Los “factores socio-culturales” y su integración en las sociedades democráticas

AutorAntonia Monge Fernández
Cargo del AutorDoctora en Derecho. Profesora de Derecho Penal. Universidad de Sevilla
Páginas37-48

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El problema ético de las minorías étnicas y de la llamada “diversidad cultural”22 ha sido objeto de estudio reciente, en los últimos tiempos, siendo loable el fin perseguido, así como la supuesta preservación de las llamadas identidades colectivas, llegándose a la conclusión de defender la inconsistencia de las excepciones culturales.

Desde el punto de vista penal, el tema puede ser enfocado de otra forma: una cosa es que la cultura no sirva de eximente directa con base en la vulneración de la identidad (al modo de los derechos poliétnicos de Kymlicka23) y otra que de forma indirecta, cierta formación y ambientes culturales conlleven una “imposibilidad de percepción” correcta de hechos penalmente ilícitos. Cabría entonces explorar las implicaciones desde el punto de vista de las eximentes penales.

Antes de pronunciarme concretamente sobre el significado y efectos de los valores subculturales, -si es que lo tienen-, en el ámbito del Derecho penal, resulta conveniente referirse siquiera sea brevemente, al fenómeno de la diversidad cultural en las modernas sociedades democráticas.

En concreto, se trata de averiguar si las “excepciones culturales” presentan una consistencia dentro de las sociedades democráticas o no. Voy a anticipar mi conclusión al respecto, pronunciándome en sentido contrario, negando cualquier trascendencia a las “excepciones cultu-Page 38rales” en los Estados de Derecho. Esta afirmación descansa sobre tres premisas fundamentales, como son, la confusión entre “tolerancia y relativismo moral”, de otro, la confusión entre “diversidad cultural y enriquecimiento moral”, y, finalmente, la confusión entre “unidad cultural y unidad institucional”, lo que trataré de explicar en las líneas que siguen.

a) Por lo que respecta la primera cuestión, esto es, la relación entre la “tolerancia y el relativismo moral”, uno de los argumentos que se ha sostenido con mayor vehemencia a fin de preservar la diversidad cultural, ha sido la imposibilidad de someter tal pluralismo a un único juicio moral válido universalmente, dada la amplitud de aquélla. Ante esta situación, la única vía posible es la práctica de la tolerancia, basada en la aceptación del relativismo moral24.

No obstante, este argumento resulta erróneo, dado que la diferencia de culturas no implica irremisiblemente la imposibilidad de abarcar su conocimiento, y, asimismo, tampoco resulta adecuado afirmar que exista una relación conceptual entre tolerancia y relativismo. Y es que, la tolerancia pura en sí misma terminaría afirmando su propia negación, significando la eliminación de toda regulación del comportamiento humano. “Tolerante no es quien acepta complaciente el juego de los demás, sino quien está dispuesto a explicitar las razones que justifican el apartamento de su sistema normativo y, por ello, establece también una distinción entre lo tolerable y lo intolerable”25.

Sin embargo, esto no es óbice para sostener la práctica de una “tolerancia sensata” acorde con la dignidad de la persona y los derechos humanos que le son inherentes. Y, precisamente, la certera premisa de considerar la tolerancia como valor de la democracia ha conllevado a entender, -erróneamente a mi juicio-, que sólo se puede ser tolerante si se practica, al mismo tiempo, el relativismo moral, negando la vigencia universal de la democracia y de los derechos humanos26.

Esta aseveración no es correcta y constituye una grave “confusión derivada”, como he anunciado al principio de este epígrafe, dado que contrapone a quienes la defienden con el falso dilema de “o ser tolerante (democrático) y entonces no poder formular una defensa mínimamente objetiva de la democracia, o pretender justificarla y entonces tener que abrazar la intolerancia27.

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En conexión con lo anterior, otro errado dilema fruto de la citada “confusión entre tolerancia y relativismo moral” deviene en considerar que o bien, “se es tolerante, negando cualquier validez universal a los derechos humanos, o bien, se afirma su eficacia erga omnes, situándose en un “etnocentrismo intolerante”28. Y es más, se ha considerado por parte de algunos, que una defensa indiscriminada de la diversidad cultural se erige en el más eficaz instrumento de “lucha contra el imperialismo, promover la tolerancia y propiciar el igualitarismo cultural”29.

