Para nuestros tribunales, todos los hombres han nacido iguales

AutorSan Miguel Pérez, Enrique
Páginas157-172
9. PARA NUESTROS TRIBUNALES,
TODOS LOS HOMBRES HAN NACIDO IGUALES
“Uno es valiente cuando, sabiendo que ha per-
dido ya antes de empezar, empieza a pesar de todo y
sigue hasta el final, pase lo que pase. Uno vence raras
veces, pero alguna vez vence”185.
Las palabras que Atticus Finch le dirige a su hija Scout en
Matar un ruiseñor, la impresionante novela de Harper Lee,
llevan casi seis décadas resonando en la mente de muchos
abogados en ejercicio que decidieron serlo tras leer o ver una
obra conmovedora que compromete toda la atención de quien
decide aproximarse al conocimiento del Profundo Sur de los
Estados Unidos durante la Gran Depresión. Y una obra conmo-
vedora en su vertiente histórica o profesional, pero no digamos
personal o familiar. Porque uno de los abogados más paradig-
máticos de la historia de la literatura y de la historia del cine
tras la adaptación de la novela por Robert Mulligan en 1962,
con Gregory Peck como protagonista, estableció un principio
universal del ejercicio de la profesión, pero también del com-
portamiento humano: la única batalla que está perdida es la
que no se da.
A Harper Lee únicamente le faltó añadir que, a eso, a
luchar a pesar de que la derrota es segura, o particularmen-
te por ese mismo motivo, se le denomina también heroísmo.
Un heroísmo, en efecto, a veces recompensado en vida con el
185 LEE, H.: Matar un ruiseñor. Barcelona. 1984, p. 118.
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reconocimiento de una ciudadanía agradecida. Pero con cer-
teza reconocido por quienes, como los hijos del abogado en
la película, han recibido el mejor legado que un padre puede
transmitir a su descendencia: su honestidad, su coherencia, su
generosidad y su decencia.
Matar un ruiseñor es mucho más que un melodrama judi-
cial al modo de los libros y películas fundadores del género,
como Que el cielo la juzgue, la novela de Ben Ames Williams
que llevó al cine en 1945 John M. Stahl, con Dana Andrews y,
sobre todo, una bellísima Gene Tierney como protagonista, y
una historia de amor posesivo y homicida que causó una au-
téntica conmoción entre los lectores y espectadores estadou-
nidenses en un año decisivo de la historia. En una escena de
la obra Ruth, la joven y posesiva protagonista de la novela, le
afea a Harland, un escritor que se ha convertido en su marido,
la capacidad de los escritores para no valorar con equilibrio
las virtudes y los defectos de las personas, convirtiéndose en
jueces implacables de su comportamiento. Casi podría añadir
que será muy pronto un juez quien deba examinar la conducta
de ambos186. Lo interesante es que, en los años centrales del
siglo XX, la literatura se ha consolidado como el eje dinámico
de todos los procesos creativos o, en palabras de Martín Hei-
degger, ya de regreso de su abominable estancia en Siracusa,
en la “esencia del arte”. Y una literatura que, como tal forma
de expresión, se encuentra comprometida con una tarea tan
hercúlea como la institución de la verdad. E instituir tanto en
su triple acepción como en la más definitiva entre todas:
“La esencia del arte es la literatura. Pero la esencia de
la literatura es instituir la verdad. Entendemos en este caso
instituir en una triple acepción: instituir como donar, ins-
186 AMES WILLIAMS, B.: Que el cielo la juzgue. Barcelona. 1962, p. 285:
“-Te complaces en burlarte de las tonterías que pueden cometer los seres huma-
nos, y lo logras a la perfección -le dijo-. En realidad, creo que eso es muy fácil.
Todos somos ridículos desde ciertos puntos de vista, pero también en otros aspec-
tos somos admirables. Burlarse de los semejantes es muy fácil. Todos podemos
hacerlo. Lo que ya no es tan fácil es alabar lo bueno que existe en los demás. Temo
que tu libro no sea de mi preferencia. Tú te ríes de la gente, y yo creo que la mayor
parte de esa gente es buena”.

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