Responsabilidad del intérprete y relación entre razonabilidad y proporcionalidad. Conclusiones

AutorGiovanni Perlingieri
Páginas167-192

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El derecho es el mundo de la decisión: decide el legislador cuando resuelve conflictos de intereses; decide el sujeto cuando se interroga sobre las modalidades de ejercicio del derecho o de una situación subjetiva, determinando de esta manera su propia conducta; decide el juez de las leyes cuando valora la legitimidad constitucional de una norma; y decide el juez ordinario cuando da la razón o la niega a las partes que litigan340.

Pero la decisión presupone siempre una duda. El paso de la duda a la decisión341sigue un recorrido que conduce de la pluralidad de las decisiones posibles a la que, de manera responsable342, se elige adoptar. Con el fin de que esta última sea realmente la más adecuada y cóngrua – no ya con relación al derecho viviente y con la mera praxis jurisprudencial, ni con el mero dictado literal, sino – con los intereses afectados (según la interpretación funcional) y con el derecho vigente, esto es, con el ordenamiento jurídico existente en un determinado momento histórico y con sus valores normativos (según la interpretación no únicamente literal sino sistemática y, por tanto, axiológica), es esencial un control de razonabilidad.

Superando el concepto de derecho viviente como jurisprudencia o pra-

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xis consolidada o constante, el criterio de razonabilidad ayuda precisamente a contextualizar toda decisión jurisprudencial y a evitar que las soluciones sean trasladadas o aplicadas acríticamente a un nuevo caso, sin el adecuado control de la ratio decidendi y de la evolución del sistema normativo. En otras palabras: si interpretación sistemática y aplicación se conjugan en un proceso unitario343, la norma elaborada mediante la interpretación «vive sólo en el momento en que es aplicada»344. La inter-pretación sistemática se reitera, por tanto, en cada nueva aplicación para satisfacer las instancias siempre diversas planteadas por un nuevo y determinado concreto supuesto de hecho.

Desde esta perspectiva, y por respeto precisamente del principio de legalidad, el jurista sagaz y sensible está llamado a individualizar, en todo momento histórico y en su particular ámbito territorial345, cuál es el orden impuesto por el sistema jurídico vigente en su unitariedad, para luego enuclear, basándose también en el análisis de los intereses implicados en el caso concreto, lo que a la luz de aquel cierto sistema y de determinados valores pueda ser o no ser considerado razonable, incluso apartán-dose de la mera letra de la ley o del abstracto y frecuentemente inadecuado supuesto de hecho acogido legalmente. De ello parece haber tomado también conciencia el legislador, el cual, por ejemplo, con el art. 1 de la ley 24 marzo 2012, n. 27, en tema de competencia y de liberalización, ha reconocido la proporcionalidad y la razonabilidad como criterios capaces de incidir tanto en la validez y en la eficacia de las normas como sobre su interpretación y aplicación. En efecto, el art. 1, párrafo 1, de la citada ley, ha establecido, siquiera con una técnica legislativa ciertamente muy aproximativa, que «son abrogadas […]: a) las normas que prevén límites numéricos, autorizaciones, licencias, “nulla ostat” o actos preventivos de asenso de la administración en cualquier forma denominados para

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la iniciación de una actividad económica que no estén justificados por un interés general constitucionalmente relevante y sean compatibles con el ordenamiento comunitario en el respeto del principio de proporcionalidad; b) las normas que imponen prohibiciones y restricciones a las actividades económicas no adecuadas o no proporcionadas con las finalidades públicas perseguidas, así como las disposiciones de planificación y programación territorial o temporal impuestas con prevalente finalidad económica o de prevalente contenido económico que impongan límites, programas y controles no razonables, o no adecuados o bien no proporcionados en relación a las finalidades públicas declaradas y que, en particular, impiden, condicionan o retrasan el inicio de nuevas actividades económicas o la incorporación de nuevos operadores económicos estableciendo un tratamiento diferenciado respecto de los operadores ya presentes en el mercado, que operen en contextos y condiciones análogos, o bien impiden, limitan o condicionan la oferta de productos y servicios al consumidor en el tiempo, en el espacio o en las modalidades, o bien alteran las condiciones de plena competencia entre los operadores económicos, o bien limitan o condicionan las tutelas de los consumidores en relación a ellos».

