La (des)memoria de los victimarios. Silencios y voces de víctimas y victimarios

AutorGonzalo Sánchez G
Páginas71-79

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La centralidad de la palabra

Desde hace un par de décadas hemos entrado en la era de la memoria, en la era testimonial, según la expresión de Annette Wieviorka.1El advenimiento de esta nueva atmósfera cultural es registrado por muchos autores y en los más diversos rincones geográficos de Occidente. Después de que el estructuralismo hubiera dado por muerto al sujeto en los años sesenta, éste ha retornado con nuevo vigor en los dos últimos decenios. Desde entonces hemos entrado en los tiempos de la voz, de los relatos, de la subjetividad.

Podría pensarse incluso que el retorno del sujeto apunta a una democratización de la historia. Y es que, en efecto, la historia parece haber dejado de ser asunto de especialistas en esta era de «globalización del testimonio»,2y ha sido apropiada por innumerables «portadores de historia». El testigo ha irrumpido con vehemencia y quiere dejar el sello de su propio relato. La premisa que da vida a esta pulsión de contar podría enunciarse así: todas las vidas valen la pena de ser contadas.3Desde luego, hemos tomado conciencia de la fuerza de la palabra, pero también del impacto simbólico de los gestos y de sus antípodas: la hoja en blanco, la silla vacía, el minuto de silencio, la boca vendada, la marcha del silencio, son todos elementos de ese acervo comunicativo.

En el caso colombiano esta mutación cultural ha tenido dos grandes momentos y dos grandes protagonistas: mientras que los años ochenta y noventa fueron las décadas del testimonio de los actores armados (recuérdense los numerosos relatos de exguerrilleros), en lo que llevamos del tercer milenio la voz predominante a nivel testimonial ha sido la de las víctimas.

Estamos en un momento de ebullición de la palabra: las organizaciones de derechos humanos, de víctimas, las regiones, y también los perpetradores, hablan y hablan...

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Y es mucho lo que está todavía por contarse. Variados sectores de la sociedad y de la política permanecen aún en calculado silencio.

I Víctimas: los límites al ejercicio de la palabra
La palabra como recurso

La experiencia límite de los campos de concentración o de aniquilamiento, de la cual dieron testimonio Primo Levi, Jorge Semprún y Jean Améry entre otros, ha dado lugar a reflexiones sobre los límites y posibilidades de la palabra y la memoria.4La privación de la palabra es un elemento central del proceso de deshumanización efectuado por los perpetradores sobre sus víctimas, y ello no sólo en los campos concentracionarios, sino también en muchas otras formas de encierro forzoso, como el que configura el secuestro. En este contexto, el ejercicio de la palabra es tanto un mecanismo de resistencia como una necesidad vital de la humanidad de la víctima. Así se ha puesto en evidencia en casos como el evocado por el exsecuestrado político colombiano, Oscar Tulio Lizcano, quien en cautiverio y ante el silencio constreñido por los victimarios buscó refugio en la poesía (Benedetti, Neruda) y siguió ejercitando su palabra, hablándole y haciéndole discursos a los árboles o dándoles nombre y dictándoles clases. Es también lo que en términos mucho más generalizados sucede con el afán de contar de los liberados tras un prolongado y forzoso encierro, que ha dado origen al dicho popular de que «habla más que un secuestrado recién liberado».

La conservación o recuperación de la palabra, de la voz, de la narración (el deseo irreprimible de contar) es el mecanismo de reactualización de la sociabilidad ante la comunidad perdida en el Lager o en la selva.

Con todo, cabe preguntar: ¿es siempre sanadora la palabra? Con este interrogante aludo a algo sobre lo cual elaboré un poco más en un ensayo que titulé «Tiempos de memo-ria, tiempos de víctimas»,5en el que insistí en la diversidad del universo de las víctimas, y la multiplicidad de actitudes de éstas frente al pasado, la escritura y el testimonio.

Al volver hoy sobre el tema encontré un texto en el cual Rachel Rosenblum pone de entrada en duda esa capacidad sanadora y catártica de la palabra, y se pregunta: «se puede morir de decir?». Y ella misma se responde evocando los suicidios de buen número de los que han abordado las memorias de su experiencia en los campos de concentración: Primo Levi, Jean Améry, el poeta Paul Celan...

Más allá -dice- del hecho de que sólo se abra a sujetos capaces de escribir, la vía de la escritura se revela peligrosa. Se puede morir porque algunas cosas nunca hayan sido dichas. Pero también puede morirse porque hayan sido dichas, porque hayan sido «mal» dichas, o «mal» escuchadas, o «mal» recibidas... Creyendo ajustar el destino del horror, ciertos textos no hacen más que precipitar en él a sus autores.6Pero de la pregunta por el impacto se puede pasar a otra más radical, por los límites de la palabra. Veena Das, retomada por Myriam Jimeno,7lo enuncia así: ¿puede

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el lenguaje dar cuenta del dolor? ¿O está éste en el umbral de lo indecible, lo inenarrable, y en últimas en el territorio del silencio? ¿Hay límites culturales a la palabra? La respuesta de Veena Das es contundente y se apoya en sus indagaciones sobre la dolorosa experiencia de las violaciones masivas a las mujeres, en el contexto de la disputa entre India y Pakistán. Las mujeres que regresaban a su país, tras el rapto de sus rivales -demuestra ella-, optaban por callar, a fin de defender el honor y evitar la ruptura de sus tradiciones culturales.

Por otro lado, perder la palabra, perder la voz, es también perder las condiciones para organizarse, para rebelarse contra la opresión, contra el encierro. A contrario sensu, hablar, contar, es poner una barrera al proyecto de exterminio. No es extraño entonces que la escritura y la palabra sean un blanco sistemático y predilecto de las estructuras autoritarias.

Por eso para una visión democrática de la sociedad resulta tan importante la legitimidad y el sentido del disenso, y recuperar el valor de la palabra y de las palabras. No es superfluo el debate sobre cómo nombrar las cosas, los procesos, los lugares. Las batallas que se dan en el lenguaje -lo hemos aprendido claramente en los últimos años- comienzan por los debates sobre cómo nombrar el proceso mismo que vivimos: «guerra», conflicto», «terrorismo». El lenguaje, como bien sabemos, es una forma de estructuración de la realidad desde determinadas y diferenciadas posiciones sociales, y políticas.

A la hora de comprender un contexto social, establecer qué se dice, quién lo dice, cómo se dice, resulta fundamental, pero también lo es precisar quién lo escucha y quién calla. La comprensión de la voz se torna indisociable de la comprensión del escenario en el que ésta se produce y se recrea. A la luz del contexto de conflicto armado en Colombia y asumiendo que pese a él se está hablando, cabría preguntarse: ¿está la sociedad en condiciones de escuchar? ¿O están las víctimas en un monólogo revictimizante? Es una pregunta inquietante para todos.

II Victimarios y la escena: la teatralidad de las versiones libres
La palabra como poder

En las versiones libres, siguiendo a L. Payne,8están dados todos los elementos de una interpretación escénica: los que hablan (actores); lo que dicen (el guión); cómo lo dicen (la actuación); dónde lo dicen (el escenario); cuándo (el momento); y los sectores de la sociedad (el público) que enuncian sus...

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