La vida y la integridad física

AutorMaría Lacalle Noriega
Páginas103-115

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1. La vida
1.1. La vida es un bien

Prácticamente todos estamos de acuerdo en que la vida es un bien. Pero, ¿qué clase de bien es la vida? No parece problemático afirmar que los seres vivos son un bien más valioso que los inertes. Pero, ¿está justificado darle mayor valor a la vida humana que a otros géneros de vida1Para comprender el bien de la vida desde una perspectiva ética conviene acudir a la división del bien que hace Santo Tomás: "se llama deleitable a lo que no tiene más razón de ser apetecido que el placer, aunque a veces sea perjudicial y deshonesto. Se llama útil a lo que no tiene por qué ser apetecido, pero que conduce a otra cosa, por ejemplo, una medicina amarga. Se llama honesto a lo que en sí mismo contiene el porqué del deseo"2.

Hay que considerar al ser humano entre los bienes honestos, en cuanto ser querido por sí mismo, valioso en sí mismo, independientemente de que además pueda ser considerado un bien deleitable y útil.

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En efecto, la vida humana es un bien superior que merece un respeto absoluto porque es un fin en sí misma, es querida por sí misma. Ya hemos visto en los primeros capítulos que el hombre trasciende el mero ser individual de una especie, posee una interioridad que le permite desarrollar una vida y una comunicación con el mundo y con los otros. El hombre, por su esencia, es capaz de un tipo de vida esencialmente distinto al de los animales y las plantas, con independencia de que durante algunos periodos de su existencia pueda o no ejercer dicha capacidad.

El fundamento de la especial dignidad de la vida humana es la razón y la libertad, y no es necesario que esa razón y esa libertad se ejerciten de hecho, ya que puede ocurrir que en determinadas etapas de la vida, o a causa de ciertas enfermedades o accidentes, la racionalidad no se manifieste ya o todavía no se manifieste. La vida de quienes no pueden ejercitar las facultades superiores y específicas de la personalidad, que son las facultades intelectuales, bien porque no han llegado a la etapa de desarrollo en que ello es posible, bien porque tienen alguna enfermedad que les prive de ese ejercicio, bien por haber sufrido un detrimento en sus órganos: cerebro, sistema nervioso, etc., o por otra causa cualquiera, sigue siendo un bien, pues lo que los constituye en personas es el tener un alma espiritual o inmaterial y subsistente, dotada de inteligencia y voluntad, y no el actual ejercicio de tales facultades.

La vida humana vale en sí misma y no está ligada al vigor físico, ni a la juventud, ni a la salud. Es el bien supremo del hombre, sin el cual no cabe la existencia ni el disfrute de los demás bienes.

Otra cosa es que cada ser humano realice o no su propia vida en todas sus potencialidades. Porque una cosa es el bien de la vida y otra su desarrollo, lo cual hace referencia a su perfección o plenitud. Como sabemos, la dignidad humana posee también una dimensión moral, es decir, una dimensión ligada no al hecho de ser hombre, sino a la rectitud moral del obrar. Quien obra bien moralmente, es digno en sentido moral. Quien obra mal, y solo en cuanto que obra el mal, no es digno, ofende a la dignidad humana. En este sentido la dignidad humana es una realidad muy amplia: evitar el hurto, la mentira, el adulterio, etc., son exigencias de la dignidad humana, tomada en la totalidad de su contenido. Pero la vida humana, en sí misma, es siempre un bien que no admite gradaciones.

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Quizá todas estas refl exiones ético-filosóficas puedan resultar difíciles de comprender para muchos. Sin duda es más fácil alcanzar el valor absoluto de la vida humana cuando se percibe su sentido profundo, que está íntimamente relacionado con la pregunta por nuestra propia identidad y la forma de entender nuestra propia vida. Por eso, al plantearnos el valor de la vida y el orden de sus significados, nos vemos obligados a pensar en el lugar que en ella ocupamos, o que nos corresponde ocupar; nos impone así, entre otras, la pregunta esencial sobre nuestra identidad. Y nos ayuda a elaborarla3.

En este sentido es interesante el análisis y la propuesta de Víctor Frankl, psiquiatra austriaco creador de la Logoterapia, que pasó tres años internado en campos de concentración nazis. Afirma que la vida siempre tiene un sentido, incluso en medio de los sufrimientos y las humillaciones más terribles. Cada uno tiene que encontrarlo. En esta búsqueda los valores juegan un papel fundamental, y Frankl propone valores de actitud, de creación y de experiencia, muy especialmente, en este último caso, la experiencia de amar y sentirse amado4.

Todo esto resulta más sencillo para los que creen que la vida es un don de Dios, y que todos hemos sido creados por y desde un amor infinito. "Si separamos la vida humana de su sentido de vivir queda reducida a un bien más medible que ponderable (...). Sólo desde la lógica, ciertamente universal, de un amor que da un sentido fuerte a la vida, se llega a la convicción de que la vida es siempre un bien, y se redescubre la profunda verdad de que es un "don"5. Un amor que da ese "corazón que ve"6y reconoce la dignidad también en sus momentos más ocultos cuando la vida no es "de calidad".

Pero no es necesario ser creyente para reconocer el valor de la vida. Es algo que está al alcance de todos. En definitiva, como señala Habermas, el trato que demos "a la vida humana afecta...a nuestra propia autocomprensión como especie...", de tal modo que existe

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una "conexión interna de la ética protectora de la vida con nuestra manera de entendernos como seres vivos autónomos e iguales, orientados a razones morales..."7.

1.2. El principio de inviolabilidad de la vida humana

La vida humana es un bien honesto en ese sentido ontológico que hemos apuntado, es decir, si es un bien que vale en sí mismo, se ha de reconocer la prohibición absoluta de atentar directamente contra ella. De manera que toda acción dirigida deliberada y directamente a la supresión del ser humano inocente, o incluso el abandono intencional de una vida humana cuya subsistencia depende de la propia responsabilidad y está sujeta al propio control, constituye un desorden moral grave.

Efectivamente, la inviolabilidad de la vida y de la integridad física de los otros es una exigencia mínima de la dignidad humana. Esto se percibe con claridad si se considera que la vida es un bien de carácter fundamental, presupuesto para cualquier otro bien humano (la libertad, etc.), por cuanto sin él ninguno tendría realidad.

Por tanto, no es posible conceder un peso determinante a categorías como útil, inútil, gravoso, deseado, no deseado, etc. Y nadie puede ser sacrificado como medio para un fin extraño a él, ni siquiera por amor a un gran fin, como la salud de las generaciones futuras.

El respeto a la vida de los otros es un mínimo absolutamente necesario, que se puede exigir a todos sin excepción, también mediante la coacción jurídica, y que no se funda sobre otro criterio que no sea el de nuestra común condición humana. Es una cuestión fundamental de justicia.

En ocasiones se invocan la tolerancia, la libertad de pensamiento y el pluralismo para justificar excepciones en la inviolabilidad de la vida humana. Se dice que en esos casos el Estado debe dejar que cada uno decida, sin entrometerse en su decisión. Así se expresan, por ejemplo, los defensores del aborto y de la eutanasia. Sin embargo, no parece razonable invocar la libertad ni la tolerancia ni el pluralismo como excusa para atentar contra la vida de los demás, ni para respaldar la falta de protección a la vida por parte del...

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