Recuerdos de ayer, preocupaciones de hoy'

AutorGonzalo Rodríguez Mourullo
CargoCatedrático emérito de Derecho Penal. Universidad Autónoma de Madrid
Páginas225-245

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Ilmo. Sr. Decano

Queridos compañeros
Estimados estudiantes
Señoras y señores

Cuando se me propuso que diese esta lección como Emérito para celebrar los 39 años de docencia en esta Facultad tuve mis dudas, entre otras razones porque ya se me ofreció un cariñoso acto con entrega de un espléndido Libro-homenaje precisamente, con asombrosa puntualidad, el mismo día que cumplía la edad reglamentaria de la jubilación.

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Cuando expuse esas dudas, se me replicó que era un deseo de los Profesores del Área, secundado por el Ilmo. Sr. Decano, y a partir de ahí cedió mi resistencia, porque yo no puedo decir que no a nada que me propongan los Profesores del Área de Derecho Penal o esta Facultad, de la que formo parte, como acabo de decir, desde hace 39 años.

Y como no quiero que esta manifestación se interprete como pura cortesía oportunista para esta ocasión, me permito recordar que en noviembre del año pasado los Catedráticos Francisco SOSA WAGNER y Mercedes FUERTES a lo largo de una extensa entrevista luego publicada en el libro “Conversaciones sobre la Justicia, el Derecho y la Universidad. Entrevistas a diez maestros”, me formularon la pregunta “¿Cuál es su relación actual con los discípulos a quienes ha formado y ha ayudado a ingresar en los escalafones universitariosfi” Mi respuesta fue:

“Mi relación actual con mis discípulos es inmejorable y también en este sentido me siento muy afortunado. Digo siempre que tengo ocasión, por oral y por escrito, que lo mejor que me pasó en mi vida universitaria fue el encuentro con mis discípulos, un grupo que une a su excepcional capacidad intelectual las más altas cualidades humanas.

Como es sabido, el mundo de las relaciones de los profesores universitarios con frecuencia resulta complicado y a veces los desencuentros habidos por el camino estallan dramáticamente con motivo de la jubilación. En mi caso ha sido al revés y por eso digo que me siento muy afortunado. A partir de ese momento multiplicaron las atenciones y deferencias conmigo, con constantes muestras de afecto, que comenzaron por pedirme que solicitase continuar en la Facultad como emérito. Un buen día aparecieron en mi despacho los dos más antiguos, los profesores Miguel BAJO FERNÁNDEZ y Agustín JORGE BARREIRO, para comunicarme que los profesores del área habían acordado por unanimidad que lo pidiese, cuestión que ni siquiera me había planteado, y traían ya preparados los impresos de la solicitud para recogerme la firma.

Hace unos días, con motivo de la entrega del premio “Montero Ríos” que me concedió la Asociación de Juristas Gallegos en Madrid (Iurisgama), un periodista que asistió al acto escribió en una crónica que yo era un catedrático “amado” por sus discípulos. De todos los hiperbólicos elogios que me dedicó yo me quedé con éste, que me parece el único que responde a la realidad y es, desde luego, el que más me satisface.

Comprenderán Vds., después de lo dicho, que soy consciente de que han organizado esta lección como una prueba más de afecto y que, por ello mismo, al final, no he sido capaz de mantener mi negativa.

Tuve también muchas dudas sobre la elección del tema, hasta tal punto que no pude anticipar ningún título antes de este momento. En último término me convencí de que no debía aburrirles a Vds. con abstrusas refiexiones sobre profundas cuestiones de dogmática

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penal ni con una exposición demasiado concreta de algún delito de la Parte especial. En estas estaba cuando buscando algo en la sección de mi biblioteca dedicada a libros antiguos tropecé con el ejemplar del Código penal que yo utilicé como estudiante en el segundo y tercer curso de carrera, allá en la entrañable Universidad de Santiago de Compostela. Se trata de este librito de bolsillo editado por José Mª Bosch en el año 1954.

En medio de los emotivos recuerdos que el hallazgo me suscitó, pensé que acaso fuese oportuno dar a esta intervención un tono puramente personal y centrarla en las impresiones que me produjeron mi primer encuentro y las posteriores relaciones con el Derecho penal. No esperen, pues, ninguna enseñanza, sino meros desahogos de quien desde hace 52 años viene dedicándose al estudio, enseñanza y práctica del Derecho Penal. Recuerdos del ayer y preocupaciones de hoy. Éste podría ser el título.

¿Qué se contiene en este librito, que, como pueden comprobar Vds. está muy manoseado, prueba evidente de lo mucho que lo usé durante los estudios de licenciaturafi

Se contiene el Código Penal de 1944, el que estaba vigente cuando yo estudié la carrera.

Era el Código Penal que emergió de la Guerra Civil.

