Misión de la iglesia y derechos y deberes de los fieles

AutorAlberto De La Hera
Cargo del AutorCatedrático emérito de la Universidad Complutense
Páginas209-226

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1. La vocación salvífica universal de la iglesia

Como es sabido, en la Edad Antigua, y hasta la predicación de Cristo, la religión era un hecho que constituía una parte esencial de la identidad de cada pueblo. El hecho que hoy conocemos como “conversión”, entendido como paso de una fe religiosa a otra, resultaba entonces un fenómeno prácticamente desconocido. Se nacía y se permanecía judío o egipcio o persa o griego; la configuración histórica, sociológica e intelectual de los pueblos era una cuestión de raza y no se alteraba sino muy ocasionalmente, por intensos que pudiesen ser los contactos, la convivencia o el sometimiento de un pueblo a otro.

En ese contexto, a efectos de preservar –hasta que llegase la hora señalada para la venida redentora del Mesías– la fe en el Dios verdadero en medio de un universo paganizado, Dios eligió a un pueblo determinado y lo auxilió con su particular asistencia; el Mesías habría de encontrarse con la fe basada en la Revelación, para a partir de ahí llamar a todos los hombres

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a la salvación. O, dicho de otro modo, para hacer saber a la Humanidad que la creación no tenía por objeto que unos pocos se salvasen y los demás fuesen reprobados; que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza para que a través de la vida terrena encontrase el camino de una eternidad perfecta. Una alianza entre Dios e Israel que dio lugar a una singularísima relevancia de la religión en la propia identidad social de aquel Pueblo1. Pero, obsesionados por su condición de Pueblo elegido, los judíos tradujeron su esperanza mesiánica en un reinado universal del Mesías de carácter temporal; en tales condiciones hay que pensar que no sería un pueblo elegido para salvar a todos los hombres, sino para dominarlos. Para imponer, no para convencer sobre la veracidad de su fe.

El contraste entre esta errónea compresión de la vocación divina de los hombres escogidos para difundir la verdad, y la predicación de Jesús, motivó el aparente fracaso de éste y el rechazo de aquélla. Pero la semilla fructificó, y tal aparente fracaso condujo a una novedad de carácter entonces absolutamente singular: la religión no es patrimonio de una raza o un pueblo, sino el medio universal para la salvación. Y ha de ser libremente predicada y libremente aceptada, de modo que sea nuestra libertad y no nuestro nacimiento el que nos acerque o nos aleje de nuestro eterno destino en Dios. El mandato divino –“Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”2– concreta en cada uno de sus miembros la vocación salvífica universal de la Iglesia. Y en la realización de tal mandato la religión deja de ser parte de la identidad de un pueblo o de una raza para ser el instrumento mediante el que llegamos los hombres a nuestro último destino.

Es cierto que, aún hoy, incluso en el actual mundo pluralista, buena parte de los credos religiosos continúan ligados a pueblos y razas determinados3.

Las religiones orientales se encuentran por lo común en ese caso, y sustancialmente no resultan ser proselitistas, como tampoco lo es el judaísmo. El proselitismo islámico existe y resulta muy activo, pero posee una fuerte dimensión política más que propiamente religiosa. Y es el Cristianismo, desde sus orígenes hasta hoy, la Confesión que aspira a convertir a todos los hombres a la fe en el Salvador, y mantiene lo que en lenguaje normal denominamos “misiones”: un instrumento de propagación de la fe cuya base es la fuerza de

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convicción del Mensaje y por tanto la libertad del ser humano, y no, en absoluto, ni la política ni el poder4.

Compartiendo en muchos puntos la fe cristiana con otras Confesiones que participan de la creencia en la divinidad de Jesús, para la Iglesia católica no es concebible la idea de un Dios que odia de algún modo a una parte de sus creaturas o de alguna manera las destina al mal. Es un Dios tardo a la ira y pronto a la misericordia. Y esa vocación salvífica del conjunto de la Iglesia se realiza en la actividad difusora de la fe que le corresponde llevar a cabo a cada uno de sus miembros; entre todas las Confesiones cristianas, es la Iglesia católica la que más notoriamente puede definirse como misionera.

2. La doble vocación de todos los miembros de la iglesia: apostolado, santificación de las realidades temporales

Es doctrina común que “tutti i fedeli sono chiamati a contribuire con la loro vita alla missione salvifica della Chiesa”5, la cual se desarrolla en diversas facetas que deben señalarse singularmente para una perfecta comprensión de la vocación cristiana.