No obstante esta aseveración, debe precisarse que “... la apariencia del relativismo cultural como una doctrina tolerante, igualitaria, antiimperialista, debe en realidad más a su propio ´bagaje´ cultural moderno que a alguna virtud filosófica inherente a sus proposiciones. El relativismo cultural fuerte sostiene, primero, que cada cultura tiene una forma de vida cuya validez es igual a todas las demás y, segundo, que las exigencias morales de cualquier cultura particular no tienen validez fuera de ella. Las consecuencias igualitarias que supone el relativismo cultural no están lógicamente implicadas en la doctrina del relativismo cultural”30. Es más, el principal postulado del llamado “aislamiento moral” de la diversidad cultural propugna el abandono de toda perspectiva universal de la moral, así como la limitación de la descripción de hábitos y costumbres de cada pueblo, para derivar de ahí los valores morales de cada sociedad. Y en esta premisa late un postulado de tipo iusnaturalista, pues ni la obligación de atender las respectivas normas morales de cada cultura, ni el valor de la diversidad son consecuencias irremisibles derivadas de aquélla31.

No debe olvidarse que en la formulación inicial de los derechos humanos, éstos fueron concebidos desde una base ética mínima que posibilitara la pacífica convivencia entre las diferentes culturas, con la consecuencia de la aceptación por parte de los ciudadanos de dos proposiciones nucleares, tales como el derecho a la autodefensa y la prohibición de dañar arbitraria o innecesariamente a sus semejantes, esto es, lo que Grotio denominó “aspecto de intermediación de la justicia como característica de toda la humanidad”32.

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Conforme con estos principios imbuidos de validez universal, resulta coherente encontrar en las modernas sociedades democráticas un catálogo de derechos humanos de carácter universal, formulados desde una posición imparcial, válidos para cualquier lugar y tiempo.

b) En segundo término, la negación de que las excepciones culturales tengan una consistencia dentro de las sociedades democráticas se fundamenta sobre la base de una segunda premisa errónea, como es la confusión entre “diversidad cultural y enriquecimiento moral”.

En este sentido, quienes defienden la necesidad de promover la diversidad cultural argumentan que a través de la misma “se crean mayores posibilidades de desenvolvimiento moral”. No obstante, costumbres y tradiciones extraídas de la reciente actualidad son argumentos convincentes para negar tan falaz aseveración conforme a la cual la diversidad cultural implica siempre un enriquecimiento moral. Pienso, por ejemplo, en los casos de la circuncisión femenina practicada en ciertos países de áfrica y del norte de Ecuador, entendida como una “tradición vital”; o la inmolación de viudas en la india; o los múltiples casos de discriminación sistemática femenina33; o los sacrificios humanos prac-Page 41ticados en ciertas sociedades; o la elección del cónyuge de sus hijas por parte de la autoridad absoluta del padre en ciertos lugares, son diversos ejemplos en los cuales no se comprende cuál pueda ser la contribución al enriquecimiento moral, a partir de la diversidad cultural.

Por definición, no cabe extraer un valor ético desde un punto de vista puramente cultural; la clásica argumentación de que los derechos humanos son un producto cultural de las sociedades europeas es tan desacertada como la defensa a ultranza de costumbres moralmente deleznables, con el solo argumento de que “son justificables desde el punto de vista de quienes las practican”34.

Desde esta perspectiva, no debe confundirse el punto de vista cultural con el punto de vista moral, dado que ambos planos son independientes. Como paradigma de tal confusión, cabe citar la carta de un lector dirigida al periódico New York Times el 24 de noviembre de 1993, donde se exponían argumentos favorables a la circuncisión femenina, con el siguiente tenor literal: “Sin embargo, desde el punto de vista africano, la práctica puede servir como una afirmación del valor de la mujer en una sociedad tradicional (...) Los sentimientos expresados desde hace ya tiempo en Kenia son ciertamente compartidos por los pueblos que practican hoy esta costumbre (...) Exigir el cambio de una tradición esencial para muchos africanos y árabes es el colmo del etnocentrismo”35.

Y es que el argumento carece de cualquier fundamento, dado que una “tradición esencial” como la citada, contraria al mínimo común ético de la dignidad de la persona36 no puede esgrimirse como razonamiento legitimador de tales prácticas. Téngase en cuenta, además,Page 42 según ha informado la organización Mundial de la Salud, que un número aproximado de 130 millones de mujeres en el mundo son víctimas de estas prácticas, causándoles terribles consecuencias orgánicas y psíquicas37. Y no cabe la menor duda de que la realización de estas cruentas costumbres no supone, en ningún caso, un enriquecimiento moral. Antes al contrario, en mi opinión, significan un empobrecimiento de los valores, así como una degradación de la dignidad de la persona humana.

Y es más, la citada confusión entre diversidad cultural y enriquecimiento moral conlleva un falso dilema, entre la condena de las prácticas culturales, o la defensa de éstas, reprochables desde nuestra cultura. Desde este sofisma, en el primer caso, la condena de tales prácticas degeneraría en un empobrecimiento cultural, una especie de “genocidio cultural”, mientras que la defensa de aquélla supondría un enriquecimiento moral, necesario para mantenerlas38.

Un ulterior argumento que confirma la confusión entre diversidad cultural y...

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