Tutela efectiva es ejecución

AutorFrancisco Ramos Méndez
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Procesal Universidad Pompeu Fabra
Páginas327-341

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1. Suum cuique tribuere o ¿qué hay de lo mío?

Debería ser algo asumido que la ejecución es la encarnación del derecho en la vida misma. Al menos, en nuestro programa jurídico de convivencia, que demo-cráticamente nos hemos otorgado, eso es lo que hemos proyectado sin tapujos ni rodeos: los jueces están para juzgar, pero también para hacer ejecutar lo juzgado (117.3 CE). Como somos propensos al olvido y la relajación, hemos dejado también un aviso permanente en las entretelas de la carta magna: las sentencias hay que cumplirlas (118 CE). En fin, parece obvio que la efectividad real de la tutela (24 CE), más allá de palabrerías vanas, pasa por la ejecución, cuando ésta es necesaria.

Que este programa coincide con las expectativas legítimas de cualquier ciudadano es algo de sentido común. En todo caso, el cliente de la justicia se lo ha creído, dentro de la profesión de fe que ha hecho sobre la promesa de tutela jurídica por parte del Estado. Lo que se sigue es de cajón: simplemente que sea verdad, que

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se cumplan los objetivos, que dentro del suum cuique tribuere le toque la parte de la tarta que le corresponde.

También es fácil presumir lo que tiene que hacer el legislador para dar una respuesta adecuada en este escenario: habilitar las herramientas adecuadas, de acuerdo con el estado de la técnica, para lograr los objetivos programados. En la ejecución, el instrumental incluye tanto la acción directa como el empleo de medios disuasorios e, incluso, el uso de la fuerza, si es preciso. Es puro pleonasmo insistir en que la ejecución es «forzosa». Por otro lado, el límite de coacción al ejecutado también está claro: la proporcionalidad de los medios usados y la salvaguarda de su dignidad personal.

Y qué decir de los administradores de la tutela. Se espera que apliquen el programa tal como está diseñado y que hagan realidad tangible la promesa de justicia. Son los guardianes del equilibrio, pero no los amos de los mecanismos que lo producen. La armonía del sistema exige que cada uno respete su rol.

Las novísimas innovaciones en materia de ejecución hipotecaria se han presentado como mejoras. La reflexión que quiero introducir nos permitirá valorar en qué medida el sistema es equilibrado, funciona tal como estaba previsto o deriva en un porcentaje elevado de casos en la nada procesal.

2. Los programas legislativos no se acaban de creer lo de la ejecución

Ante todo, se espera que el diseño legislativo de la ejecución responda a los objetivos programados. Por no remontarnos a la prehistoria, la LEC 2000 tuvo la virtud de reconocer los objetivos del sistema en la exposición de motivos y menor fortuna en las herramientas puestas a disposición.

Ningún reproche se le puede hacer a la ley cuando promete la tutela del crédito o el cumplimiento de las sentencias. Mayores reparos se le pueden hacer cuando se cede al academicismo y se pulveriza el «juicio ejecutivo» de toda la vida –una de las herramientas que funcionaba sin reparos– y se sustituye por un pomposo procedimiento de ejecución de títulos extrajudiciales, que se entroniza con numeración propia en las estadísticas judiciales. ¡Como si los asuntos se agotasen después de dictar sentencia! La ejecución de sentencias, que debía ser una secuencia natural del juicio trabajosamente culminado, se ha convertido en una nueva carrera de obstáculos burocráticos. En ella priman los intereses del ejecutado sobre los del pobre ciudadano a quien acaban darle la razón. ¡Cómo se lo explicamos! Encogiéndonos de hombros.

Por otro lado, los títulos ejecutivos no judiciales hasta entonces en manos del gran público –letras de cambio, cheques, pagarés, por ejemplo– desaparecieron

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del catálogo. Ello permitió monopolizar prácticamente la ejecución de estos títulos a las entidades financieras, con un sinfín de privilegios, que ha acabado por hacerse insoportable a los ojos de la opinión pública. Tanto va el cantarillo a la fuente que acaba por quebrarse.

La alternativa de un procedimiento para la rápida obtención de títulos ejecutivos –el famoso «monitorio», una de las estrellas más publicitadas de la reforma– merece por si solo una evaluación detenida que hago en otro lugar. En puridad, se trataba sólo de hacer un requerimiento de pago, con riesgos absolutamente controlados. Empero, la senda por donde se ha decantado la práctica responde claramente al much ado about nothing shakesperiano. Pero no seré yo quien arrase Sodoma, si se encuentran diez justos en ella, o aún menos, vista la escasez de este personal.

