De los efectos perversos de las normas emocionalmente seductoras. Casos históricos y actuales

AutorJosé Miguel Fernández-Dols
CargoCatedrático de Psicología Social en la Universidad Autónoma de Madrid
Páginas22-36
Revista catalana de dret públic #64
www.rcdp.cat
DE LOS EFECTOS PERVERSOS DE LAS NORMAS EMOCIONALMENTE SEDUCTORAS.
CASOS HISTÓRICOS Y ACTUALES
José Miguel Fernández-Dols*
Resumen
El concepto de norma perversa alude a normas signicativamente incumplidas, pero respecto a las cuales existe, por
parte de la institución que las ha producido, una voluntad de que sean cumplidas. El resultado de esta situación es el
mantenimiento, mediante la fuerza o el fraude, de una ilusión de cumplimiento que genera importantes daños al sistema
institucional. En este artículo se analizan ejemplos históricos y contemporáneos de normas perversas que se inspiran en el
deseo de satisfacer las demandas emocionales de los que promueven las normas, de la opinión pública o de ambas partes.
Palabras clave: norma perversa; emoción; fundamentos morales; ecacia normativa.
ON THE PERVERSE EFFECTS OF EMOTIONALLY SEDUCTIVE NORMS. CURRENT
AND HISTORICAL CASE STUDIES
Abstract
The concept of perverse norm refers to formal norms and standards, such as laws, that are signicantly unfullled despite
the promulgating institution’s efforts to enforce them. The outcome of this state of affairs is authorities’ maintaining
the illusory appearance that the norm is respected through the means of force or fraud, which entails institutional
deterioration. This article analyses instances of perverse norms aimed at satisfying the emotional demands of rulers or
public opinion through a number of historical and current examples.
Keywords: perverse norms; emotion; moral foundations; regulatory effectiveness.
* José Miguel Fernández-Dols, catedrático de Psicología Social en la Universidad Autónoma de Madrid. Departamento de Psicología
Social y Metodología. Facultad de Psicología, c. Iván Pavlov, 6, 28049 Madrid. jose.dols@uam.es. 0000-0002-9755-4338.
Artículo recibido el 08.02.2022. Evaluación ciega: 01.03.2022 y 03.03.2022. Fecha de aceptación de la versión nal: 10.04.2022.
Citación recomendada: Fernández-Dols, José Miguel. (2022). De los efectos perversos de las normas emocionalmente seductoras.
Casos históricos y actuales. Revista Catalana de Dret Públic, 64, 22-36. https://doi.org/10.2436/rcdp.i64.2022.3795
José Miguel Fernández-Dols
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Sumario
1 ¿Qué son las normas perversas?
2 ¿Por qué existen normas signicativamente incumplidas?
3 Sistema 2: cuando la racionalidad burocrática lleva a situaciones normativas perversas
4 Sistema 1: normas sentimentales perversas
4.1 Cuidado
4.2 Justicia
4.3 Lealtad
4.4 Autoridad
4.5 Pureza
5 Conclusión: una “caja de herramientas” para entender la generación de normas perversas
5.1 ¿Qué hay detrás del cuidado? El problema de los cuidadores
5.2 Justicia contrafáctica
5.3 Lealtad: normas propagandísticas
5.4 Autoridad: la norma como mera expresión de poder
5.5 Pureza: la regulación normativa de lo mental
Referencias
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1 ¿Qué son las normas perversas?
Según el profesor Liborio Hierro (2003), es conveniente prestar atención a las consecuencias de la
aplicación de una norma jurídica generalmente incumplida y generalmente inaplicada, pero para la que se
exige su cumplimiento. Desde una perspectiva psicológica, dichas normas han recibido la denominación de
normas perversas (Fernández-Dols, 1992, 1993). Este artículo trata sobre las distintas circunstancias que,
psicológicamente, pueden dar lugar a normas que, al dictado de un discurso emocional, satisfacen la denición
de norma perversa.
Para ello, después de explicar qué se entiende por norma perversa, se describirá el clima psicológico que
puede dar lugar a normas perfectamente válidas desde un punto de vista jurídico y emocionalmente seductoras
pero perversas en el sentido del marco explicativo al que alude este artículo.
Una norma formal puede ser signicativamente incumplida por diversas causas y en distintos grados. Desde
un punto de vista empírico, y siguiendo la corrección de la denición de Fernández-Dols (1992) propuesta
por Hierro (2003), podemos decir que una norma es perversa cuando la distribución de cumplimientos e
incumplimientos no se corresponde, de forma signicativa, con la distribución de conductas en J postulada
por Floyd Allport (1934). En general, las conductas regidas por una norma no se distribuyen de forma
aleatoria dibujando una curva normal, sino que se distribuyen en una curva en forma de J con una pendiente
muy marcada en uno de sus extremos (el que correspondería a los casos de cumplimento) y casi plana en la
parte de la distribución que corresponde a los casos de incumplimiento. En contraste, en el caso de una norma
perversa, los incumplimientos se acumulan en diversos puntos de la distribución y pueden llegar a invertir
la distribución en J, de modo que el punto más alto de la curva se localiza en el extremo que corresponde al
incumplimiento.
Generalmente es muy difícil establecer de forma inequívoca la proporción de incumplimientos de una norma.
Las transgresiones normativas, en la mayor parte de los casos, tienden a guardarse en secreto por razones
obvias. Por ello, más que aludir a un incumplimiento generalizado objetivo, es posible matizar este requisito
denicional para considerar que también pueden considerarse normas perversas aquellas que provocan una
percepción generalizada de incumplimiento.
El incumplimiento signicativo no es la única característica denitoria de una norma perversa. Además,
debe existir una fuerte presión social o institucional para que la norma se cumpla. Esta paradoja lleva a una
situación en la que se genera una ilusión de cumplimiento; es decir, se crean estructuras sociales alternativas,
innovaciones que permiten, mediante la fuerza o el fraude, generar una percepción de cumplimiento
generalizado para una situación de incumplimiento general. Una de las predicciones más importantes del
modelo explicativo se reere a los efectos colaterales de esta situación: las autoridades encargadas de sancionar
o castigar el incumplimiento de la norma se ven abocadas a tomar decisiones arbitrarias con respecto a las
decisiones sobre quién debe ser objeto de tales sanciones o castigos, lo cual genera una desmoralización que
paulatinamente puede acabar afectando al cumplimiento de otras normas originalmente cumplidas (Fernández-
Dols y Oceja, 1994; Fernández-Dols, 2002).
