La responsabilidad civil de los jueces constitucionales: un diálogo, con epílogo, sobre la última palabra en democracia (En homenaje al Profesor González Campos)

AutorIgnacio Molina A. De Cienfuegos/Miguel A. Amores Conradi
CargoProfesor en el Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid/Catedrático de Derecho Internacional Privado en el Departamento de Derecho Privado, Social y Económico de la Universidad Autónoma de Madrid
Páginas165-189

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I Introducción

En enero de 2004 el ya largo conflicto que enfrenta en España al Tribunal Supremo (TS) con el Constitucional (TC) vivió uno de sus episodios más llamativos. El primero de los tribunales, que desde hacía más de una década se venía quejando del uso expansivo que el segundo ejerce de su competencia en la resolución de los recursos de amparo para corregir frecuentemente la jurisprudencia civil del Supremo, aprovechó una cuestión aparentemente menor para corregir a su vez, y de forma estruendosa, al Constitucional. Se trataba, nada menos, que de condenar individualmente por negligencia grave a todos los magistrados del TC que habían intervenido en la inadmisión de un recurso de amparo ya que, a juicio de la Sala I del TS, la supuesta falta de motivación de aquella resolución causó un daño moral al recurrente, que merecía por ello ser indemnizado1.

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La sentencia, aunque de forma indirecta (y utilizando la competencia del TS para juzgar la responsabilidad civil de las altas autoridades públicas), venía a cuestionar el papel del Constitucional como última instancia en materia de derechos fundamentales y lógicamente se entendió como reacción a las veces que el primero había cuestionado, aunque de forma indirecta (y utilizando la competencia del TC para juzgar las demandas de amparo por violación de derechos fundamentales; en especial, el de la tutela judicial efectiva), el papel del Supremo como última instancia de la jurisdicción civil.

Resultaba insólito, seguramente desatinado y eso sí original, que por medio del ardid de identificar la producción de determinado daño moral a un recurrente se añadiese una nueva vía adicional de revisión de las sentencias y, sobre todo, quedase alterado el ámbito de la jurisdicción y competencia del Tribunal Constitucional en clara contradicción con lo establecido por la propia Constitución. Por eso la sentencia resultó tan impactante entre los juristas y la mayor parte de ellos, desde luego en la academia, se emplearon rápidamente en señalar sus debilidades y los riesgos que conllevaba: nada menos el pretender deslegitimar a una institución que desde luego ha sido fundamental en la consolidación de nuestro ordenamiento jurídico democrático.

En la Facultad de Derecho de la UAM un grupo de profesores redactó en los primeros días de febrero de 2004 un artículo muy crítico con el Supremo en donde se afirmaba que el TC no había actuado antijurídicamente en el asunto que había merecido la condena, y sobre todo se negaba que nadie pudiera hacer este concreto juicio, y más aún «con una fundamentación jurídica inaceptable», respecto al tribunal que tiene la última palabra en los recursos de amparo. El texto suscrito inicialmente por Liborio HIERRO, Enrique PEÑARANDA y Juan A. LASCURAÍN, fue circulado entre el profesorado y recibió rápidamente 46 apoyos de la propia Universidad Autónoma, así como de dos profesores de las universidades Carlos III y de Alcalá. Era una respuesta contundente y autorizada pues, entre quienes sumaron su firma se encontraban antiguos (y algún futuro) magistrados y letrados de adscripción temporal en el Tribunal Constitucional2.

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Ignacio MOLINA, profesor de Ciencia Política y de Sistema Político Español en la Facultad de Derecho, difundió entonces su discrepancia con el artículo. Por razo-Page 168nes obvias de su especialidad, no lo hacía tanto por la problemática jurídica de fondo (si bien, de hecho, coincidía con los autores en rechazar el contenido sustantivo de la sentencia del TS) sino por la pertinencia o no de que el mundo universitario se pronunciase de forma tajante en un asunto políticamente complejo sobre el que además, y siempre según su parecer, el TC tampoco podía enorgullecerse de su comportamiento. Miguel AMORES, catedrático de Derecho Internacional Privado en la Facultad, antiguo Letrado temporal en el Constitucional y uno de los firmantes del artículo original, recogió el guante de la controversia y escribió una réplica, en forma de carta abierta, en donde desarrollaba los argumentos por los que, a su juicio, sí estaba justificada esa defensa pública.

