La valoración de la prueba y su impugnación tras la reforma del recurso de casación civil

AutorLluís Muñoz Sabaté
Cargo del AutorAbogado. Profesor Titular de Derecho Procesal Universidad de Barcelona
Páginas29-42

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I Las tensiones lógicas del factum

Prácticamente, y de no cambiar las pautas judiciales que han imperado hasta el presente en el tratamiento de la materia de hecho, me atrevería a afirmar que la supresión del número 4 del art. 1692 por la Ley de 30 de abril de 1992 no es ninguna supresión absolutamente frustrante. Puede aliviar la sobrecarga de trabajo del Tribunal Supremo, que entiendo es uno de los fines de esta reforma1, pero valorada la eliminación desde el otro lado de la relación, es decir, respecto a los justiciables, y por ende, sus abogados, es evidente que aquélla no les ha arrebatado excesivamente demasiadas cosas. Se ha taponado simplemente uno de los filtros —precisamente el más obsoleto de todos— mediante los cuales decíase que la factualidad penetraba en la casación.

Desde un punto de vista estrictamente científico se ha definido la supresión apelando al clásico argumento de no convertir la casación en una tercera instancia, lo cual no deja de ser un argumento sólidamente imbricado en el alma colectiva de todos los juristas de la gran familia romano-germánica. Dentro de esta cultura, el término hecho siempre ha parecido sinónimo de competencia reservada por el legislador al juez de instancia o de fondo. Unos códigos con más dureza, otros con menos, todos se identifican por un común recelo a que el Tribunal que se encuentra en el

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vértice de sus respectivas pirámides jurisdiccionales tuviera que bajar a la arena civil y enzarzarse en un debate sobre los hechos y las pruebas.

Afortunadamente la cuestión referente a si debe existir o no una tercera instancia no pertenece al campo de los grandes principios filosóficos ni tan siquiera constitucionales. Si estamos de acuerdo en esta afirmación habremos de concluir en que el tema de la tercera instancia es algo contingente y coyuntural. En el estado actual de nuestra administración de justicia, por ejemplo, alguien podría defender que la tercera instancia no es conveniente porque dado el tiempo que se gasta en las otras dos instancias, la duración de los pleitos resultaría insoportable y además se sobrecarga de trabajo al Tribunal Supremo2. Pero dentro de estas mismas coordenadas otro alguien podría sostener que dada la escasa preparación y experiencia de muchos de nuestros jueces de instancia, una tercera verificación a cargo de magistrados dotados de las virtudes que aquellos otros no tienen constituye en este preocupante momento la sola, única y necesaria garantía frente al desvalimiento ciudadano3. Se trata en definitiva de relativizar la función casacional en función del «factor riesgo» predominante en cada momento histórico. Me apoyo con ello en la opinión de Perelman, quien a este respecto decía apreciar unas divergencias entre las reacciones de las cortes supremas, que se explican a menudo por consideraciones políticas e históricas y que dependen en definitiva de la más o menos gran confianza que ellas puedan tener en los jueces del fondo4. En el mismo sentido Stein: «Toda legislación ha de medir el grado de coerción y libertad del tribunal adecuándolo al valor y la calidad que tiene el personal judicial correspondiente»5.

Estas consideraciones tienen una fácil lectura: siempre han preocupado las desviaciones más o menos escandalosas de los jueces de instancia. Y no sólo aquéllas que se refieren al derecho, primigenio leit motiv de la casación, sino también a la llamada cuestión de hecho, en donde caben escándalos tanto o más graves. Esta es para mí la verdadera clave del problema. La escandalosidad de una decisión sobre el

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hecho por parte del juez o tribunal de instancia y el ejemplo pernicioso que pudiera provocar en la total sinergia de un ordenamiento jurídico.

La experiencia nos muestra, a este respecto, cómo el tratamiento de los hechos en la casación se halla sujeto a una especie de gradiente de tensión lógica. Cuanto mayor sea la tensión que provoca la valoración del juez de fondo sobre los hechos, mayor posibilidad de que éstos o aquélla accedan a una revisión casacional6.

Haciendo un breve repaso a la jurisprudencia veremos que estas tensiones se expresan en:

  1. Exageraciones.
    b) Irracionalidades.
    c) Errores.
    d) Amotivaciones.
    e) Incongruencias.

Cualquier razonamiento judicial que presente alguno de estos síntomas nos resulta algo patológico y socialmente insoportable. Si, como dice Horst-Eberhand Henke, el Tribunal de casación pudiera pasar por alto esta violación de una ley del razonamiento o de la experiencia, se produciría en la sentencia casacional una falta de efecto ejemplarizador7, que en un mundo judicial como el que vivimos —añado yo—, contaminado por la mediocridad y otras escasas virtudes, podría resultar fran-camente desastroso.