La investigación empírica sobre normas perversas se ha centrado en algunos tipos de transgresión pública,
notoria y general, como la de ciertas normas de tráco (Havârneanu y Goliţã, 2010; Pérez y Fernández-
Dols, 2011) o en situaciones provocadas experimentalmente (Oceja y Fernández-Dols, 1992). Estos estudios
muestran que, tanto conductual como actitudinalmente, las personas que se enfrentan a normas incumplibles,
sean naturales o creadas en el laboratorio, conrman las predicciones del modelo: rechazo afectivo de la
norma y de las guras de autoridad encargadas de imponerla (Lacalle y Oceja, 1996), desmoralización de
las autoridades expuestas a situaciones normativas perversas (Torres et al., 2010), búsqueda de opciones
alternativas (como el favoritismo o la parcialidad en la imposición de la norma; Oceja y Fernández-Dols,
2001), creación de estructuras alternativas (como, por ejemplo, una industria de clases particulares impartidas
por los propios profesores de las escuelas ociales para superar los estudios de ingeniería; Oceja et al., 2001)
y una mayor tolerancia a la corrupción (Fernández-Dols y Oceja, 1994).
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2 ¿Por qué existen normas signicativamente incumplidas?
Las causas de la inecacia de las normas son variadas y se han analizado desde diversos puntos de vista
(Hierro, 2003, para un análisis más amplio de las normas jurídicas). Desde una perspectiva psicosocial puede
hacerse una tipología que abarcaría causas “extrínsecas” y causas “intrínsecas”: causas en las que no es la
naturaleza de la norma en sí sino las circunstancias que la rodean lo que determina su incumplimiento, y
causas en las que es la naturaleza de la norma misma la que la convierte en una norma incumplida.
Las causas extrínsecas de incumplimiento serían la deslegitimación de la institución que promulga la norma
o, simplemente, su obsolescencia. En estos casos, el incumplimiento es más bien la consecuencia, más que la
causa, de un proceso de debilitamiento de las instituciones que generan dichas normas. Este tipo de situaciones
han sido abordadas por autores clásicos como una patología social denominada anomía (Durkheim, 1989).
Los casos intrínsecos son debidos a dos procesos considerados opuestos desde un punto de vista psicológico
y que guardan un paralelismo con lo que Daniel Kahneman (2012) ha denominado Sistema 1 y Sistema 2: un
sistema intuitivo, basado en heurísticos afectivos; y un sistema racional, basado en procesos de razonamiento
consciente. Cuando el equilibrio entre el Sistema 1 y el Sistema 2 se rompe, nos podemos encontrar con un
exceso de racionalidad sin intuición por parte del legislador o, por el contrario, un exceso de emocionalidad
que hace una norma incondicionalmente atractiva y acalla la consideración racional de su viabilidad.
3 Sistema 2: cuando la racionalidad burocrática lleva a situaciones normativas perversas
Por exceso de racionalidad se entiende la imposición de normas que asumen un modelo de ser humano
exclusivamente racional, en el que las emociones o las limitaciones cognitivas no juegan un papel decisivo
en su gestión. La burocracia de la Unión Europea proporciona, con cierta frecuencia, ejemplos de este tipo
de situaciones normativas. Un caso reciente ha sido la normativa resultante de la compleja negociación
entre el Reino Unido y la Unión Europea a propósito de Irlanda del Norte. Finalmente, la Unión Europea ha
impuesto, con la aparente aquiescencia del Reino Unido, controles aduaneros en los puertos de Irlanda del
Norte para evitar que puedan llegar a Irlanda, a través de Irlanda del Norte, productos transportados desde el
Reino Unido que no satisfagan las normativas de la Unión Europea. El plan ya era de compleja aplicación
desde un punto de vista jurídico y político, pero tiene, además, un fallo psicosocial muy característico de
las normativas creadas “desde arriba hacia abajo”. Nadie pareció tener en cuenta una cuestión humana que
escapa a la elegancia formal de las normas de la Unión Europea: los funcionarios de aduanas que deben
vivir en Irlanda del Norte para controlar los puertos. Dado que la normativa genera un rechazo frontal de
amplios sectores de los unionistas y los republicanos irlandeses, bandos con un largo historial de violencia
terrorista, los funcionarios y sus familias recibieron muy pronto amenazas muy verosímiles de muerte que
les obligaron a abandonar “momentáneamente” sus puestos (Sproule, 2021). La pregunta es qué ocurrirá en
lo sucesivo: ¿tendrán esos funcionarios y sus familias un comportamiento heroico, sufriendo el acoso y las
agresiones de un sector de la población, o cederán paulatinamente a la presión situacional y convertirán una
porción sustantiva del control aduanero en un mero simulacro? Todo apunta a una fuerte presión para que se
consolide una ilusión de cumplimiento que encubra un fraude generalizado de los requisitos aduaneros en
los puertos de Irlanda del Norte.
Un segundo ejemplo, igualmente representativo, fue la imposición de unas normas de eciencia energética
enormemente exigentes a los fabricantes de vehículos, fruto de un cálculo “de arriba abajo” sobre cuál debía
ser el ideal de contaminación de los automóviles europeos. De nuevo, se ignoró lo que podría denominarse la
fuerza situacional de los sujetos de las normas, en este caso las empresas. Como es bien sabido, en 2015 se
descubrió que el grupo Volkswagen había ideado un mecanismo oculto que permitía a sus modelos diésel burlar
los controles de contaminación utilizados por las autoridades de la Unión Europea. Posteriormente surgieron
noticias de que otras importantes compañías habrían incurrido en prácticas similares (ABC, 2021), lo que hace
sospechar un incumplimiento signicativo y muy extendido de estas normativas. La respuesta de la Unión
Europea fue signicativa; se modicaron los criterios de medida de la contaminación con procedimientos
más precisos, pero no necesariamente más válidos, y de difícil aplicación (Raimbault, 2019). Una solución
“realista” que salvó la cara a la industria automovilística europea, pero manteniendo, de cara a la opinión
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pública, la ilusión de cumplimiento. Estas contramedidas hacen sospechar que, efectivamente, no era viable
producir de forma rentable los motores exigidos originalmente por la Unión Europea.