Lo que sigue a continuación es precisamente ese diálogo, prolongado por una contrarréplica también abierta y sendos epílogos que tanto Miguel AMORES como Ignacio MOLINA han escrito dos años después de su inicial intercambio epistolar. Como allí se subraya, la conflictividad entre los dos altos tribunales no ha disminuido y nuevos elementos se han sumado a esta interesante, aunque seguramente lamentable, tensión entre tan importantes actores institucionales. Una situación que pone de manifiesto la existencia de problemas genéricos desde el punto de vista político y jurídico (la particular percepción que tienen los jueces de su servicio público, independencia e inmunidad, las siempre difíciles relaciones entre la jurisdicción ordinaria y constitucional, la mejor forma de seleccionar el personal que juzga o ayuda a juzgar, o incluso la cercanía del poder político a unos u otros tribunales) pero que también evidencia problemas más específicos de nuestra democracia. En particular, el sufrir un sistema inmaduro de contrapesos jurídicos y las consecuencias que tiene ese escaso desarrollo en las conductas a menudo infantiles de buena parte de sus protagonistas individuales.

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II El diálogo entre Miguel Amores e Ignacio Molina
1. «Ciudadanos, juristas y la última palabra en democracia»

Un grupo de profesores de Derecho de la UAM acaba de escribir un artículo periodístico titulado «¿La última palabra?» en el que se critica la ya célebre sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo (TS) que el 23 de enero pasado condenaba a los magistrados del Tribunal Constitucional (TC) a pagar una indemnización. Todo el personal docente e investigador de la Facultad ha podido leer el escrito elaborado por nuestros compañeros porque su contenido se ha difundido para solicitar la voluntaria adhesión al mismo. Aunque no concedo gran valor a mi opinión como jurista, y menos en la compañía de tan ilustres profesores como cuenta nuestra Facultad, quiero señalar que estoy básicamente de acuerdo con que la sentencia del TS se equivoca al calificar de antijurídica la posición del TC en el asunto discutido -la suficiencia de motivación de una resolución anterior- y, en consecuencia, discrepo con el motivo concreto que lleva a imponer a cada uno de los miembros de éste el pago de 500 E. Sin embargo, no he creído en mi caso conveniente apoyar con mi firma el artículo y deseo hacer público por qué.

Existe una larga tradición en el mundo académico de tomar públicamente partido en las cuestiones políticas y legales más controvertidas. Creo que en muchos casos, y pese a los defectos o excesos que se puedan cometer en ese «compromiso intelectual», la función resulta absolutamente saludable para mejorar la calidad de la democracia en lo relativo tanto a la conformación de la opinión pública en el momento deliberativo y decisorio como al control de los poderes públicos a la hora de rendir cuentas. Por poner un ejemplo reciente, me pareció muy pertinente que los profesores de Derecho Internacional Público impulsaran un manifiesto de rechazo jurídico-político a la Guerra en Irak. Sin embargo, creo que en este episodio concreto del conflicto entre los dos principales tribunales de nuestro sistema político, resulta injustificado y contraproducente un posicionamiento a favor del TC. Intentaré explicar esa conclusión y también los motivos que me llevan a considerar poco clarificador para el lector de prensa sensato, ése que tiende a confiar en el parecer aparentemente mayoritario de los especialistas, que el artículo concluya con dramatismo, a partir de los argumentos recogidos, que la sentencia del TS cuestiona el diseño constitucional del amparo a los derechos fundamentales y deslegitima al TC.

Para empezar, y aunque entiendo que es necesario usar cierto estilo vehemente cuando se escribe en la prensa, creo que el artículo -si no quiere resultar maniqueo y aunque solo fuera como concesión-debería admitir que esta controversia ha puesto de manifiesto la existencia de varios asuntos bien problemáticos y pendientes de re-Page 170solver. Por ejemplo, y aun estando personalmente de acuerdo en la flexibilidad con que el TC selecciona sus Letrados -pues, en general, sostengo la conveniencia de replantearse las irracionales y clasistas oposiciones como sistema estándar de acceso al empleo público de elite-, creo que resulta degradante para la misma idea de legalidad la contradicción tan manifiesta entre la práctica y la literalidad del art. 97 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC) que habla sin más de concursooposición. O también, por seguir citando incoherencias de nuestro intérprete supremo de la Constitución, lo paradójico que resulta que el TC opte por evitar la lógica de la carrera funcionarial en su personal más cualificado, y al tiempo mantenga desde 1987 que es inconstitucional reducir de modo generalizado la actual rigidez del reclutamiento burocrático; tal y como intentó la Ley 30/84.

Además, dado que el artículo se cuida de no recordar lo expresamente señalado en el art. 97 LOTC y dado que el paciente abogado que ha impulsado todo el contencioso es calificado hasta cinco veces como «recurrente» en el primer párrafo del artículo -lo que incluso afecta a la elegancia de la redacción-, la impresión del lector no es que se trata de un ciudadano que ejerce sus derechos sino de un caprichoso incordiante. Es posible que discrepemos, y yo lo hago, con su posición o que su proceder nos parezca el propio de una persona algo ilusa, pues incluso él mismo se...

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