Introducción

AutorF. Javier Blázquez-Ruiz
Páginas13-22

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  1. Vivimos tiempos de cambios incesantes, continuos, caracterizados por una acuciante intensidad. Cambios de ciclo económico, de modelo productivo, cambios de mentalidad, de estilo de vida, de estructura familiar. Cambios también climáticos que suscitan inexorablemente cierto grado de inquietud y desasosiego en nuestro día a día. Cambios que en muchos casos generan incertidumbre e inseguridad respecto al tiempo futuro, tanto para nuestras expectativas de vida como para el porvenir de nuestros hijos.

    Ante esta situación que se nos presenta como brumosa, impregnada de cierto grado de densidad, tendemos a veces a mirar hacia atrás y recordar, o incluso anhelar y añorar épocas pretéritas, vividas recientemente en el tiempo pasado, cuando la continuidad, la duración y en definitiva la impresión que teníamos de estabilidad, eran una constante que estaba presente en nuestras vidas.

    Entonces el tiempo aparecía como una especie de materia prima, abundante en cantidad, ilimitada, fructífera, con la cual aprendíamos a modelar y cincelar nuestra biografía, a forjar nuestra existencia cotidiana a veces incluso de manera inconsciente.

    Podríamos decir que el tiempo estaba al alcance de nuestras manos y todo el mundo podía proveerse de él copiosamente, con alegría, sin temor a que antes o después pudiera llegar a agotarse. Además, a pesar de las dificultades y carencias diversas que concurrían,

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    principalmente económicas, propias de la época, sin embargo era posible establecer planes y previsiones, con cierto grado de confianza en su posterior cumplimiento. Podíamos pensar en cómo construir y edificar nuestros proyectos de vida, que después el curso del tiempo iría modelando y alterando paulatinamente.

    Se trataba de proyectos que guardaban, en mayor o menor medida, cierto vínculo y conexión con algunos de los valores, modelos e ideales de nuestros padres, que habíamos visto de cerca a partir de su ejemplo, así como de generaciones anteriores. Al menos los teníamos como referencia próxima, ya fuera para adoptarlos íntegramente, para seguirlos de cerca o bien para modificarlos considerablemente1.

    Ahora sin embargo el paso del tiempo parece discurrir a un ritmo muy distinto, frenético podría decirse, siempre deprisa, sin espacio para disfrutar del sosiego y del reposo o quietud. Su ímpetu parece desbordarnos intempestivamente, y cualquier imprevisto que nos surja se percibe como si de un penoso contratiempo se tratase.

    De una u otra forma ese frenesí nos abruma y nos hace sentirnos urgidos o estresados. Todo ha de hacerse deprisa, sin dilación, de forma imperativa y en el menor tiempo posible ¡Ya!

    Respecto a lo cual, L. A. Séneca, atento observador del curso de la existencia humana advertía ya hace siglos explícitamente, que “el hombre agobiado de quehaceres, en nada se ocupa menos que en vivir”2. Y así parece sucedernos también en la actualidad. De hecho es fácil constatar cómo el presente, cada vez más denso y espeso, abarca y tiende a inundarlo todo. Y a veces a contaminarlo en un sentido amplio. Hablamos de sincronía en estado puro y omnipresente.

    Por el contrario el tiempo pasado prácticamente ausente, no es tenido en cuenta apenas en ningún momento, como si hubiese des-

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    aparecido súbitamente. Y es que nuestra mirada se encuentra volcada en su totalidad en la tarea de hacerse cargo, de afrontar y resolver los problemas del día a día.

    Tan sólo logramos auparnos y levantar tímidamente la mirada cuando nuestras fuerzas nos lo permiten ocasionalmente, para mirar un poco más allá y divisar el mañana o la semana próxima si acaso, pero poco más. El tiempo, podríamos decir, ya no es continuo, sino líquido, desconexo, sin horizonte, como nuestra percepción de la vida, que parece fragmentarse y disociarse por momentos.

    Vivimos instalados en el tiempo de la movilidad, de la volatilidad, pero sobre todo de la incertidumbre, frente a la etapa “sólida” precedente en la que la Seguridad que ofrecía, al menos aparentemente, el Estado, la estabilidad de la familia, la seguridad en el puesto de trabajo, las expectativa económicas y la confianza en valores relativamente estables, definían y regían el curso de la sociedad. Ahora por el contrario vivimos inmersos en la discontinuidad, en la inestabilidad de todo tipo, en el desapego emocional, en definitiva en la inseguridad total. Y lo peor es que como advierte Bauman “no tenemos un destino claro hacia el que movernos”3.

    A este respecto no deja de ser curiosa la singular relación que mantiene el hombre con el paso del tiempo. Anteriormente, no hace tanto podríamos decir, se hablaba en determinadas ocasiones de dejar pasar el tiempo, que fluyera libremente, incluso en términos coloquiales era frecuente escuchar la expresión denotativa “matar el tiempo”.

    Ahora en cualquier situación, al margen de las diversas circunstancias concurrentes, intentamos por el contrario hacer todo lo posible por ganar tiempo, correr, abreviar, acortar o controlar al máximo
    v. g. los tiempos de producción, distribución, o...

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