
cuando se expande la oferta, se producen diversos hechos en cadena: ningún operador, por él solo, puede llegar a
un tanto por ciento significativo del público (reduciendo, por lo tanto, las posibilidades de influir
significativamente sobre la opinión pública); la estrategia más idónea para cada operador ya no es aspirar a
ofertas atractivas para un público masivo, sino afinar productos especializados que apunten a un determinado
sector del público (vetas de mercado especializadas: canales temáticos, informativos, musicales, etc.).
En pocas palabras: el incremento de la competencia da más posibilidades al espectador de encontrar
exactamente lo que busca, huyendo de las estrategias abusivas de los grandes operadores, que pierden las
posibilidades de influir de forma significativa en el mercado. A la vez, éstos se ven obligados a afinar sus
estrategias y sus ofertas de programación, para adecuarse mejor a las preferencias de los espectadores,
asegurándose así una calidad más alta de la programación y más satisfacción de las preferencias y necesidades de
los espectadores.
En cualquier caso, la consecuencia de estos dos razonamientos es la misma: es necesario desregular. En
un mercado de abundante oferta, en el cual nos acercamos a una situación de perfecta competencia, la regulación
es indeseable.
Ya sea por el predominio ideológico de visiones liberal-conservadoras, por la difusión de un cierto
zeitgeist o como consecuencia del intenso lobbying de las grandes empresas europeas de televisión, esta visión se
ha difundido sobradamente en los últimos años: claro está que se ha producido un visible retroceso de la noción
tradicional (“francesa”, si se quiere) de regulación, centrada en la regulación de los contenidos, para pasar a una
noción más ligera (deliberadamente sugerida por la generalización de términos como light touch, soft law o
similares, así como una deriva generalizada hacia mecanismos de corregulación, o incluso de autorregulación
sectorial), orientada a regular casi exclusivamente el acceso a la condición de operador audiovisual, concebido
ya no como una concesión de los poderes públicos, sino como el ejercicio de un derecho fundamental por parte
de un ciudadano (el titular de la empresa audiovisual). Acceso, además, poco regulado (se puede observar, por
ejemplo, una relajación de las reglas restrictivas de la concentración empresarial, o el considerable desinterés de
la Comisión Europea en torno a estos mismos temas), y sólo sometido a unas condiciones muy básicas y
generales.4
Esta referencia nos conduce, finalmente, hasta el tercer bloque de consideraciones: las que podemos
denominar las dificultades de orden político. Como ya queda indicado, el Senado español acordó por
4
El organismo que ha ido más lejos en esta dirección es la Ofcom británica. En su informe anual 2004-2005 (Ofcom, 2005), su
presidente, Sir David Currie, escribe: «Unos mercados que funcionen eficazmente, más que la regulación, son el medio más eficaz de
aportar innovación y crecimiento al sector, y más elección y calidad para los espectadores y los ciudadanos [...]. La Ofcom actúa con
prejuicio contra la intervención [...].» (pág. 3).
También en el mismo informe, el director ejecutivo de Ofcom escribe, de manera casi paradójica: «[...] nuestra ambición es ser un
regulador desregulador (deregulating regulator) en todo aquello donde sea posible» (pág. 8).
De hecho, la propia Ley de comunicación audiovisual de Cataluña, de diciembre de 2005, está en buena parte impregnada de este tipo de
referencias, al menos en alguno de sus títulos (pero, significativamente, no en otros, como los relativos a las obligaciones lingüísticas de
los operadores, la inserción de espacios publicitarios, etc.).
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La regulación independiente del sector audiovisual español…
unanimidad la necesidad de crear el Consejo Español de los Medios Audiovisuales. Pero desde entonces, a pesar
de los dos procesos de alternancia gubernamental registrados, los sucesivos gobiernos no han presentado ningún
proyecto sobre el tema, aunque han circulado diversos anteproyectos que preveían la creación de una autoridad
reguladora del sector, bien en términos de creación de una autoridad ex novo, bien mediante la posibilidad de la
ampliación de las funciones de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones.5
La ausencia de una autoridad reguladora a escala general ha permitido, como es bien sabido, la creación
de autoridades a nivel de comunidad autónoma. Ya hemos observado como la división competencial existente en
España, y la vinculación de la radiodifusión en el ámbito de la cultura —donde las comunidades autónomas
tienen competencias exclusivas—, justifican la adopción de estos organismos en las diversas comunidades
autónomas. Pero un segundo factor lo ha hecho, además, necesario: la existencia de un extraordinariamente
numeroso sector audiovisual local y autonómico. En el plan autonómico, la existencia de canales de titularidad
pública dependientes del gobierno de la comunidad ha sido motivo continuo de polémica política, lo cual ha
conllevado en algunos casos (en Cataluña primero, y posteriormente en Navarra y Andalucía) a poner en marcha
mecanismos de regulación independiente, más allá de los tradicionales (e insuficientes) instrumentos de control
parlamentario. Además, se registra, lo cual constituye un hecho completamente sin equivalentes en otros países,
la existencia de un extenso sector de comunicación local, tanto de titularidad pública (municipal) como privada,
muy a menudo sin procesos formales de concesión y en una situación generalizada de alegalidad.
