Trabajo y derechos sociales: por una desvinculación posible

AutorPablo Miravet Bergón
Páginas359-393

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    «A mí lo que me interesa no es la felicidad de todos los hombres, sino la de cada uno de ellos» (Boris Vian, L'ecume des jours)
1. Introducción Estado social:¿estado laboral?

Apenas haría falta retocar un párrafo del clásico de T. H. Marshall para describir la situación a la que las sociedades occidentales han llegado tras la experiencia de las dos últimas décadas y media:

    «(...) exactamente al final del siglo XVIII, se estaba produciendo la batalla final entre lo viejo y lo nuevo, la sociedad planificada y la economía competitiva. Y en aquella batalla la ciudadanía se dividió contra sí misma, situando los derechos sociales en el partido de lo viejo»1.

Naturalmente, con la expresión «derechos sociales» Marshall no hacía referencia a una figura que pudiera asimilarse a los derechos-crédito propios del hoy ya en situación de crisis normalizada EstadoPage 360 social, sino a los rudimentarios intentos de articular un sistema mínimo de protección social a través de instrumentos como la Poor Law, tentativas que el espíritu triunfante de la época relegó a la condición de mecanismos de beneficencia residuales, estigmatizantes y desvinculados del status de ciudadanía. De un modo más genérico, y en el ámbito continental, es posible identificar esos «derechos sociales» que a fines del XVIII y principios del XIX quedaron en el partido de lo viejo con las instituciones caritativo-disciplinarias heredadas del antiguo régimen (fundaciones, hospitales, asilos, etc.) que, como señala Castel, no sólo constituían un escándalo moral y político para la conciencia ilustrada, sino que «representaban un crimen contra los nuevos principios de la economía liberal»2. Tal vez sea forzado establecer una analogía entre dos situaciones históricas heterogéneas (o, más exactamente, entre los dos órdenes sociales a los que dieron lugar: las sociedades liberales postrevolucionarias y las actuales sociedades postkeynesianas), pero creo que la extrapolación resulta válida en lo que toca al recelo con el que en ambas se percibe la tutela pública del bienestar3. Sólo que, mientras que a fines del XVIII y principios del XIX el brío liberal no contemplaba la posibilidad de «fallos técnicos» como 1848, 1870, 1917 ó 1933 y la desconfianza se dirigía hacia remoras del viejo orden medieval, en el último tercio del siglo XX, cuando, por allegar una expresión nietzscheana al campo de la protección social, «todo ya ha sido», la suspicacia tiene por destinatario al todavía existente (aunque cada vez más residualizado4) Estado del Bienestar, constructo basado en una armonía social artificialmente creada precisamente para solventar aquellos fallos técnicos que tuvo una saludable vigencia de tres décadas (los denominados «treinta años gloriosos») hasta que entró en crisis. Lo cierto es que tras dos décadas de gestión política de la «quiebra controlada»5de los estados benefactores, algunos aspectos de las sociedades postindustriales relativos a la pobreza, las desigualdades sociales y, como veremos, las relacio-Page 361nes laborales recuerdan a una situación que sólo quien anda con la Historia en el bolsillo podía creer «superada». De hecho, se habla de una «nueva cuestión social» de alcance parejo a la que suscitó el industrialismo 6, concretada en el hecho de que las esferas de vulnerabilidad social o desafiliación (marginación, pobreza, exclusión) -que en los estados de bienestar de posguerra quedaban al margen del mundo del trabajo7- han venido a entretejerse en este mundo en razón del desempleo estructural y de la precarización que afecta a amplios sectores laborales, sometidos a los vaivenes de la «sociedad del riesgo».