En consecuencia, si es vocación de la Iglesia la salvación universal, el apostolado es vocación de cada uno de sus miembros, en cuanto que radicalmente implicados en la misión de la Iglesia6. Y no cabe hablar, como de realidades distintas, de un apostolado activo y otro pasivo. Cada fiel en su esfera ha de ser apóstol, con su palabra y con su conducta. Cuando el Codex hace referencia, desde diversos ángulos, a los fines de la Iglesia y a los deberes de sus miembros, el apostolado no deja nunca de estar presente, y ello en capítulos tan diferentes como pueden ser, p. e., la exposición de cuáles sean los fines propios de los bienes temporales de la Iglesia –el culto divino, las obras de apostolado…7–; la constitución como personas jurídicas de las entidades ordenadas a un fin congruente con la misión de la Iglesia –obras de piedad, apostolado…8–; el

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derecho de los fieles a fundar asociaciones para fomentar la vocación cristiana en el mundo9y a promover la acción apostólica también con sus propias iniciativas, derecho que toca a todos y cada uno según su estado y condición10. Esta idea del asociacionismo de los fieles para fines apostólicos es una constante en todos los comentaristas del Código, y procede, amén de toda la tradición eclesial, de modo muy especial del Concilio Vaticano II; como acertadamente se ha escrito, la noción de Pueblo de Dios desarrollada en los documentos conciliares “implica que el principio de socialidad en la Iglesia reside en la unión de todos los fieles en orden al fin único y común de la Iglesia”11, y ya ha quedado señalado cuál sea la esencia última de ese fin “único y común”, que aparece descrito con detalle en el c. 298: “fomentar una vida más perfecta, promover el culto público, o la doctrina cristiana, o realizar otras actividades de apostolado”, una frase en la que la palabra “otras” claramente demuestra el carácter apostólico de las actividades mencionadas, a las que el mismo canon une las “iniciativas para la evangelización, el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con espíritu cristiano del orden temporal”. Y es que –como se ha escrito– “il bene giuridico della vera religione coincide con i beni visibili della salvezza … che sono al centro dell’ordine giuridico ecclesiale”12.

Palabras estas últimas que nos conducen a lo que líneas arriba presentábamos como segundo aspecto o segundo sector de la vocación salvífica del fiel: junto al apostolado, e indisolublemente unido al mismo, la santificación de las realidades temporales13, que podemos encuadrar en la labor de “animación con espíritu cristiano del orden temporal”; un precepto igualmente conectado con la doctrina del Vaticano II, que expresamente refiere esta animación en orden a la santificación14. Y, en efecto, “fomentar la vocación cristiana en el mundo”, como indica el c. 215, supone la comprensión de que aquel es todo él

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obra divina y creado para servir de instrumento a la salvación15; de tal modo que podría detallarse un “programa” de acción eclesial refiriéndonos a “la llamada universal a la santidad, la santificación de los laicos en medio del mundo y los quehaceres temporales; la libertad y responsabilidad de los cristianos en la Iglesia y en el mundo, el carácter de servicio o diaconía del ministerio eclesiástico, los carismas en la edificación de la Iglesia, etc.”16.

En tiempos recientes pre y postconciliares, la incorporación efectiva del laicado al apostolado y a la santificación de las realidades temporales ha sido uno de los hechos más significativos de la historia eclesiástica contemporánea., lo que por otra parte no es sino la normal respuesta al hecho de que “todos los bautizados están igualmente llamados a la plenitud de la santidad, que es la misma para todos, y todos están igualmente llamados al apostolado común”17. No sin razón se habla hoy de la mayoría de edad del laicado, lo que se manifiesta en múltiples hechos que confluyen todos en una misma dirección, desde la multiplicación de lo que el Codex denomina como “sociedades de vida apostólica”18, que diferencia de los “institutos de vida consagrada”19, hasta la cada vez más frecuente subida a los altares de personas seglares, un hecho muy poco frecuente hasta mediados del siglo XX.

Ya en el Código de 1917 aparecían asociaciones tipificadas como “sociedades de vida común sin votos”, lo que daba pie a una confusión con la vida consagrada que la legislación de 1983 ha evitado20. La doctrina ha insistido en que así en efecto se ha evitado “la confusión a la que hubiera dado lugar una identificación con la vida consagrada en sociedades que no hacen profesión pública de los consejos evangélicos”21; siendo ello desde luego cierto, querríamos subrayar aquí que se trata de un importante paso jurídico, pero que...

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