El Tribunal Constitucional

AutorGermán Fernández Farreres
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid
Páginas733-744

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«El tema del Tribunal Constitucional es posiblemente el tema central de nuestra Constitución; me atrevo a decir (e intentaré luego probar) que es aquel en que esta Constituciónse juega, literalmente, susposibilidades y su futuro.

No obstante esta importancia, nuestro país va a entrar en el tema, en cierto modo, como en tierra incógnita, porque carecemos de toda experiencia sobre el mismo, incluyendoen esta carencia la no muy brillante historia del Tribunal de Garantías Constitucionales de laSegunda República.»

(Eduardo GARCíA DE ENTERRíA, «La posición jurídica del Tribunal Constitucional en el sistema español: posibilidades y perspectivas», en La Constitución como norma y el TribunalConstitucional, Madrid, Cívitas, 1981.)

1. Introducción

En el sistema político-institucional que establece la Constitución de 1978, el Tribunal Constitucional queda configurado como una pieza básica para el funcionamiento del Estado social y demo-cráticode Derecho. Cuando se abrióel período constituyente, la justiciaconstitucional hacía tiempo que se había consolidado en los Estados democráticos más perfeccionados como un elemento imprescindible para garantizar la plena eficacia jurídica de la Constitución. No eraése, sin embargo, el caso español, que, como advertía GARCíA DE ENTERRíA, tan sólo contaba con la corta y limitada experiencia del Tribunal de Garantías Constitucionales. Por ello, al elaborarse la Constitución, en ningún momento se dudó en dar entrada a tan fundamental institución. Se hizo, además, con todadecisión, optando por un modelode Tribunal Constitucional que, entrelasdiversas variantes posibles, se configuró como uno de los más avanzados.

Con todo, la fijación de su posición institucional entre losórganos del Estado resultaba verdaderamente clavepara el futuro mismo del nuevo órgano y para la propiaConstitución. La introducción en nuestro ordenamiento jurídico de un sistema de justicia constitucional, con un Tribunal específicamente encargado de velar por la Constitución, corría el riesgo de reproducir las querellas que, acerca de su legitimidad y razón de ser, desde el surgimiento mismo de ese sistema han estado siempre presentes. No cabía descartar, en efecto, la tentación de recortar las funciones de ese Tribunal o de limitar el alcance de las que le fueran asignadas. Sin embargo, los constituyentes marginaron

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cualquier polémica al respecto. Más aún: no sólo no se suscitaron reticencias de ese tipo, sino que se apostó inequívocamente por garantizarle un estatuto de plena y absoluta independencia en el ejercicio de sus funciones y, a la vez, en atribuirle el máximo de competencias posibles.

De este modo, dictada en desarrollo del Título IX de la Constitución, el artículo 1 de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, vino a proclamar que «el Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales y está sometido sólo a la Constitución y a la presente Ley Orgánica». Junto a ello, las competencias que se le asignaban eran prueba evidente de la amplitud y empuje que se quería dar a la jurisdicción constitucional.