No solo la Unión Europea tiene un estilo normativo de alto riesgo desde el punto de vista del concepto de
norma perversa. Las grandes burocracias internacionales tienen, igualmente y por las mismas causas, un
especial riesgo de generar normas perversas en ciertos contextos. Una normativa que se pretende universal
y aplicable a cualquier lugar del mundo puede, en algunas culturas, ser totalmente disfuncional y generar
una situación normativa “perversa”. En 2001, un informe del Banco Mundial reconocía que la imposición de
las normas de funcionamiento de los mercados modernos –un requisito para recibir ayuda nanciera de los
países occidentales– ha destruido, en muchas sociedades en desarrollo, las normas tradicionales que regían los
intercambios comerciales informales, al sustituirlas por leyes que, por falta de recursos materiales o humanos,
rara vez son cumplidas. Se sustituyen los sistemas de conanza tradicionales por políticas incomprensibles
para el ciudadano medio y trágicamente corruptas. Es particularmente interesante que este mismo informe
constate un dato muy revelador: la complejidad del marco regulatorio de un país guarda una relación directa
con los niveles de corrupción (Banco Mundial, 2001).
4 Sistema 1: normas sentimentales perversas
Una segunda fuente de normas perversas serían aquellos casos en los que una institución elabora normas
formales con el propósito de satisfacer una demanda de tipo emocional.
Un autor que ha estudiado este tipo de demandas emocionales con proyección moral y normativa es Jonathan
Haidt, que en 1993 publicó los resultados de su tesis doctoral (Haidt et al., 1993). En una serie de estudios
experimentales, Haidt enfrentaba a cuatro grupos (trabajadores y universitarios, de Brasil y de Estados Unidos)
a una serie de provocadores dilemas que describían conductas repulsivas, pero que no producían ningún daño
a terceros. Por ejemplo, Haidt preguntaba qué opinión les merecía una familia que hiciera una barbacoa con
el cadáver de su perro, después de que este hubiera muerto accidentalmente atropellado; o un individuo que
utilizara la bandera de su país como papel higiénico; o un hombre que se masturbara con la carcasa de un
pollo para luego comérsela.
Haidt encontró que las personas de cultura menos individualista (Brasil) y con un menor nivel de estudios
(clase obrera) eran más propensas a identicar lo repulsivo con lo inmoral e incluso con lo criminal; mientras
que las personas más individualistas y con alto nivel educativo diferenciaban mejor lo meramente repulsivo
de lo inmoral. A pesar de estas diferencias, la apuesta teorética de Haidt fue que, en cualquier persona, se
produce, en mayor o menor grado, un “estupor moral” (moral dumbfounding) que la lleva a condenar como
inmorales o ilegales conductas emocionalmente repulsivas, pero de difícil condena legal o incluso moral.
A partir de estos estudios, Haidt (2012) ha desarrollado una inuyente línea de investigación sobre los estrechos
vínculos entre nuestros juicios morales y nuestras emociones. Haidt habla de distintos resortes emocionales
que pueden dar lugar a intensas reacciones que afectan a nuestros juicios morales y las decisiones normativas
que emanen de dichos juicios. Las personas tendrían distintos perles morales dependiendo de a qué resortes
emocionales fueran más sensibles. En concreto, Haidt y sus colaboradores distinguen cinco resortes (moral
foundations) que provocan reacciones emocionales más o menos intensas en colectivos con distintos perles
morales: cuidado, justicia, lealtad, autoridad y pureza. Aunque esta teoría tiene limitaciones importantes,
resulta muy útil para hacer un inventario de los desencadenantes emocionales de normas perversas.
Cuidado se reere a una especial sensibilidad al bienestar de los demás. Justicia, a la equidad y reciprocidad en
las relaciones sociales. Lealtad, a la identicación entusiasta e incondicional con una organización. Autoridad,
al respeto y obediencia a la jerarquía. Y, nalmente, pureza es el rechazo a las acciones, personas u objetos
que, física o simbólicamente, contaminan o degradan un estado ideal o puro.
Todos estos resortes pueden inclinar a los legisladores, de forma más o menos calculada, a crear normas en las
que lo emocional se impone a la racionalidad. Existen, han existido y existirán normas formales que anteponen
justicia, lealtad, obediencia, pureza o, incluso, cuidado a una consideración racional sobre los perjuicios o
benecios que se deriven de la aplicación de la norma.
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Como veremos a continuación, cuando se implantan normas sentimentales perversas, las autoridades deben
mantener una ilusión de cumplimiento con importantes costos para legisladores, jueces y la sociedad en su
conjunto. Para ilustrar estos problemas, vamos a considerar brevemente ejemplos de normas sentimentales
perversas. Cada uno de los ejemplos alude a uno de los resortes emocionales del modelo de Haidt: cuidado,
justicia, lealtad, autoridad y pureza.
4.1 Cuidado
La llamada ley seca es un ejemplo clásico de cómo la percepción de una “enfermedad” de la sociedad
tradicional europea, a raíz de la Revolución Industrial, provocó la exigencia de cuidado, especialmente para
las familias, y llevó a iniciativas legales, en diversos países europeos y norteamericanos, que tuvieron su
manifestación más extrema en la Decimoctava Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos.
A nales del siglo xix, muchos Estados europeos y norteamericanos se plantearon formas de controlar el
consumo masivo de alcohol. En Suecia nació un sistema, el Dispensario Gotemburgo, que consistía en radicar
la venta de alcohol en asociaciones sin ánimo de lucro gestionadas por ciudadanos respetables que, de esa
manera, mantenían ciertos límites al consumo. En Estados Unidos, este tipo de soluciones no parecieron
sucientes para una parte importante de la opinión pública, que veía el alcoholismo como la principal lacra
de la creciente industrialización de la sociedad norteamericana.
Después de varios intentos fallidos de promulgar una ley que prohibiera el consumo de alcohol a nivel federal,
las campañas en contra del alcohol recibieron un espaldarazo denitivo con el argumento de que el cierre
de destilerías y bares supondría un ahorro económico y moral necesario para el esfuerzo bélico durante la
Gran Guerra. Irónicamente, la Decimoctava Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, conocida
como “la prohibición”, fue raticada por el número requerido de estados en enero de 1919, ya nalizada la
guerra. Poco después de su entrada en vigor, la opinión pública y diversos sectores de opinión comenzaron
a ser conscientes de las nefastas consecuencias de los intentos de imposición de esta ley y de su masivo
incumplimiento. Finalmente, tras un periodo en el que Estados Unidos conoció un crecimiento imparable del
crimen organizado y la corrupción, la Decimoctava Enmienda fue derogada en 1933.
