El principio democrático en la administración local: la elección directa del alcalde y las potestades de autoorganización y sancionadora

AutorAntonio José Sánchez Sáez
CargoProfesor Titular interino de Derecho Administrativo. Universidad de Sevilla
Páginas185-210

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El Borrador del Anteproyecto de Ley Básica del Gobierno y de la Administración Local, hecho público recientemente, ha atendido una de las reivindicaciones históricas de la Administración local: reconocer que la autonomía local es una autonomía política en el marco de la Constitución y no una simple autonomía administrativa en el marco de la Ley1. La autonomía local dispondrá previsiblemente de un elenco de materias propio que las leyes deben siempre permitir (art. 18 del Borrador) y ya no bastará con garantizar un mero «derecho a la participación» de los municipios y provincias en las competencias sectoriales autonómicas y estatales, sino que será necesario que las leyes estatales y autonómicas delimiten un ámbito propio para el ejercicio de las potestades locales (recogidas en el art. 24 del Borrador), en esas competencias (art. 20 del Borrador).

Consecuencia lógica de todo ello es la inserción en su art. 17 de una cláusula de competencia general o universal a través de la cual el municipio ostenta competencia en todas las materias que sean de interés local y que no estén atribuidas por la legislación al Estado o a las Comunidades Autónomas, pudiendo, en ese ámbito, desempeñar sus potestades principales (normativa, de autoorganización o estatutaria, sancionadora, tributaria y financiera, de programación o planificación, expropiatoria, de investigación, deslinde y recuperación de oficio de sus bienes, y otras que le atribu-

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ya la Ley 30/1.992 y las demás leyes). En esto, España no hace sino adaptarse a los países de nuestro entorno cultural, más avanzados en materia de régimen local2.

No obstante, ante la histórica ausencia de ese reconocimiento y del de la potestad legiferante, ha sido el principio democrático el gran impulsor de los avances normativos y competenciales a favor de los municipios y provincias. Como tal, es una creación de la doctrina alemana para evitar los excesos que los poderes públicos en general, incluso de los legítimamente constituidos (Parlamento, Gobierno, etc.), pudieran cometer contra el espíritu de las leyes, contra los valores superiores del Ordenamiento jurídico (libertad, igualdad, solidaridad, pluralismo político, sufragio universal, etc.), es decir, contra la democracia misma, que es un concepto material maleable pero nunca relativo. Más importante es su juego aún, en lo particular, cuando se aplica al ámbito local, en el que la legitimidad democrática del Pleno y del Alcalde (e indirectamente de la Junta de Gobierno Local) lo convierten en la Administración más política (y democrática) de todas.

Este principio, que rige para el poder Legislativo, el Judicial y sobre todo para el Ejecutivo, no es directamente aplicable, como conviene la mayoría de la doctrina, a la actuación administrativa, que se basa en el principio de jerarquía y competencia, si bien otros contrapesos como el principio de participación ciudadana, el de la transparencia administrativa o el de confianza legítima de los ciudadanos en la administración pública, moderan las posibles tendencias tecnocráticas o burocráticas de la Administración3.

El principio de democracia, juega, por tanto, en la Administración del Estado y en la de las CC.AA. De manera débil, al carecer en sus estructuras de una representación social de sus administrados, sólo en la medida en que los niveles superiores de esas Administraciones tienen el doble carácter de Poder Ejecutivo (con legitimidad electoral directa o indirecta) y de Adminis-

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tración. Por esta misma razón pero en sentido contrario, el principio demo-crático encuentra mayor acomodo en la Administración Local, debido no sólo a la cercanía de estas instancias al pueblo, sino sobre todo a la existencia de una representación plena y absoluta de la sociedad vecinal en casi todos los niveles de su estructura organizativa, que no tiene carácter burocrático (de ahí su conformación clásica como Corporaciones).

Y es que, como principio, es también aplicable a la Administración corporativa e incluso a las organizaciones representativas de intereses sindicales o empresariales, y tiene consecuencias tan importantes como la ausencia de una cláusula de prevalencia del Derecho estatal o autonómico sobre el local en caso de conflicto (de modo parecido a como el art. 149.3 CE impone la superioridad de la norma estatal sobre la autonómica).

Veamos, a continuación, algunas de las principales plasmaciones del principio democrático en la esfera local, vigentes o de lege ferenda, en espera de las importantísimas reformas que, de la LRBRL y de la LOREG, tiene previsto realizar el Ministerio de Administraciones Públicas para el año 2007.