Lo más curioso es que todas estas violaciones tienen legalmente acomodo en nuestro actual recurso de casación sin necesidad de modificar ni una tilde del art. 1692 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, ni echar de menos la supresión del antiguo motivo número 4. Voy a intentar demostrarlo seguidamente.

Lo primero, sin embargo, que hemos de hacer es acotar la materia objeto de nuestro análisis, que es solamente la valoración de la prueba por parte del juzgador de instancia. Ya basta de hablar del problema de acceso de los hechos a la casación, porque esto no es más que una expresión alegórica, escasamente científica y fomentadora de múltiples equívocos. Los hechos siempre acceden a la casación, porque al resultar inseparables del derecho, si este último penetra, forzosamente tienen que

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penetrar aquéllos. No hará falta extendernos demasiado en estas afirmaciones porque no otra cosa sucede con los llamados standares o conceptos jurídicos indeterminados —culpa, imprudencia, buena fe, error, dolo, etc. — cuyo tratamiento en casación siempre se hizo por la vía antaño del número 1 y últimamente del número 5 (violación de ley), tal vez porque afortunadamente no teníamos los españoles un art. 95 de la Constitución belga que decía que la Corte de Casación «no conoce del fondo de los asuntos». De haberlo tenido quizás la revisión casacional de los standares no hubiese resultado tan pacífica.

Y lo segundo que igualmente debemos hacer para acotar nuestro tema de estudio es diferenciar entre los problemas de admisión y los de valoración de la prueba, y no precisamente porque los primeros carezcan de interés casacional, sino porque no entran en el marco que nos hemos propuesto. Confieso que esta restricción metodológica lastima enormemente las ideas, ya que de alguna manera no admitir una prueba equivale perifrásticamente a valorarla negativamente, pero también admito que tratar ahora de las inadmisiones constituiría una sobrecarga de tiempo y una desviación excesivamente entretenida.

II Otra vez sobre las reglas de la sana crítica

Ceñidos por tanto al tema de la valoración de la prueba por el juez o tribunal de instancia, importa empezar distinguiendo entre dos pautas determinantes del curso del razonamiento: las jurídico-formales y las genuinamente lógicas.

Jurídicamente la valoración de la prueba puede ser tasada o libre. La primera, de la que apenas quedan vestigios, supone que el legislador ya se ha encargado de racionalizar, si se nos permite la redundancia, la lógica del razonamiento. La segunda, que es la que realmente nos interesa, significa que el juez no tiene ninguna cortapisa legal para canalizar su pensamiento. Si todo esto fuera así de simple, si todo acabara en esta alternativa, estaría claro que sólo la valoración de una prueba sujeta a tasa legal podría penetrar en nuestra actual casación, y que su penetración se haría al amparo del hasta hace poco motivo número 5 (hoy 4), por violación de una norma jurídica reguladora de la misma. La otra violación, la valoración libre, carecería de cauce casacional, cosa por lo demás totalmente coherente, pues si el juez es libre de valorar no se comprende cómo esa libertad pudiera ser anulada por otro control superior o extraordinario.

Pero la cosa no es tan simple como parece, ya que la valoración libre puede a su vez ser motivada o amotivada, esto es, el juez puede explicitar su raciocinio o puede sencillamente ocultarlo y mantenerlo irrevelado.

Con ello entramos en una nueva complicación. Sabemos que en nuestro sistema el juez es libre de valorar la prueba, pero nos falta ahora saber si es también libre

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de motivarla o no motivarla. El art. 120.3.° de la Constitución exige que los jueces motiven sus sentencias, pero ello no es concluyente en orden al tema que debatimos. Hoy día se sigue manteniendo el principio de la apreciación conjunta y a lo más que parece llegarse es a la individualización del medio de prueba sin otros aditamentos arguméntales (V. gr., que del documento tal o del testigo cual se desprende…). Tal vez ello ocurra porque generalmente se trabaja con las llamadas pruebas directas, en las cuales la recepción de la prueba se confunde con la valoración. (Oído que el testigo dice «A», yo el juez digo «A».) La evidencia nos la proporciona la doctrina del Tribunal Constitucional proclamando que la única prueba que debe explicitarse y razonarse en la sentencia es la prueba de presunciones. Doctrina, dicha sea de paso, que nacida al entorno del proceso penal debe obviamente ser extensiva a todos los otros órdenes jurisdiccionales.

Por consiguiente, deberíamos concluir que, o sólo se motiva la prueba de presunciones o existen dos clases de motivación: la fuerte y la débil, la explícita y la sincopada, la deducendi y la percipiendi.

Conviene por último subrayar que en el supuesto de que sólo existiera un deber de motivar la prueba de presunciones, pero no las restantes pruebas, ello no supone negar la existencia de una...

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