La prohibición tiene todas las características de lo que Fernández-Dols (2003) denominó normas perversas:
normas formales válidas cuyo incumplimiento da lugar formalmente a sanciones que son masivamente
incumplidas, y a la generación de estructuras alternativas para, de forma oculta, mantener una ilusión de
cumplimiento mediante la fuerza o el fraude.
En el caso de la prohibición, existen multitud de relatos sobre las consecuencias, a menudo sangrientas, de
este desastre normativo, pero una anécdota más amable reeja sus consecuencias más profundas en el ámbito
institucional. Fue protagonizada por uno de los jueces más famosos del Tribunal Supremo de Estados Unidos,
Oliver Wendell Holmes. La ley que prohibía el alcohol no prohibía, en realidad, su consumo o producción
privada, sino su manufactura y transporte. Cuando a Wendell Holmes, en su octogésimo cumpleaños y en
plena prohibición, se le ofreció una copa de champán, su respuesta fue la siguiente: “la Decimoctava Enmienda
prohíbe la manufactura, transporte e importación. No prohíbe la posesión o uso. Si la devuelvo, seré culpable
de transportarla. A la vista de lo cual, creo, aplicaré el maxi de minimis y me la beberé” [traducción propia]
(Schrad, 2010, p. 77).
La ingeniosa frase de Wedell Holmes señala la consecuencia más grave, a largo plazo, de este tipo de normas,
que no es simplemente el desorden social que pueda causar su transgresión, sino el hecho de que sitúa a las
autoridades encargadas de hacer cumplir la norma ante un dilema: hacer cumplir una norma impopular y
sufrir una deslegitimación que abarque otros aspectos de su ejercicio, o ignorar conscientemente los casos
de incumplimiento, incurriendo en una dejación de deberes que podría caracterizarse como prevaricación
o corrupción. Como dijo el juez Falcone a propósito de las estructuras maosas generadas por la inecacia
normativa del Estado italiano, la corrupción convierte los derechos en favores (Fernández-Dols, 1992). Las
“normas perversas” provocan una progresiva deslegitimación del sistema normativo al que pertenecen, al
convertirse en casos particularmente visibles: generan una fuerte percepción de injusticia si son sancionadas,
y una fuerte percepción de inecacia si no son sancionadas.
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4.2 Justicia
El ejemplo clásico, y trágico, de cómo lo emocional interpreta un importante papel en la creación y el
mantenimiento de ciertas normas es la existencia de la pena de muerte en democracias constitucionales
maduras como Estados Unidos o Japón. En este tipo de regímenes políticos, la pena de muerte no tiene el
carácter intimidatorio que posee en los regímenes autocráticos, y no se ha demostrado empíricamente que tenga
poder disuasorio (Death Penalty Information Center, s.f.). La hipótesis más verosímil sobre su mantenimiento
es la satisfacción emocional que produce en los allegados de las víctimas y la opinión pública en general, una
forma muy primitiva de justicia que se confunde con la venganza.
Podría argumentarse que la pena de muerte sí ha sido y es trágicamente cumplida, pero un estudio más
detallado de su aplicación en países como Estados Unidos pone de maniesto que la objeción más importante
a la pena de muerte, más allá de las consideraciones morales, es que es ineciente por la complejidad, lentitud
y costes económicos de su administración en un sistema judicial democrático. En Estados Unidos, algunas
organizaciones en contra de la pena de muerte (Equal Justice USA, s.f.) mencionan que su aplicación es
diez veces más cara que la aplicación de una condena no capital de iguales características. Lo que es más
interesante, desde el punto de vista del concepto de norma perversa, es esta observación de la organización
anteriormente citada:
En la mayor parte de los casos en los que se pide la pena de muerte nunca es sentenciada. E incluso
cuando es sentenciada rara vez es ejecutada. Sin embargo, los contribuyentes deben cargar con los
costos adicionales de la pena de muerte, incluso en los casos en que el acusado no es condenado a
muerte ni ejecutado [traducción propia].
Lo que permite decir que, a pesar de la tragedia que implica la muerte de un solo condenado, las ejecuciones
se enmarcan en un complejo sistema institucional en el que prima la ilusión de cumplimiento de cara a la
opinión pública.
4.3 Lealtad
Un ejemplo extremo de la búsqueda de lealtad irracional a través de normas sentimentales serían las políticas
legislativas populistas. El discurso populista suele adoptar una estrategia derogatoria del orden constitucional
que, paradójicamente, utiliza el propio orden constitucional para generar leyes que lo subvierten, en benecio
de los líderes populistas y en perjuicio del Estado de derecho. Se atacan los mecanismos regulatorios de la
burocracia estatal y se presiona a la administración de la justicia, provocando conscientemente la ineciencia
del sistema normativo (Landau, 2018).
Harel y Kolt (2020) han analizado la inuencia negativa de la política populista en Israel, y han constatado
síntomas de contaminación en la propia práctica judicial, en argumentaciones jurídicas que ponen a la opinión
pública por delante del derecho positivo. La ley es sustituida o reinterpretada a través de una versión de
la “opinión pública” que busca fundamentalmente satisfacer emocional, más que instrumentalmente, a los
seguidores del líder populista para garantizar su lealtad.
Una burocracia dañada y unos poderes públicos preocupados fundamentalmente por el apoyo de la opinión
pública dan lugar con frecuencia a normas no cumplidas o ni siquiera puestas en práctica, que, sin embargo,
generan una ilusión de eciencia.
Gratton et al. (2021; Bellodi et al., 2021) han desarrollado un interesante análisis empírico sobre la evolución
de las normas emanadas de los ayuntamientos italianos a partir de 1992 (Bellodi et al, 2021). En 1992 se
inicia una segunda etapa de la República de Italia. El nuevo orden político supone el nal de la hegemonía
demócrata-cristiana de la primera etapa de la República (1946-1991) y da lugar a una situación de crisis política
casi permanente, en la que, entre 1992 y 2020 se han sucedido ocho legislaturas y dieciséis gobiernos. En esta
situación, los autores analizan la calidad de las normas y observan que estas aumentan signicativamente
en número, pero son progresivamente de peor calidad, en términos de técnica normativa, y de más dudoso
cumplimiento.