Situación, pues, compleja, respecto de la cual la necesidad de regulación es manifiesta. Pero, en este
punto, el elemento que lo ha dificultado ha sido la forma de interacción entre la escena política y el sistema de
los medios. La vinculación de los grandes grupos de comunicación a determinados actores políticos puede ser
más o menos reconocida, pero se pone de manifiesto desde la guerra de las plataformas de televisión digital, en
1997, hasta el protagonismo alcanzado por la cadena COPE en el mundo conservador o por todo lo que sucedió
en los días inmediatamente posteriores a los atentados de Madrid de marzo de 2004. La propia intervención del
Consejo del Audiovisual de Cataluña, emitiendo un argumentado pero contundente informe sobre los contenidos
emitidos por la Cadena Popular (COPE), de titularidad de la Conferencia Episcopal Española, en diciembre de
2005, fue probablemente el factor decisivo, al mostrar el grado de politización de la cuestión, para excluirla de la
agenda legislativa inmediata (ya que, como es natural, no es viable crear un organismo de regulación en un
contexto en que los medios rechazan esta posibilidad y no hay un consenso elemental entre los dos primeros
partidos políticos).
Sin embargo, si las consideraciones políticas son relevantes, no pueden ser decisivas, ni deben tener un
impacto que vaya más allá de retrasar la creación y puesta en marcha de un organismo como el descrito. Al lado
de los intereses de los operadores audiovisuales, hay que introducir otro bloque de intereses: los del conjunto del
público radiofónico y televisivo, demasiado a menudo olvidado y despreciado. No es demagogia observar que,
en definitiva, el público —o la audiencia— no es más que la denominación colectiva de los ciudadanos.
Ahora bien, el voluntarismo político y regulador no puede ser la vía de aproximación a la cuestión; es
indispensable responder a dos preguntas. ¿En primer lugar, visto el contexto tecnológico y empresarial a que nos
hemos referido brevemente, es viable la introducción ex novo de un organismo regulador? ¿Y si la respuesta
fuera positiva, y teniendo en cuenta las características constitucionales del sistema español, cómo se podría
estructurar?
Con respecto a la cuestión del impacto de la digitalización y de la convergencia tecnológica sobre la
regulación audiovisual (que, recordémoslo, al multiplicar exponencialmente la oferta audiovisual harían
innecesaria la acción reguladora), hay que observar que todavía tienen un impacto muy limitado sobre el paisaje
audiovisual español. Según los últimos datos disponibles (véase la 1), el impacto de la televisión convencional
sigue siendo sobradamente predominante, y afecta a más del 90% del público. Es muy reducida la proporción de
espectadores con acceso efectivo a ofertas televisivas más amplias y diversificadas. Una imagen similar se
obtiene si examinamos otro indicador: el de la inversión publicitaria, que es, como es obvio, muy sensible al
impacto real de los operadores; pues bien (véase la 2), la inversión publicitaria en medios televisivos no
convencionales no llega al 3% de la inversión total en publicidad televisiva.
5
Sobre la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones existe abundante bibliografía. Por ejemplo, Chillón y Escobar (2001).
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Joan Botella Corral
Predominio absoluto, pues, de la televisión convencional generalista, en la cual sigue plenamente en
vigor una situación de oligopolio que permite comportamientos abusivos por parte de los operadores televisivos
(excesos publicitarios, programaciones indeseables, falta de respeto a las reglas de protección de los menores).
Además, y en este marco, sigue teniendo una cuota muy importante (aunque varía considerablemente entre
comunidades autónomas) la televisión de titularidad pública, en situación de fuertes dificultades financieras y, a
la vez, en una situación de dependencia gubernamental, respecto de la cual los mecanismos tradicionales de
control parlamentario se han mostrado, de forma reiterada, completamente insuficientes.