Un conocido penalista, ya fallecido, y al que, desde luego, no se le podía tildar de izquierdista, describe en estos términos el proceso de formación de ese Código:

“El viento trágico de la historia precipitó al país en la más sangrienta de las guerras civiles que ha conocido. El Bando de 28 de julio de 1936, declarando el estado de guerra, sustrajo a la legislación común gran número de delitos. Muchos hechos se convirtieron, por asimilación, en rebelión militar… La ley de 5 de julio de 1938 restableció la pena de muerte para tres delitos: parricidio, asesinato y robo con homicidio. Una abundante legislación penal especial trató de dar cuerpo a las concepciones penales del “nuevo Estado”, que salía de la guerra. Llegó un momento en que se imponía, por lo menos, una refundición. Esto es lo que se hizo en 1944” (RODRÍGUEZ DEVESA).

El Código Penal de 1944 era, en definitiva, refundición de una legislación de guerra, al servicio –como acabo de leerles– de “las concepciones penales del nuevo Estado”, que no era otro que la Dictadura nacida de la guerra civil.

El Código penal de 1944 puso de relieve, una vez más, la estrecha vinculación entre política y Derecho penal. El penalista italiano BETTIOL llegó a decir –advirtiendo que la afirmación puede parecer heterodoxa– que “el Derecho penal es una política”, con cuya aseveración se intenta asegurar que sin la comprensión del momento político en que una legislación penal nace no se puede entender el íntimo valor de la misma.

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Si alguien tuviese alguna duda al respecto no tiene más que recordar la historia de la Codificación penal española.

Cada uno de los Códigos penales españoles del siglo XIX y su reforma son fruto fiel de los distintos momentos políticos que se vivieron entonces. Y lo mismo puede decirse de los del siglo XX.

La vinculación entre Derecho penal y sistema político es tan íntima que la Segunda República, proclamada el 14 de abril de 1931, se creyó en la acuciante necesidad de derogar al día siguiente el Código de 1928, por entender que era imposible convivir más allá de 24 horas con el Código penal de la Dictadura de Primo de Rivera. Derogó, pues, el Código de 1928 y puso de nuevo en vigor el de 1870, de signo liberal acorde con la Constitución de 1869, a la espera de la reforma que habría de producirse en 1932.

De esta vinculación entre Derecho penal y Constitución del Estado da cuenta también la Exposición de Motivos del vigente Código penal de 1995 cuando advierte:

“El Código Penal define los delitos y las faltas que constituyen los presupuestos de la aplicación de la forma suprema que puede revestir el poder coactivo del Estado: la pena criminal. En consecuencia, ocupa un lugar preeminente en el conjunto del ordenamiento, hasta el punto de que, no sin razón, se ha considerado como una especie de ‘Constitución negativa’”.

Volviendo al Código de 1944, decíamos que era el Código nacido de la guerra civil, al servicio de las concepciones de un Estado dictatorial. Como en todas las dictaduras, el Derecho penal se utiliza como un poderoso instrumento para mantener el poder implantado y oprimir las libertades de los disidentes. El Código de 1944 era el Código de los vencedores de la guerra civil volcado como arma jurídica sobre los vencidos. Era el Código de lo único y los titulares de lo único eran, por supuesto, los vencedores. Era el Código del pensamiento único, del partido único, del sindicato único, de la moral única, del patriotismo único encarnado, por descontado, en los vencedores. El Código de 1944 criminalizaba el ejercicio de lo que son hoy derechos y libertades, reconocidos por las leyes y la Constitución. Así, fiel a los designios del “nuevo Estado”, el Código de 1944, para empezar, a través de la figura de las asociaciones ilícitas criminalizaba a los partidos políticos, de los que un conocido ideólogo del Régimen, Rector a la sazón de la Universidad Complutense para más señas, proclamó que estaban bien eliminados porque eran “intrínsecamente perversos”. No corrían mejor suerte las libertades sindical, de expresión, de reunión, de manifestación, etc.

Como era de esperar, el Código de 1944 exhalaba por todas partes su carácter autoritario, que se evidenciaba en el endurecimiento de las penas, que culminaba con la reintroducción de la pena de muerte, aunque no como pena única, sino asociada a la de reclusión mayor (de 20 años y un día a treinta años), con la punición con carácter general de los actos preparatorios de conspiración, proposición y provocación para delinquir, con la

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supresión de eximentes y el aumento de circunstancias agravantes. Endurecimiento que no se compensa con la introducción de una nueva atenuante: la de obrar por motivos morales, altruistas o patrióticos. Porque se trataba de una atenuante más bien prevista para favorecer a los adictos al Régimen, ya que –como hemos dicho– no había más moral ni patriotismo que los que proclamaba éste.

Descendiendo de la vertiente política a la esfera dogmática, hay que decir que el legislador de 1944 mostró una absoluta indiferencia ante los supuestos de responsabilidad objetiva, vulneradores del principio de culpabilidad y que, por ello mismo, fueron calificados como baldón ignominioso de nuestra época, en la medida que representan un rasgo atávico que nos retrotrae a sistemas penales primitivos. Responsabilidad objetiva que no sólo anidaba de...

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