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La parte más relevante, desde un punto de vista psicológico, del análisis de Gratton et al. (2021) se centra
en las motivaciones de los políticos para generar más y peores normas. En una situación de inestabilidad, el
legislador necesita obtener urgentemente visibilidad ante la opinión pública; y una forma de lograrlo es con
normas que tengan un reejo en los medios de comunicación, para hacer visible, aunque sea de forma cticia,
los supuestos resultados de su gestión ante la opinión pública.
Se crea, así, una dinámica en la que las nuevas leyes u ordenanzas tienden a radicalizarse para hacerse tan
llamativas como difíciles de implantar o hacer cumplir, ya que los políticos, en una situación políticamente
volátil, tienen la convicción de que no serán ellos los encargados de administrarlas o hacerse responsables
de su inecacia. El objetivo fundamental de estas normas es que sean supercialmente satisfactorias para sus
votantes o administrados y generen lealtad. Gratton et al. (2021) encontraron que, en legislaturas cortas, los
políticos menos competentes presentan un 18 % más de proposiciones de ley per cápita, producen un 30 %
más de leyes y tienen una probabilidad de reelección entre un 8 % y un 9 % superior a la media.
4.4 Autoridad
Una forma de denir las normas perversas de origen emocional es vincularlas a iniciativas normativas que no
se centren en las consecuencias objetivas de una determinada conducta, sino en la exigencia de obediencia
por parte de sus promulgadores.
Entre los años 1074 y 1123 se produce una intensa polémica en el seno de la Iglesia católica, iniciada, por
una parte, por el papa Gregorio VII y, por la otra, por algunos de los clérigos que constituían las elites locales
de Europa. Durante años la Iglesia había consentido, o no regulado sucientemente, el celibato eclesiástico.
La mayor parte de los clérigos de Lombardía, Francia y Alemania vivían con su mujer e hijos, y los obispos
transmitían sus diócesis a sus descendientes, de modo que se constituían dinastías episcopales. Gregorio VII
estaba dispuesto a imponer el celibato a través de la creación de una legislación canónica que todavía está en
vigor en la actualidad (Llorca et al., 1963).
Es interesante que algunos de los oponentes a la imposición forzosa del celibato, sabedores de las penas
consiguientes, consideraran que tal iniciativa era ritu angelorum, es decir, lo que en términos losócos se
denomina una exigencia supererogatoria. Aunque el término pureza aparece con frecuencia en este debate
y en la justicación religiosa de la norma, desde un punto de vista psicológico la norma es una celebración
de obediencia a la autoridad papal.
¿Fue realmente el celibato una exigencia supererogatoria, es decir, una prescripción que superaba los límites
de la racionalidad normativa para entrar en el terreno de la heroicidad o la santidad? Hay indicios de que pudo
haber sido así. Uno de los hitos más llamativos de la reforma luterana fue la derogación del derecho canónico
promovido por Gregorio VII y, en particular, de la exigencia del celibato a los pastores protestantes. Por otra
parte, la literatura y la cultura popular han recogido, con más o menos simpatía, la presencia de mujeres, e
incluso hijos, en los entornos de los clérigos a todos los niveles jerárquicos.
Es difícil dar una respuesta rotunda a una pregunta tan compleja, pero hay indicios de que el celibato es y fue
una norma perversa. Un caso que ilustraría esas consecuencias perversas sería el escándalo de los casos de
abusos sexuales en la Iglesia católica. Patrick Parkinson (2014) hace un análisis notablemente ponderado de
este problema centrándose, sobre todo, en su país de residencia, Australia, pero sus aportaciones pueden ser
probablemente relevantes para cualquier sociedad. Asumiendo que los casos de abusos sexuales son mayores
en la Iglesia católica que en otras iglesias o instituciones asistenciales –lo que es muy difícil de concluir
denitivamente–, Parkinson señala acertadamente que es poco verosímil asumir que ese volumen signicativo
de casos pueda achacarse a una presencia superior a lo normal de personas con rasgos psicopáticos entre
los sacerdotes católicos. Si bien es cierto que a los psicópatas les atraen signicativamente las profesiones
asistenciales (ya que suelen permitirles tener fácil acceso a personas dependientes, fácilmente manipulables
y explotables), es absurdo suponer que la inmensa mayoría de los abusadores responden a ese perl. Un dato
adicional particularmente signicativo es que la mayor parte de esos abusos se han perpetrado en niños, en
lugar de niñas, lo que le lleva a Parkinson a concluir que muchos de los abusadores generaron una forma
“patológica” de ilusión de cumplimiento de la norma de celibato, entendiendo que la forma menos condenable
de relación sexual sería aquella máximamente diferenciada de una relación sexual estable con una mujer
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adulta, lo que los habría inclinado a una relación sexual no estable, homosexual, con un varón no adulto;
una perversa negación formal de todos los términos implicados en la descripción de una relación conyugal
(ni estable, ni heterosexual ni adulta). Es llamativo que la proporción de casos de abusos sexuales a niñas
no sea, de acuerdo con los datos de Parkinson, relevante en comparación con el de abusos sexuales a niños.
Al mismo tiempo, Parkinson señala que una cierta lectura del Código de Derecho Canónico, que exalta las
relaciones paterno-liales entre los clérigos y sus superiores jerárquicos, habría fomentado una política de
tolerancia y silencio basada en una concepción –que hoy nos parece moralmente mórbida– de la misericordia
y el perdón paterno-lial.
No es el objeto de este artículo dilucidar empíricamente si la interpretación de Parkinson es absolutamente
válida desde un punto de vista cientíco, ni difamar en modo alguno a la Iglesia católica. Sin embargo, el caso
de la pederastia en la Iglesia, planteado en los términos de Parkinson, sería un ejemplo extremo de lo que sería
una norma perversa: una norma con una inspiración moral y religiosa en absoluto perversa cuya imposición
exige a los administrados mantener una ilusión de cumplimiento mediante la fuerza o el fraude. En este caso,
el fraude consiste en generar conductas que, sin aparentemente vulnerar la norma, permiten la satisfacción
de las necesidades naturales –en este caso, las pulsiones sexuales–, cuya existencia se rechaza generando
estructuras paralelas –en este caso, la pederastia y las políticas de silencio de la jerarquía eclesiástica– que
mantienen la ilusión de cumplimiento.
