Los Estados Unidos al borde del abismo: Las elecciones presidenciales de 1800

AutorJorge Pérez Alonso
Páginas781-785

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Las elecciones presidenciales estadounidenses del año 1800 marcaron un antes y un después en la trayectoria político-constitucional de la Unión. Era la primera vez que unos comicios para la elección del máximo órgano ejecutivo de la federación se realizaban en la nueva capital federal sita en Washington D.C., en aquel entonces poco menos que una pradera semidesértica con gran parte de los edificios oficiales a medio construir; era la primera vez que una elección presidencial se realizaría sin la presencia física de George Washington, patriarca y símbolo de la nueva nación, fallecido poco menos de un año antes, el 14 de diciembre de 1799; por vez primera en la historia política norteamericana un presidente que optaba a un segundo mandato no era reelegido y, en consecuencia, el bastón de mando pasaba al candidato de una facción rival; fue igualmente la primera vez que dos personas de una misma tendencia ideológica lograron un empate a voto compromisario y la decisión final hubo de tomarla, en aplicación de las normas constitucionales, una Cámara de Representantes dominada por miembros de una facción rival a los dos candidatos más votados en el electoral college. Pero, sobre todo y por encima de todo, si algo puede caracterizar las elecciones presidenciales de 1800 fue, como ha indicado acertadamente Bruce Ackerman en un célebre estudio dedicado al tema, a definitiva superación del marco constitucional de 1787, al menos tal y como lo habían concebido los padres fundadores1.

En efecto, el sistema constitucional ideado por los founding fathers partía expresamente de un enorme recelo hacia todo cuanto simbolizase división política, partido político o “espíritu de facción”, de manera que optaron por

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articular un entramado constitucional sentado en una base, idea o premisa clave que el tiempo acabó demostrando desacerada: una minoría selecta, por encima de las divisiones políticas, regiría de forma altruista y desinteresada los destinos de la recién creada nación teniendo siempre como guía el interés general. Sin embargo, y sobre todo a raíz de los acontecimientos que tuvieron lugar en la Francia revolucionaria de 1789 y la postura que frente a los mismos debían adoptar los Estados Unidos, la unidad inicial creada en torno a la figura indiscutida e indiscutible de George Washington fue poco a poco resquebrajándose hasta el punto de dar lugar a dos facciones (como bien dice Sharp en su obra, aún no puede denominárseles con justicia partidos, por mucho que ya representen un embrión de los mismos): por un lado, la federalista, personificada en torno al Secretario del Tesoro Alexander Hamilton, ardiente partidaria de la primacía de la federación sobre los estados, vinculada económicamente a la burguesía y al comercio e ideológicamente francófoba y anglófila; por otro, la republicana, articulada en torno al Secretario de Estado Thomas Jefferson, que priorizaba a los estados sobre la federación, tenía su foco de partidarios entre los sectores agrarios del sur y se caracterizaba por una marcada anglofobia. La división entre ambas facciones se recrudeció sobre todo tras la firma del Jay Treaty en 1795, hasta el punto que en su discurso de despedida de 1796 George Washington, cuya poderosa figura contribuyó a mantener controlada la división de tal manera que ésta no desbordase ciertos cauces, tuvo que dar un toque de alerta haciendo una referencia expresa sobre los peligros que ese recrudecimiento de la división política podía representar para el devenir de la nación.

La obra de Sharp nos conduce desde las primeras páginas y hasta casi la mitad de la misma por el tumultuoso y difícil mandato presidencial de John Adams, época clave para comprender en su totalidad el difícil y opresivo clima político-social que rodeó las elecciones de 1800. Pese a que, como bien indica el autor, a comienzos de 1797 se llegó a...

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