El tratamiento de la cuestión social «clásica» (el meollo de la cual, la rígida dicotomía capital/trabajo, aparece hoy difuminado por múltiples causas) constituye la historia de un proceso que recorre la segunda mitad del siglo XIX, los convulsos comienzos del XX y que culmina tras el segundo armisticio con la consolidación de los Estados sociales y su correlato socio-laboral: la sociedad salarial o el salariado, «resultado de un intento de superar la cuestión social (...) y, consiguientemente, de integrar a la clase trabajadora»8. El instrumental de que se dotaron los estados de bienestar de posguerra al objeto de institucionalizar, racionalizar y desradicalizar el conflicto social y quedar por esa vía legitimados es de sobra conocido: una política económica de gestión pública de la demanda orientada claramente al pleno empleo en el marco de un desarrollo industrial sin precedentes caracterizado por modelos de producción fordistas o seriales, generadores de pautas de consumo homogéneas; un notorio intervencionismo esta-Page 362tal capaz de controlar la economía «nacional»; una sólida fiscalidad directa de carácter progresivo y unas estrategias de compensación de la moderación salarial a través de políticas redistributivas y aparatos institucionales de prestación de servicios públicos. Este modelo, que tiene como núcleo el pleno empleo, no está basado en meras políticas coyunturales, sino que es juridificado, quedando configurado el empleo como un estatuto profesional9fuertemente regulado -tanto desde el punto de vista de las condiciones laborales (la modalidad contractual típica es el contrato de trabajo indefinido y a tiempo completo) como de los derechos adscritos al empleado- por un Derecho del Trabajo que se consolida definitivamente como rama autónoma del ordenamiento jurídico positivo10y que, al margen de las particularidades de cada sistema nacional, otorga análogo poder de negociación a sindicatos y patronal, siempre bajo la atenta vigilancia estatal. El modelo es al mismo tiempo constitucionalizado, siendo el marco jurídico-político que le da cobertura el Estado social y democrático de Derecho, caracterizado por incorporar a las constituciones una serie de principios inspiradores del funcionamiento de la economía (la denominada constitución económica) y por agregar de forma ya generalizada los derechos sociales al repertorio clásico de derechos liberales.

Más allá de las notas caracteriológicas convencionalmente aceptadas, quizás el rasgo que singulariza a los estados sociales occidentales de posguerra es la centralidad societal del trabajo 11. Las sociedades de consenso keynesiano son, en sentido estricto, sociedades de trabajadores en las que, por una parte, queda atenuada la consideración liberal clásica del trabajo como mercancía y, por otra, el trabajo, mecanismo integrador por excelencia, se erige en el vínculo social generador de derechos e identidad, carácter «cohesionador» que, en buena parte de las evocaciones doctrinales de los tal vez idealizados treinta años gloriosos, sigue siendo rememorado en términos apologéticos 12. Tan es así, que en las aproximaciones teóricas al concepto dePage 363 ciudadanía tributarias del boceto gradualista civil-política-social se echa de ver una indistinción semántica entre dos conceptos, ciudadanía social/ciudadanía laboral, inferida a partir de la premisa de que es el trabajo lo que proporciona la ciudadanía plena13(entendiendo por tal la ciudadanía social) y de que los derechos socioeconómicos son, tout court, los derechos de los trabajadores. Destacaré, a título de mero ejemplo, unos pasajes en los que esta segunda equiparación aparece de una manera más nítida:

    «Por ello, para esa mayoría, no basta con ser individuo, subdito o ciudadano para la adquisición de los derechos económicos; se hace necesario ser trabajador» (...) «Sí creo en la posibilidad de reconstruir el Estado de bienestar (...)». «La experiencia de todo lo ocurrido nos ayudará en su rediseño. Y parte de esa experiencia nos indica (...) que debemos comenzar con el pleno empleo (...)». «El pleno empleo resulta básico por, al menos, dos razones: por ser el trabajo el legitimador último de buena parte de los derechos para la mayor parte de los individuos (...)». «Él trabajador participa en la creación de la riqueza social. La motivación para aceptar la disciplina de una empresa no es sólo monetaria sino valorativa: el trabajo dignifica socialmente» 14.

Vaya por delante que considero necesaria la tarea de desentrañar las verdades solapadas en las explicaciones rutinarias que sobre la problemática del desempleo se vierten desde posiciones neoliberales y que creo cierta (aunque con algún matiz) la tesis según la cual la prioridad política y económica (la gestión de la crisis) de los últimos veinte años no ha sido la de acabar, en la medida de lo posible, con el desempleo, sino la de disciplinar a la fuerza de trabajo y restaurar la tasa de beneficio empresarial a través de la desregulación, la «creación» artificial de paro y la transferencia de las rentas del trabajo a las rentas del capital, rentas que no se han reinvertido en economía productiva 15. Por otra parte, estimo que resulta yerma, en plena distopía de la vulnerabilidad social, toda tentativa de formular teóricamentePage 364 una enésima versión de la utopía del ocio como programa social16, no ya porque varias décadas de revolución tecnológica han desmentido el optimismo de los sesenta, sino porque el ocio, tanto más gregario cuanto más «diversificado», se parece cada vez más al trabajo. Sí creo que es posible, sin embargo, problematizar las tesis que insisten en ubicar al trabajo (como hecho y como derecho) en el centro de una posible reformulación del Estado social (o de la ciudadanía social). Hasta qué punto son cohonestables las alternativas que se proponen hoy para «salir de la sociedad salarial» conservando los sistemas de protección social y las propuestas más «clásicas» que siguen poniendo el acento en el mantenimiento del trabajo como mecanismo...

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