4.5 Pureza
Las normas sentimentales inspiradas por la exigencia de pureza tienen unas características especiales. Mientras
que los otros fundamentos morales propuestos por Haidt (2012) pueden apuntar a objetivos que, a través de
una denición arbitraria, sean factibles aunque altamente improbables (por ejemplo, matar a todos los reos
de pena capital, erradicar el alcohol sustituyéndolo por otras drogas, crear una dictadura alegal o imponer la
castidad mediante mutilaciones), el objetivo planteado por la exigencia de pureza es lógica y psicológicamente
imposible: el concepto de pureza exigiría la existencia de categorías naturales de individuos, objetos o
conductas denidas por los rasgos necesarios y excluyentes que poseerían los elementos de esa categoría.
Por suerte o por desgracia, dichas categorías no existen ni desde un punto de vista cientíco ni desde un punto
de vista psicológico. Por citar varios ejemplos, no existe un consenso ni cientíco ni losóco para denir
qué es un ser vivo, qué es una especie o qué es un planeta. En la misma línea, los psicólogos han concluido
que nuestra mente no organiza objetos o eventos por sus características necesarias y sucientes, sino por
su parecido de familia con un ejemplo prototípico (por ejemplo, objetos parecidos a una manzana para la
categoría “fruta”); y conforma categorías conceptuales con límites borrosos y que no son ni homogéneas ni
discretas (Rosch, 1973).
Ni siquiera las normas más brutales inspiradas por la exigencia de pureza han conseguido superar esa
imposibilidad lógica, y se han abocado a una ilusión de cumplimiento basada en la fuerza y el fraude. Tal
es el caso de las leyes de Núremberg de 1935, encaminadas a estigmatizar denitivamente a los judíos en
Alemania. La denición de judío planteó inmediatamente problemas denicionales a pesar de que el texto
de la ley sólo pretendía mantener una similitud supercial con un texto legal. En la práctica, las familias
alemanas identicadas como judías habían convivido durante siglos con otras familias con distinto origen
étnico o creencias religiosas, de modo que no fue posible determinar de forma objetiva los límites de un
concepto acientíco y lógicamente absurdo como es el de “raza pura”. Finalmente, se optó por una solución
grotesca, consistente en denir la supuesta pureza racial alemana por el número de abuelos no judíos. Para
ello, las leyes de Núremberg establecieron una compleja casuística que condenaba como judíos a las personas
con al menos tres supuestos abuelos judíos, mientras creaba un conjunto de reglas subsidiarias para exonerar
los casos derivados de matrimonios mixtos, personas con familias mixtas no incluidas en la ley anterior y,
sobre todo, personas que por sus relaciones o inuencia pudieran eludir la persecución nazi. Nathan Stoltzfus
(2011) describe como el régimen nazi aplicó un sistema de favores a determinados sectores de la población,
que convirtió la política de exterminio en un proceso arbitrario y profundamente corrupto.
Un ejemplo actual muy alejado del horror del anterior, pero igualmente perverso, consiste en la
institucionalización de normas encaminadas a castigar el hecho de herir los sentimientos de otras personas, y
en particular de determinados grupos sociales. Mientras que estas iniciativas son loables en aquellos casos en
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los que se reeren a formas públicas y maniestas de humillación, intimidación o abuso, son jurídicamente
más problemáticas cuando persiguen formas de violencia más sutiles en las que es más difícil determinar el
grado de responsabilidad individual del supuesto causante de tal violencia. Existe un riesgo real de que las
normas basadas en formas intangibles de violencia cuya apreciación no está socialmente consensuada, incurran
en lo que se ha dado en llamar neopuritanismo.
El neopuritanismo parece ser una característica de las generaciones más jóvenes de las sociedades
postindustriales y, según algunos autores, guarda relación con un proceso de socialización en el que la
sobreprotección parental habría dado lugar a un nuevo ambiente moral. Haidt y Lukianoff (2019) han descrito
la lógica moral de los universitarios norteamericanos y han denunciado que estos se han embarcado en una
cruzada para prohibir en los campus cualquier contenido que pueda ofenderles o generarles ansiedad, con
independencia de las intenciones del autor de dicho contenido.
Esta tendencia se habría institucionalizado con iniciativas legales como la novena enmienda de la ley
estadounidense de educación de 1972, que exige a los centros educativos que proporcionen medios para que
los estudiantes puedan denunciar cualquier tipo de discriminación sexual. En algunos casos, según relatan
Haidt y Lukianoff (2019), esa iniciativa legislativa indudablemente saludable se ha combinado con conceptos
como el de “microagresión”, llegándose a extremos que ponen seriamente en peligro la libertad de cátedra
e, incluso, la libertad de expresión en las universidades, una situación que, además, se ha extendido a otros
ámbitos de la sociedad norteamericana. El concepto de microagresión alude a acciones o comentarios sin
trascendencia ni necesariamente intención lesiva alguna, que, sin embargo, se consideran una forma de
violencia (por ejemplo, asumir el género de una persona sin preguntarle). Un ejemplo ilustrativo en este
contexto, entre los muchos que se mencionan actualmente con respecto a este tema, es el de los estudiantes
de Derecho de la Universidad de Harvard que exigieron a sus profesores no enseñar las leyes referidas a rape
(violación sexual) ni tan siquiera mencionar la palabra violate (que se usa en frases como “violar la ley”)
porque les producían un malestar insuperable.
Estas exigencias se han traducido en un número creciente de casos en los que se genera lo que podría
considerarse la forma más perversa de norma perversa. Se trata de exigencias esencialmente incumplibles
porque el incumplimiento no depende del supuesto trasgresor sino de la percepción por parte de la presunta
víctima de la conducta del supuesto trasgresor. En estos casos, la “carga de prueba” sobre la posible transgresión
de la norma no recae en una inferencia sobre las intenciones del supuesto transgresor, sino en la armación,
por parte del denunciante o denunciantes, de que sus sentimientos han sido heridos y le han provocado un daño
que exige una reparación. Las emociones son, por denición, subjetivas, idiosincráticas e incontrolables, de
modo que la percepción de transgresión descansa, a su vez, en una apreciación subjetiva, por parte del juez o
la entidad reguladora, de los sentimientos de la supuesta víctima y el grado en que el sufrimiento que emana
del individuo o institución encausados es punible.