Ante este panorama, el limitado impacto de la televisión de pago (además, en régimen de monopolio), el
muy escaso alcance de la difusión de televisión de banda ancha (por cable o ADSL) o el carácter sólo
experimental de otras formas de difusión obligan a señalar, por consideraciones de realismo, que el panorama de
la televisión en España no es todavía un panorama modernizado, digitalizado, sino un panorama enormemente
retrasado y aún caracterizado por una oferta muy limitada. Si volvemos a la 1, se puede observar que la
posibilidad de las televisiones de tipo convencional de influir en la opinión pública (justificación clásica de la
actividad reguladora) es significativa.6
La importante cuota de las televisiones públicas, y su delicada situación financiera, es una razón
adicional a favor de la existencia de un organismo regulador: el necesario enderezamiento de sus finanzas, y la
consiguiente redefinición de las funciones y contenidos del sector público, no pueden ser decididos sólo desde
las instancias político-gubernamentales ni tampoco desde consideraciones exclusivamente financieras.
Por lo tanto, y sin necesidad de entrar (al menos por ahora) en la disputada cuestión de la posible
intervención sobre los contenidos, como, por ejemplo, la emisión de contenidos que puedan perjudicar el
desarrollo psíquico o moral de los menores, o bien el respeto al principio del pluralismo político (campos donde,
dicho sea de paso, todos los reguladores audiovisuales europeos tienen importantes atribuciones), es patente la
necesidad, y osaría decir la urgencia, de la creación de una autoridad reguladora audiovisual con poderes sobre el
conjunto del Estado. ¿Ahora bien, qué características debería tener este organismo?7
En primer lugar, es indispensable el carácter independiente de la autoridad, tanto en términos
institucionales como en relación con el estatuto personal de sus miembros. Por lo tanto, hay que recurrir al
conocido repertorio de requerimientos establecidos en torno a incompatibilidades, carácter de expertos de los
miembros que la integren, procedimiento de designación, etc. Vale la pena, sin embargo, observar que estos
requisitos son necesarios pero no son suficientes: es manifiesto que otras autoridades reguladoras independientes
existentes en España viven circunstancias difíciles y son fuertemente contestadas, a pesar de estos requisitos de
carácter formal.
La principal cuestión, sin embargo, sobre la cual habría que reflexionar es otra: cómo articular
institucionalmente la distribución de competencias entre Estado y comunidades autónomas, especialmente si se
tiene en cuenta que algunas comunidades ya han creado organismos de este tipo.
Hay que observar que el derecho comparado no ofrece, en este punto, respuestas unívocas. Bélgica y
Alemania tienen organismos reguladores de escala territorial limitada, pero no autoridades de alcance
“nacional”: no existe un regulador belga o alemán. Las funciones de regulación de los operadores de alcance
general son conducidas de forma federada entre los diversos reguladores territoriales (a nivel de comunidad en
Bélgica, o de los länder en el caso alemán), en interacción con el Gobierno central con respecto a las cuestiones
relativas a las telecomunicaciones (utilización de espectro, frecuencias, etc.). En cambio, otros países federales,
como Austria, Suiza o los Estados Unidos de América tienen una autoridad única federal (Oficina de las
Comunicaciones, en los dos primeros casos, y Comisión Federal de Comunicaciones en el caso americano), con
algunas delegaciones territoriales de carácter subordinado para el seguimiento de los ámbitos locales.
6
Para limitarnos al ámbito de la influencia política de los medios en los sistemas democráticos europeos, es útil el pequeño manual de
Lange (1999), la síntesis publicada por el Observatorio Europeo del Audiovisual (2004); es interesante, a pesar de ser exagerado, el
conocido panfleto de Sartori (1997).
7
Es interesante consultar la recopilación de opiniones de profesionales, expertos y estudiosos editada por Arnanz, García Castillejo y
González (2004).