Sin embargo, el art. 1, párrafo 2, de la precitada ley ha previsto también que las «disposiciones que determinan prohibiciones, restricciones, cargas o condiciones al acceso y al ejercicio de las actividades económicas deben ser interpretadas y aplicadas, en todo caso, en sentido taxativo, restrictivo y razonablemente proporcionado a las finalidades perseguidas de interés público general, en consideración de los principios constitucionales para los que la iniciativa económica privada es libre en condiciones de plena competencia y de iguales oportunidades para todos los sujetos, presentes y futuros, y únicamente admite los límites, los programas y los controles necesarios para evitar posibles daños a la salud, al ambiente, al paisaje, al patrimonio artístico y cultural, a la seguridad, a la libertad, a la dignidad humana y posibles contradicciones con la utilidad social, con el orden público, con el sistema tributario y con las obligaciones comunitarias e internacionales de la República».

El paso de la duda a la certidumbre se hace posible mediante el necesario recurso al «espíritu» (según la enseñanza de San Pablo en su segunda carta a los corintios – II Cor., III, 6 – «littera enim occidit, spiritus autem vivificat»)346, a la razón justificativa no sólo de la específica

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disposición legislativa sino del sistema jurídico de la cual ella es parte integrante347, sin desatender nunca la confrontación «entre el texto de la ley y el contexto de la situación al que aquél está referido»348. De los ejemplos a que se ha hecho referencia emerge también la idea de que los juicios de valor no están privados, como frecuentemente se cree, de fundamento racional, de que la teoría pura del derecho, la idea del derecho fundada en la mera lógica, el nihilismo jurídico349son meras fic-

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ciones350(toda decisión jurídica – como confirma la etimología del tér-

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mino351– no puede ser nunca neutral, porque presupone siempre una opción, incluso en presencia de un claro y predeterminado supuesto de hecho jurídicamente configurado, un acto selectivo, una renuncia, una preferencia o el sucumbir de un interés frente a otro; por lo demás, una concepción puramente neutral del derecho no es conforme con su propia naturaleza y no consiente al intérprete observarlo, interpretarlo y apli-carlo) y de que la razonabilidad, ya sea bajo la forma de cláusula general cuando es expresamente prevista por la ley o ya sea como criterio argumentativo, representa el hilo conductor de todo razonamiento jurídico que conduce a la definición de un caso a través de la composición, de la atemperación y del equilibrio entre intereses opuestos y valores según las directrices del ordenamiento vigente históricamente determinado. La razonabilidad es, por tanto, un medio para evaluar y controlar la aplicación de una normativa, para resolver sistemáticamente aporías y antinomias no superables de otra forma en vía interpretativa. La argumentación en el derecho es esencial, pero la argumentación sin fundamento tiene poco sentido352.

El «paso de la ley al derecho, mediante la interpretación con fines aplicativos, no se agota en una mera interpretación de la voluntas legis. Ni tampoco en una operación mecánica y automática de mera subsunción, sino que implica una actividad intelectual realizadora de valores que caracterizan al sistema del ordenamiento en el que el intérprete desenvuelve su actividad. Así, por tanto, interpretación axiológica pero en todo caso jurídica»353, previsible y «calculable»354, además de ser expresión de un «acto de voluntad». De ello se deriva, ulteriormente, que el criterio de razonabilidad implica, ordinariamente, un control de conformidad de la solución no con el «derecho natural» sino con el derecho positivo355. Ello

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consiente tomar las oportunas distancias no sólo del iusnaturalismo (exceso de trascendencia) y del positivismo (exceso de racionalidad), sino también del realismo sociológico (exceso de empirismo) y de las incitaciones desordenadas del derecho libre (exceso de intuicionsimo y de irracionalidad) con la finalidad de conjugar hecho, ley y sistema del ordenamiento.

De la reflexión propuesta y de los ejemplos aducidos se puede deducir que la razonabilidad es ora una cláusula general, cuando es expresamente reclamada por el legislador ora un criterio argumentativo útil para valorar la conformidad de la decisión no únicamente con la ley sino con

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la voluntad del sistema jurídico; que la razonabilidad, si bien requiere para su correcta utilización una particular sensibilidad del intérprete, no es, ni puede ser, un instrumento lesivo del principio de legalidad (la razonabilidad es, en efecto, un criterio objetivo y un instrumento de realización del ordenamiento jurídico; y configura, por tanto, un parámetro que debe estar firmemente amarrado a los principios fundamentales para evitar interpretaciones libres y no atentas a la armonización de los principios y a la valoración comparativa de los intereses jurídicamente relevantes); que la razonabilidad es un concepto que se configura en relación al momento histórico y que no se resuelve en la técnica, si bien ampliamente acogida por parte de la doctrina incluso anterior a 1948, de la interpretación funcional y de valoración comparativa de los intereses356, sino que requiere una intepretación axiológicamente orientada de toda disposición o hecho...

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