Lo normativo deriva a un neopuritanismo en el que, a través de los medios sociales, profesionales de éxito,
profesores y otras guras públicas pueden ser condenados al ostracismo, despedidos, o expedientados por
armaciones o conductas que no constituyen delito y no han sido sometidas a un proceso público con las
debidas garantías. Un caso ilustrativo es el de Liam Scarlett, un brillante coreógrafo de 35 años expulsado de
la profesión a raíz de una acusación de “mala conducta sexual”, sin que haya trascendido el contenido de la
acusación o acusaciones ni el procedimiento mediante el cual su compañía, el Royal Ballet, y las compañías
de otros países decidieran prescindir indenidamente de sus contribuciones, borrar su nombre de sus propias
obras y no programar sus coreografías. El comunicado mediante el cual el Royal Ballet hizo pública su
decisión es paradójico: después de informar de que una comisión independiente reportó que no había razones
para encausar a Scarlett en relación con presuntos contactos inapropiados con estudiantes de la Royal Ballet,
concluye manifestando que prescinde de sus servicios. Scarlett fue declarado inocente y culpable a la vez.
Poco tiempo después se suicidó. Nunca se han hecho públicas las acusaciones concretas ni la identidad de
los acusadores, en una dinámica que se ha repetido con otras guras públicas a través de la prensa (véase,
por ejemplo, Bond, 2021).
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Como concluye Anne Applebaum (2021) hablando de esta situación en Estados Unidos:
Algunas de estas cosas son, repito, positivas. Los empleados o estudiantes que sienten que han sido
tratados injustamente no tienen que porar solos. Pero tienen un coste. Cualquiera que accidentalmente
resulta incómodo […] puede encontrarse de pronto en el lado equivocado […] para toda una burocracia
dedicada a eliminar las personas que resultan incómodas para otras personas. Y esas burocracias
son intolerantes. No siguen necesariamente investigaciones factuales, argumentos racionales y
procedimientos establecidos. En su lugar, las instancias administrativas formales o informales que
juzgan el destino de las personas que han roto códigos sociales son, en gran medida, parte de una
conversación pública confusa y emocional que no está regida por las reglas de los tribunales de justicia
o la lógica de la Ilustración, sino por algoritmos de los medios sociales que promueven rabia y emoción
[traducción propia].
La Administración de justicia en la sociedad postindustrial se enfrenta, así, a denuncias que pueden llegar
a los tribunales, en las que un individuo o una organización son acusados de formas de violencia que solo
pueden testicar las presuntas víctimas y que, por tanto, deben inferirse mediante indicios indirectos basados
en apreciaciones subjetivas. Las normas que generan este tipo de denuncias exigen que cualquier individuo
tenga y haya tenido siempre una conducta pública y privada irreprochable moralmente desde el punto de vista
del acusador, lo que constituye una norma perversa. El requisito de santidad es signicativamente incumplido
por cualquier ser humano, salvo en los casos de santidad probada, y la ilusión de cumplimiento de la norma de
santidad descansa en la condena de aquellos individuos que, por razones de oportunidad, resultan incómodos y
merecen un “castigo ejemplar” que benecie al denunciante o refuerce el poder de un determinado movimiento
social o partido político, mediante la movilización emocional de sus seguidores.
5 Conclusión: una “caja de herramientas” para entender la generación de normas perversas
Cuando las protestas se convocan en las puertas de los juzgados, en lugar de frente a las puertas del gobierno
o del poder legislativo, un sector de la sociedad está reclamando que las normas se interpreten según sus
intuiciones emocionales. En ese contexto es fácil que la élite política sienta la tentación de modicar las leyes
u ordenanzas no para mejorar su ecacia, sino para satisfacer dichas intuiciones emocionales. Como acabamos
de ver, la creación de normas guiadas por el “estupor moral” descrito por Haidt (2012) tiene un alto riesgo
de generar normas perversas.
Una forma práctica de terminar este artículo es proporcionar a los lectores una breve “herramienta diagnóstica”
que, desde un punto de vista estrictamente psicológico, les permita detectar, en leyes o proyectos de ley,
algunos de los problemas que pueden generar situaciones normativas perversas. Se trata de descifrar, en
términos más abstractos, qué “estructura emocional profunda” hay detrás de cada uno de los ejemplos con
los que se han ilustrado los efectos de las demandas emocionales en las decisiones normativas.
La “caja de herramientas” se inspira en la lectura de informes del Consejo General del Poder Judicial sobre
diversos anteproyectos de ley, así como de proyectos de ley y leyes en vigor, pero queda al criterio de lector
elegir ejemplos concretos de la legislación que muestren síntomas de algunos de estos problemas.
5.1 ¿Qué hay detrás del cuidado? El problema de los cuidadores
En el caso de la prohibición, la iniciativa legislativa fue el resultado de una inuyente campaña dirigida a la
opinión pública y protagonizada por organizaciones que celebraban la abstinencia (temperance). El desastre
normativo de la prohibición ilustra dos problemas más generales que pueden rastrearse en ejemplos normativos
que promueven, desde una lógica de cuidado, la imposición de un discurso moral a toda la sociedad.
Esos dos problemas giran en torno a qué o quiénes personifican esa exigencia de cuidado. El primer
problema, desde un punto de vista psicosocial, es que se conera la legitimidad de una organización pública
a determinadas organizaciones privadas que pasan a tener un papel protagonista en la administración de la
ley. En la actualidad, el término colectivo, aplicado a organizaciones privadas que supuestamente representan
a todas las personas pertenecientes a una categoría social, con frecuencia revela el rol de “agente cuidador”
legitimado por la ley. La legitimación legal de la agenda de esos colectivos “cuidadores” puede convertirse
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en un peligroso factor de distorsión, del mismo modo que la agenda de las Temperance Unions llevaron a
Estados Unidos a una catástrofe normativa.
El problema de las organizaciones “cuidadoras” no es solo su posible falta de representatividad. Un segundo
problema, incluso más grave, es que su legitimidad, basada en criterios tales como su antigüedad o visibilidad,
no responde necesariamente a su competencia para promover una normativa viable y de aplicación universal
sobre las causas o las soluciones de los problemas de la categoría social a la que representan.