En fin, la reciente historia de las reformas de la ejecución hipotecaria es un fiel reflejo de que se hace duro asumir la filosofía de la ejecución y el propio legislador no encuentra la medida. Pero no adelantemos acontecimientos sobre este punto.

3. Los ejecutores no quieren mancharse las manos con trabajos incómodos

¿Qué decir de los encargados de aplicar la ejecución? Legum servi sumus ut liberi esse possimus. Pero ni por esas. La ejecución no suscita apetencias de protagonismo.

Desde el mismo momento de implantación de la LEC 2000, se decidió que la ejecución era una tarea nueva, a contabilizar en la productividad de los jueces. Con ello parece que se pretendía equilibrar la fatiga de una primera instancia en las ejecuciones que siguen a sentencia con las ejecuciones frescas apoyadas en títulos extrajudiciales. Ningún reproche por la opción operativa, pero todo un síntoma. Las ejecuciones de títulos extrajudiciales, en general, no dan problemas. Son – o eran – una rutina plasmada en un procedimiento escrito con fórmulas acuñadas que se reproducen en serie. Se prestan a ser delegadas en el personal de base del juzgado, con unos mínimos controles en puntos sensibles. Pero sin sustos, por lo general. Las ejecuciones de sentencia, en cambio, son abiertas, en función de lo decidido. Exigen mayor atención y ya no se pueden delegar alegremente. Pero el modelo de la ejecución extrajudicial, más cómodo, acabó por contagiar a toda la ejecución e imponerse de facto como norma de conducta. De resultas, la ejecución acaba generando mucho papel, pero poca sustancia.

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Como se intuye, las actividades ejecutivas no son tarea grata. Se perciben como una faena de menestral, de verdugo del pueblo. ¡Admira como el Fisco ha conseguido darle la vuelta a esa misma percepción tan arraigada respecto de la recaudación de impuestos! En el ámbito judicial, en cambio, nada se ha movido a favor de la ejecución, sino justo al contrario. Como mucho, se aplica la burocracia del papel, pero nada más. Casi ningún juez se ha atrevido a hacer real la obligación de manifestación de bienes del ejecutado, mucho menos a aplicar con inteligencia las multas coercitivas, por ejemplo. Cualquier investigación de bienes se hace con calma, como para dar tiempo a que las perdices levanten el vuelo. Nada de sorprender al ejecutado, no se vaya a lastimar. Por Dios, bajar a la calle, es muy cansado. Si no hay más remedio, en el último día, con el ejecutante al borde del ataque de nervios, se accede a enviar un emisario, alguien que haga el trabajo ingrato, de parte del tribunal. Pero no se pasen: si no hay nadie visible, si encuentran sordomudos, si hace calor, si es tarde, pues lo dejamos para mejor ocasión. Hay tiempo, siempre hay mucho tiempo para no ejecutar y confiar en que la situación se arregle por si sola, por inanición del ejecutado o por desesperación del ejecutante.

Con estas premisas, apenas los secretarios judiciales levantaron la voz pidiendo la competencia en materia de ejecución, faltó tiempo para dársela, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. Ello exigió romper el tabú constitucional de la reserva de «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado» atribuida a los jueces. Pero se dio el paso con un grandísimo invento de la más pura tradición lepera. No me resisto a escenificarlo, sin perder un ápice la seriedad del discurso. Cuenta el chascarrillo que en Lepe, para cambiar una bombilla en el techo, se sube un ciudadano a una mesa hasta agarrar el bulbo y, entonces, el resto de colegas involucrados en la tarea dan vueltas a la mesa alrededor hasta que se consigue desenroscar la lámpara. La escena se ubica en Lepe, pero, en realidad, ocurre todos los días en nuestros juzgados y nadie se ríe. El modelo de actuación ha sido copiado textualmente por los reformadores de la LEC. El juez dicta la orden general de ejecución y, simultáneamente o acto seguido, el secretario dicta las medidas ejecutivas concretas que sean pertinentes al caso. Donde había un solo papel, ahora hay dos. En el segundo, no se incluye nada que no pudiera estar ya previsto en el primero, como lo estaba antes de la reforma, con mayor propiedad y mejor encaje constitucional. El sendero marcado por este punto de arranque es obvio: mucha producción de papel, más burocracia, pero desde la oficina, nada de bajar a la calle.

En algún momento, habría que pensar que el ejecutante es un cliente vip del ordenamiento jurídico, que le hemos prometido respuestas operativas, que espera actuaciones claras por parte de los servidores de la ley, que cuando trata de ejecutar una...

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