6 Revista catalana de dret públic, núm. 34, 2007
La regulación independiente del sector audiovisual español…
En el caso español, parece irreversible la existencia de autoridades de carácter autonómico, y no parece
viable plantear que estas autoridades pudieran ser suficientes, haciendo innecesario un organismo a escala
general española. Dos opciones parecen viables, en términos realistas:
a) Atribuir las funciones de regulación audiovisual general a la Comisión del Mercado de las
Telecomunicaciones, pero asegurando la cooperación con las autoridades autonómicas, con la finalidad de fijar
unos mínimos comunes compartidos (ya que la definición de cómo entender los derechos de los oyentes o
teleespectadores no debe variar entre territorios).
b) Extender la figura al conjunto de las autoridades autonómicas (con la dificultad que representa el
hecho de que las comunidades autónomas tienen competencia exclusiva con respecto a la definición de la
respectiva estructura institucional), y asegurar la presencia de representantes de estas autoridades en el seno de la
autoridad de ámbito general español, que se podría integrar en dos colegios diferentes: uno más reducido,
designado por las Cortes Generales, y uno más amplio, donde se incorporaran aquellos representantes. El colegio
más restringido se encargaría de la gestión y la adjudicación de las licencias y concesiones a escala general
española, mientras que el colegio ampliado elaboraría la doctrina general respecto de los contenidos, aseguraría
el seguimiento de las programaciones, etc.
Aunque esta cuestión pueda parecer exclusivamente de lege ferenda, me parece una cuestión muy
urgente e importante; de lo contrario, una solución exclusivamente central, que funcionara con las lógicas
partidistas de otros organismos reguladores, generaría una dinámica recentralizadora y no serviría, en definitiva,
para superar la condición excepcional de la situación española.
* * *
Tabla 1. La audiencia de las televisiones en España, 1990-2005, en porcentaje de espectadores
(reagrupamientos por grandes categorías)
1990 1998 2005
TVE (1º y canal) 72,6 34,4 25,4
Operadores privados
(Tele 5, Antena 3, Canal +) 10,5 45,6 45,2
Canales autonómicos 16,4 16,6 17,6
Otros (locales, satélite) 0,5 3,5 11,8
Fuente: Gabinete de Estudios de Comunicación Audiovisual, Anuario de la Televisión 2005.
Tabla 2. Distribución de la inversión publicitaria en las televisiones españolas, 2005, en millones de euros
(reagrupamientos por grandes categorías)
TVE 24%
Televisiones privadas 60,5%
Canales autonómicos 13%
Otros (locales, satélite) 2,5%
Revista catalana de dret públic, núm. 34, 2007 7
Joan Botella Corral
Referencias
Arnanz, C. M.; García Castillejo, A.; González, B. (2004) ¿Queréis un buen Consejo? El sector ante el Consejo
Audiovisual. Madrid: Sepi – Academia de las Ciencias y Artes de la Televisión.
Baldwin, R; Cave, M. (1999) Understanding regulation: Theory, Strategy and Practice. Oxford: Oxford
University Press.
Chillón Medina, J. M.; Escobar Roca, G. (2001) La Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones. Madrid:
Dykinson.
Council of Europe – Directorate General of Human Rights, Media Division (2003), An overview of the rules
governing broadcasting regulatory authorities. Strasbourg: Council of Europe / Conseil de l’Europe.
(Documento de referencia DH-MM (2003) 007).
Gil, O. (2002) Telecomunicaciones y política en Estados Unidos y España (1875-2002). Madrid: Centro de
Investigaciones Sociológicas.
Lange, Y. (1999) Media and elections Handbook. Strasbourg: Council of Europe Publishing / Éditions du
Conseil de l’Europe.
Milian Massana, A. (dir.) (2004) El Consell de l’Audiovisual de Catalunya. Barcelona: Institut d’Estudis
Autonòmics.
Moran, M. (2002) «Review article: Understanding the Regulatory State». British Journal of political Science,
32, p. 391-413.
Observatoire Européen de l’Audiovisuel (2004) Débat politique et rôle des médias – IRIS Spécial. Strasbourg:
OEA – Conseil de l’Europe.
Office for Communications (2005) Ofcom. Annual Report and Accounts (1 April 2004-31 March 2005). London:
Ofcom.
Rallo, A. (2000) Pluralismo informativo y Constitución. Valencia: Tirant lo Blanch.
Robillard, S. (1996) Television in Europe: Regulatory bodies – Status, functions and powers in 35 European
countries. London: John Libbey.
Sartori, G. (1997) Homo videns. Televisione e post-pensiero. Roma – Bari: Laterza.
Tornos Mas, J. (1999) Las autoridades de regulación de lo audiovisual. Madrid: Marcial Pons.
8 Revista catalana de dret públic, núm. 34, 2007

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