5.2 Justicia contrafáctica
La estructura emocional “profunda” de la pena de muerte, en la que justicia se confunde con venganza, puede
igualmente rastrearse en otras leyes que tratan de satisfacer una demanda de lo que podría denominarse
justicia contrafáctica, es decir, una demanda de formas de reparación de una injusticia que no es factualmente
reparable mediante los castigos o las reparaciones propias de un caso penal típico (por ejemplo, porque la
injusticia en cuestión fue protagonizada por personas que han fallecido hace mucho tiempo).
La imposibilidad de que el sistema legal pueda reparar el daño o castigar al culpable inclina a aquellos que se
identican con la víctima a reclamar formas de reparación simbólicas que a la larga no son emocionalmente
satisfactorias porque no alivian la demanda más primitiva y emocional de justicia, que es el castigo al culpable.
Llegados a ese punto, los legisladores pueden tener la tentación de crear nuevas normas que intentan dar otra
vuelta de tuerca a la reparación exigida, abandonando el plano de lo simbólico para concentrarse en castigos
a personas o entidades concretas que se consideran personicaciones de los culpables materiales. Se crean,
así, normas que tienen una apariencia emocionalmente más satisfactoria, pero pueden ser, en un régimen
democrático, incumplibles porque violan principios constitucionales tales como la libertad de expresión, y en
último término exigen establecer criterios arbitrarios sobre qué o quienes deben identicarse como “culpables
sustitutos”.
5.3 Lealtad: normas propagandísticas
Como se comentó en el apartado correspondiente, los políticos pueden tener la tentación de crear normas que
creen adhesión en la opinión pública porque transmiten la imagen de compromiso con un programa electoral,
aunque, por las propias condiciones en las que se han creado, sean inaplicables y, por tanto, incumplibles.
Tal es el caso, por ejemplo, de todas las iniciativas normativas que pretenden implantarse con un “coste cero”,
es decir, sin una previsión de costes políticos o económicos dimensionada adecuadamente. En tales casos, por
aparentemente “barata” que sea la actividad reglada, los sometidos a la norma deben crear una apariencia de
cumplimiento que oculta normas inecientes. Un aspecto perverso adicional de este tipo de normas es que,
con frecuencia, el legislador delega, con el pretexto de hacer más democrática su aplicación, la responsabilidad
última del cumplimiento de la norma en los profesionales que “a pie de calle” deben velar por su cumplimiento.
De este modo, los casos más dramáticos en los que se maniesta la imposibilidad de cumplimiento no
son percibidos por la opinión pública como el resultado de un proceso normativo perverso causado por la
incompetencia del legislador, sino como la consecuencia de la falta de diligencia o profesionalidad de los
encargados de su aplicación cotidiana.
5.4 Autoridad: la norma como mera expresión de poder
El problema del celibato eclesiástico tiene también una estructura emocional “profunda” que puede detectarse
en otras iniciativas normativas. Se trata de aquellos casos en los que un órgano unipersonal o colegiado ve
amenazada su existencia porque carece de una función claramente denida, bien, por ejemplo, porque es
el resultado de un reparto de poder político, bien porque su función original es obsoleta. En tales casos, el
órgano en cuestión puede crear nuevas normas que no tienen tanto la función de regular como la de justicar
la existencia del propio órgano. Se crean así “normas expresivas” que carecen de una función instrumental
demandada por la sociedad, con lo cual se deslizan a situaciones normativas perversas en las que la propia
autoridad administra la norma de forma arbitraria, con castigos puntuales “ejemplarizantes” que pongan de
maniesto la autoridad del órgano sin resolver el problema –si es que este realmente existe– que la norma
supuestamente trata de erradicar.
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Esta forma de administración normativa expresiva es, evidentemente, muy lesiva por la percepción de
arbitrariedad e inseguridad jurídica que transmite. Los ejemplos de este tipo de situación abarcan un abanico
muy amplio: desde regímenes autocráticos basados en el terror hasta casos de mera inanidad institucional.
Un caso típico, en las sociedades democráticas contemporáneas, son normas que prometen erradicar lacras o
patrones de conducta seculares con la mera promulgación de una ley, o aquellas que colisionan con normas
de rango superior o invaden competencias reguladas por normas de otros órganos ya existentes.
5.5 Pureza: la regulación normativa de lo mental
Como en los casos anteriores, la exigencia de pureza tiene una estructura emocional “profunda” que va más allá
de las normas “neopuritanas” con las que se ilustró su existencia en párrafos anteriores. La búsqueda imposible
de pureza por medio de una normativa implica, inevitablemente, entrar en el territorio de lo mental, en el que
lo objetivo se sustituye por la certidumbre subjetiva del regulador. De este modo, la norma pretende regular
conductas que no son necesariamente demostrables de forma objetiva, pero tienen una existencia indubitable
desde un punto de vista subjetivo. Esa subjetividad libera al regulador de las barreras que separan lo público
de lo privado y permiten prohibir o prescribir no ya conductas sino intenciones, emociones o representaciones.
Las conductas automáticas, resultado del hábito, la tradición o muchos años de inmersión en una cultura
determinada, se convierten, a los ojos del regulador, en conductas intencionales malévolas, individuales o
sistémicas, que deben ser prohibidas. Los textos normativos que, por ejemplo, introducen como conductas
potencialmente punibles fenómenos tales como la violencia simbólica (una forma de discriminación no
necesariamente consciente causada por diferencias de clase o categoría social; Bourdieu, 1972) o el prejuicio
sutil (formas de prejuicio y discriminación no siempre intencional) convierten su aplicación en una tarea
arbitraria y tan subjetiva como la propia norma, con la consiguiente inoperancia.
La consecuencia práctica de esta inoperancia es que, nalmente, el juicio sobre el cumplimiento o no de la
norma lleva a que la carga de prueba no dependa del denunciante sino del denunciado, que debe demostrar
que no tenía la intención o el prejuicio que se le achaca. Desgraciadamente, desde un punto de vista lógico es
posible certicar la manifestación de un estado mental, pero es lógicamente imposible certicar su inexistencia,
ya que su no manifestación no excluye su existencia. El denunciante podrá siempre alegar percepciones que
parezcan poner de maniesto las intenciones denunciadas; si, además, se da publicidad a esos indicios en
los medios de comunicación, la autoridad judicial es cuestionada públicamente por no ser sucientemente
“sensible” a su supuesto signicado. De esta manera la norma, inaplicable desde un punto de vista lógico y
procesal, vira hacia una ilusión de cumplimiento dictada por la opinión pública o ciertos grupos de presión,
más que hacia la propia interpretación jurídica de la norma.
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