Violencia estructural contra la mujer. Análisis de la ley española contra la violencia de género y su aplicación práctica

AutorAndrés Rossetti/Silvina Ribotta
Páginas365-382

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I La violencia de género como una forma de violencia estructural

La violencia de género tiene que enmarcarse en la discusión acerca de la violencia estructural y el patriarcado, tal como planteó en su momento el feminismo radical, representado hoy por autoras como Andrea Dworkin, Catherine MacKinnon y Katheleen Barry, y que desveló que la violencia contra las mujeres era misógina, es decir, surgía del odio a las mujeres, además de sexista, porque tenía su base en un sentimiento de superioridad del varón frente a ellas. De hecho, la vinculación entre esta violencia estructural y el patriarcado ha dado lugar, en ocasiones, al ejercicio de una forma extrema de violencia contra las mujeres, al fenómeno del feminicidio/femicidio, y al genocidio contra las mujeres.

Por lo general, se habla de feminicidio cuando el Estado forma parte del problema fomentando la impunidad, cuando no, directamente, la violencia machista en su territorio (véase la famosa Sentencia de Campo Algodonero, en la que la Corte Interamericana condena al Estado de México por falta de diligencia, culpa in vigilando, en la investigación y persecución de la violencia contra las mujeres en Ciudad Juárez). En los casos en los que el Estado no está directamente implicado se habla, más bien, de femicidio, aunque no hay que menospreciar la existencia de escenarios tradicionales de feticidios, como aquellos “contextos socioeconómicos, políticos y culturales en los que se producen o propician relaciones de poder entre hombres y mujeres particularmente desiguales y

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que generan dinámicas de control y violencia contra las mujeres (…)”1.

Y no pueden menospreciarse porque estos escenarios tradicionales surgen, precisamente, en las relaciones de pareja/expareja, supuestos de violencia doméstica a los que Diana Russell ha caracterizado como “femicidios íntimos”2.

Lo importante es rescatar que en el feminicidio o el femicidio (íntimo o no) no estamos sólo frente al asesinato de una mujer, ni siquiera de un grupo de mujeres, sino frente al asesinato de una mujer genérica, de un tipo de mujer, sólo por el hecho de ser mujer, o por representarlo, de modo que el sujeto individual queda totalmente despersonalizado3.

De ahí que, como decimos, exista una vinculación indisoluble entre la violencia machista, la violencia estructural, y el patriarcado.

De hecho, siguiendo a Fregoso y Bejarano, podemos definir estas situaciones en función de los siguientes parámetros: a) los asesinatos de mujeres y niñas se fundan en una estructura de poder basada en el género; b) se trata de violencia de género, tanto si proviene de un actor público como si procede de uno privado; c) se incluye tanto la violencia sistemática y generalizada como la que se produce a nivel interpersonal diariamente; d) es un tipo de violencia sistémica que hunde sus raíces en las desigualdades sociales, políticas, económicas y culturales y, por lo tanto, en su ejercicio no se tiene en cuenta única y exclusivamente el género; e) es un crimen contra la humanidad4. Y es que, como señala Marcela Lagarde, hay condiciones estructurales (desigualdad y opresión) y culturales (machismo, misoginia y normalización de la violencia), que alimentan el caldo de cultivo en el que florece la violencia de género5.

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En definitiva, allí donde exista cualquier forma de violencia de género (esto es, la perpetrada en las relaciones de pareja y expareja, la violencia de índole sexual, y la trata de seres humanos), ya sea por parte de agentes privados o públicos, allí donde se den casos de femicidios íntimos, cualquier iniciativa legislativa ha de venir acompañada de un esfuerzo titánico por eliminar la desigualdad y la discriminación contra las mujeres.

En España, este esfuerzo se pretendió materializar unos años después de la entrada en vigor de la Ley de violencia de género (LOVG), con la Ley Orgánica 3/2007 para la igualdad efectiva de hombre y mujeres. Una Ley que asume la estrategia Gender Mainstreaming (GM) y que marca la transversalidad y la centralidad de las políticas de género.

El concepto de Mainstreaming exige: a) la orientación de la igualdad de género a la consecución de la igualdad real y efectiva y no sólo a la solución de los problemas de las mujeres; b) la incorporación de la perspectiva de género en la agenda política dominante; c) la participación de las mujeres en la toma de decisiones (es decir, la paridad en los órganos colegiados); d) la prioridad de las políticas de género (especialmente en el ámbito social y familiar); y, e) la necesidad de un cambio de estructura organizativa e institucional que afecte al proceso político de decisión, a los mecanismos de actuación y a los actores políticos6. Evidentemente, uno de los fines que persigue esta estrategia es el de erradicar cualquier forma de violencia de género. Sin embargo, lamentablemente, la fórmula del Gender Mainstreaming funciona, en última instancia, como un mecanismo de gestión de las políticas de igualdad que continúa desvinculando la desigualdad social de las mujeres y la desigualdad de poder.