I La elección directa del alcalde

Una de las razones por las que todas las instancias políticas superiores vienen consintiendo la actuación jurídica de los principios de subsidiariedad y de descentralización administrativa es la supuesta mayor legitimidad de la Administración local, como única organizada conforme al principio democrático. Frente al tradicional sistema jerarquizado napoleónico-weberiano de la Administración General del Estado, de las CC.AA. E incluso de la UE, la investidura electoral de los concejales y Alcaldes y, a la vez, su configuración administrativa les otorga una preferencia jurídica y una superioridad moral para ejecutar la mayor parte de las competencias administrativas (sean o no de su titularidad). Este principio (corroborado en el carácter corporativo de la autonomía local, ex art. 140 CE) se puede poner en peligro si finalmente ha lugar a incluir la elección directa del Alcalde en la próxima reforma que se realice de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General y en la LRBRL. Puede concluirse que la descentralización política que preconiza el principio de subsidiariedad debe continuarse en la esfera local a través de la descentralización administrativa que promueve el principio democrático.

Aunque, en teoría, conforme al art. 81 CE, el régimen electoral general debe ser aprobado por ley orgánica, incluyendo en él el régimen electoral local (STC 38/19834) resulta discutible que cuestiones adjetivas tales como el cese

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o elección del Alcalde, la moción de confianza, la moción de censura, etc. Queden petrificadas en la LOREG y no tengan cabida en la propia LRBRL5.

Cuestión distinta sería la de incluir un régimen paritario hombres-mujeres en los componentes del Pleno municipal (ahora denominado en el Borrador Asamblea municipal), o la de regular la garantía de los debates televisados, o la de la apertura de las listas electorales, que sí deberían regularse por ley orgánica.

Tanto si se acabase positivando para todos los Ayuntamientos como si se hiciese únicamente para los de gran población (siguiendo la nomenclatura de la Ley de Modernización del Gobierno Local), consideramos que incluir en la reforma de la LOREG la elección directa del Alcalde de manera obligatoria supondría un evidente empobrecimiento de la vida democrática local, como ha sucedido en Italia, el país del que se quiere copiar el sistema, donde ha bajado la participación en las elecciones locales y han ascendido al poder alcaldes «carismáticos» sin el respaldo de los grandes partidos6. Para empezar, no estamos ante una necesidad especialmente sentida por la ciudadanía, como sí pueden serlo otras muchas que abogan por una reforma de la LRBRL y, además, si de lo que se trata es de otorgar una mayor legitimidad democrática al consistorio, lo mejor debería ser incrementar los cauces de participación vecinal en las decisiones del Ayuntamiento, en lugar de instaurar un nuevo sistema electoral que ni siquiera el Consejo de Europa ve con buenos ojos.

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Como comenta LUIS POMED7, la preocupación que movió a los dos grandes partidos políticos de España a proponer esa iniciativa en sus respectivos programas electorales para las elecciones municipales de 2003 se cifraba en el odio común a los tránsfugas, que había llegado a culminarse en el triste episodio acaecido en la Asamblea Legislativa de la Comunidad Autónoma de Madrid.

Respecto al transfuguismo, el «Acuerdo sobre un código de conducta política en relación con el transfuguismo en las corporaciones locales», firmado el 7 de julio de 1998 por el Gobierno y la casi totalidad de los partidos políticos con representación en las Cortes Generales, ha sido bien acogido por todos, a pesar de su carácter no vinculante. Intenta evitar un fenómeno muy común en la vida local española: que los concejales de un partido se pasen durante la Legislatura a otro grupo político, por motivos casi siempre espurios, gracias a lo cual el nuevo grupo derroca al Gobierno Municipal, sin pasar por las urnas, merced al planteamiento y éxito de una moción de censura. Desde un punto de vista jurídico-constitucional el pacto nunca podría ser vinculante, pues en España se prohíben los mandatos imperativos (si bien es verdad que sólo se hace expresamente respecto de los diputados y senadores, ex art. 67.2 CE). Es decir, los elegidos en las urnas no representan a la facción de electores que les han votado sino a todo el cuerpo electoral en general. A pesar de lo cual, es evidente que al no existir listas abiertas en nuestro sistema electoral, muchos electores votan en atención al partido, no a las personas, por lo que existe una vinculación fáctica del cargo al partido, que suele estar bien vista por la población. Ésta es la base de este pacto8.

A pesar de que alguna reforma en países de nuestro entorno contemplan la elección directa del Alcalde (así la Local Govenment Act de 2000 en Gran Bretaña), no obstante, la necesaria contención que exige el fenómeno del transfuguismo no puede solucionarse proponiendo una medida como la elección directa...

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