Y así, cuando la exclusión de las mujeres se define como un problema de discriminación, de falta de acceso a los recursos y oportunidades, y no como un problema de opresión y dominación sistémica, se individualiza el problema, y se trata a las mujeres como víctimas aisladas y no como ejemplos del fracaso de un modelo. Además, la discriminación se analiza comparando la situación de mujeres y hombres, por lo que el estándar de normalidad sigue siendo la situación que disfruta el varón. Y es que, lo que no hay que olvidar, como olvida la Ley de Igualdad española, es que

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una política aparentemente neutral puede reproducir o incluso reforzar los estereotipos de género, y que la discriminación no se produce sólo en el espacio público, sino también en el privado, donde funcionan con notable éxito las estructuras de dominación sexual7.

En fin, para su efectiva y eficiente aplicación, la LOVG hubiera necesitado una Ley de Igualdad en la que se abordara no sólo el problema de discriminación que sufren las mujeres, sino, sobre todo, la opresión estructural a la que se encuentran sometidas. Esto hubiera permitido co-nectar debidamente la violencia estructural, la desigualdad, y la violencia de género, y nos hubiera dado instrumentos más agudos para segar de raíz la misoginia y el sexismo que imperan en nuestro país. Esta limitación se une al hecho de que, en España, con la salvedad de los casos de violencia de género en las relaciones de pareja y expareja, no existe ninguna ley que de manera integrada regule la acción del Estado frente a la violencia de género en sus diversas formas, ni se ha dispuesto de un Plan de Acción en dicha dirección para abordar el problema de la discriminación y la violencia estructural.

Y, en este análisis, lo que no se puede ignorar es que los casos de violencia de género suelen ser el fruto, precisamente, de una violencia habitual, generalmente, psicológica y sexual, que surge en un contexto de miedo, control y poder, y si esto no se valora lo que sucede es que, paradójicamente, la responsabilidad de la condena se deja en manos de la víctima. En definitiva, el problema es el sistema penal español, y gran parte de los sistemas penales de los Estados de Derecho modernos, está focalizado en la denuncia, con lo que resulta fácil responsabilizar a las víctimas por el resultado del proceso judicial, cualquiera que éste

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sea, pero ni el contexto social ni la articulación jurídica de esta lacra, favorecen ni estimulan la denuncia. Lógicamente, las mujeres se sienten frustradas. O sea, que “a los mensajes sociales y familiares ligados a los mitos propios del patriarcado, como el de la gestión privada de los “conflictos de pareja” o la normalización de la violencia psicológica, el control y los celos, como ingredientes habituales de las relaciones amorosas, se suma una poderosa barrera que impide o desincentiva a las mujeres a utilizar el sistema de justicia penal: la experiencia frustrante de búsqueda de justicia”8.

Y, en fin, no hay duda de que los mitos vigentes sobre la violencia de género, esas creencias falsas que se sostienen, sin embargo, de forma generalizada y persistente, agravan la situación en la que se encuentran las víctimas de violencia de género9. Mitos que refuerzan, obviamente, quienes, sin mayor recato, se ocupan de minimizar el problema o se empeñan en negar su existencia.

Podríamos decir, siguiendo a Bosch-Fiol y Ferrer-Pérez, que estos mitos son, al menos tres: a) el mito de la marginalidad (la violencia de género no es un problema social sino algo excepcional); b) el mito sobre los maltratadores (el maltratador es un hombre concreto y patologizado, al que se exonera de responsabilidad); y, c) el mito sobre las mujeres maltratadas (que desplaza la responsabilidad de ellos a ellas y las culpabiliza por lo que les sucede, bien sea porque su personalidad constituye un “polo de atracción de la violencia”, bien porque son ellas las que la consienten)10.

En nuestros días, todos estos mitos vienen apoyados, por supuesto, por la reacción patriarcal11que estamos viviendo; por ese postmachismo que, en palabras de Lorente, se traduce diariamente en forma de micromachismos y microviolencias12. El mismo Lorente ha añadido a los mitos mencionados, los que él denomina “neomitos” y que podrían identificarse con el llamado síndrome de alienación parental (SAP); la consideración

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de que las leyes criminalizan lo que son conflictos normales en las relaciones entre hombres y mujeres; la supuesta proliferación de denuncias falsas1...

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