Al lado de la clásica función del control de constitucionalidad de las Leyes, el Tribunal debería conocer del recurso de amparo por violación de determinados derechos fundamentales y libertades públicas. También se le encomendaba el enjuiciamiento de los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas y se dejaba abierta la posibilidad de que el legislador orgánico pudiera atribuirle otras materias (artículo 161 de la Constitución). Amplio elenco de competencias jurisdiccionales que con la aprobación de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, aún se alargaría más, al asignarle el enjuiciamiento previo de los proyectos de Estatutos de Autonomía y de Leyes Orgánicas (es decir, el llamado recurso previo de inconstitucionalidad, cuya principal virtualidad era la suspensión automática de la tramitación del proyecto, lo que, dado el intenso uso que del mismo se hizo entre 1983 y 1985, paralizando así la aprobación yentrada en vigor de importantes leyes, llevó a que por Ley Orgánica 4/1985, de 7 de junio, fuese suprimido, no sin antes tener que dictarse la STC 66/1985, que rechazó la pretendida inconstitucionalidad de tal supresión); también se le encomendó la declaración de constitucionalidad de los Tratados internacionales (proceso éste del que se ha hecho uso en una ocasión, dando lugar a que se dictase la Declaración del Tribunal Constitucional de 1 de julio de 1992, en la que se consideró necesaria la reforma del artículo 13.2 de la Constitución a fin de que pudiera ser ratificado por España el Tratado de Maastricht, ya que venía a reconocer a los ciudadanos de la Unión Europea el derecho de sufragio pasivo en las elecciones municipales de los Estados miembros en los que residiesen; reforma de la Constitución que, tras su aprobación parlamentaria, fue sancionada por el Rey el 27 de agosto de 1992, publicándose al día siguiente); y, finalmente, le fue atribuido, asimismo, el enjuiciamiento de las disposiciones sin fuerza de ley y resoluciones de las Comunidades Autónomas al amparo de lo dispuesto en el artículo 161.2 de la Constitución (cuya principal, y exclusiva, virtualidad es la de lograr automáticamente la suspensión de la eficacia de la disposición o resolución autonómica impugnada por el Estado durante un plazo no superior a cinco meses, si bien la jurisprudencia constitucional ha flexibilizado esa regla, posibilitando el inmediato levantamiento de la suspensión sin que necesariamente tenga que transcurrir ese plazo). De esta forma, el Tribunal Constitucional español pasaba a ser, por comparación con sus homónimos, uno de los Tribunales al que mayores competencias se le reconocían.

Pero, fijado ese marco normativo, el asentamiento y consolidación de la justicia constitucional iba a depender, como sucede con todo órgano de nueva implantación, de la actividad que desplegaran los jueces constitucionales. También, aunque en mucha menor medida, de la actitud que los demás órganos constitucionales y poderes del Estado mantuvieran respecto de las decisiones que adoptara. Su futuro más inmediato no dependía ya ni de la Constitución ni del legislador, sino del propio Tribunal y, por tanto, de quienes pasasen a formar parte del mismo. El reto, desde luego, era formidable para los primeros doce juristas que fueron nombrados magistrados del Tribunal Constitucional.

Pues bien, desde sus primeros pronunciamientos [ciertamente notables, ya fuesen en materia de

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sanciones administrativas (SSTC 2/1981 y 18/1981); o a propósito del derechoa crear partidospolíticos (STC 3/1981); o en relación al régimen local (STC 4/1981); o también respecto de la enseñanza y los centros escolares (STC 5/1981); o sobre la polémica supresión de la prensa estatal (SSTC 6/981 y 86/1982); o, en fin, sobre el derecho de huelga (STC 11/1981); Y otros muchos más que ni siquiera puedo ahora citar], el Tribunal logró despertar la máxima atención e interés de los juristas, de los políticos e, incluso, de los ciudadanos en general, adquiriendo en muy poco tiempo un merecido prestigio y un no menor respeto. La nueva institución, en suma, enraizó con rapidez, mucho antes de lo previsible.

2. La doctrina del tribunal constitucional sobre la Constitución como norma jurfdica directamente aplicable por jueces y tribunales

Desde el inicio mismo de su actividad jurisdiccional, el Tribunal Constitucional apreció la urgente necesidad de asentar el criterio fundamental -y no menos decisivo para su propio futuro y parael desarrollodel sistema de derechos fundamentales y libertades públicas- de que la Constitución era una norma jurídica de aplicación directa e inmediata por todos losTribunales y Jueces, sin excepción. Norma a cuya luz habríade interpretarse y aplicarse, además, todo el ordenamiento jurídico en su conjunto. Algo que a estas alturas nosparece elemental, en aquellas fechas teníaque vencer una fuerte inercia histórica que había consolidado la idea del carácter meramente programático dela norma constitucional. Los Tribunales ordinarios de justicia, con el Tribunal Supremo a la cabeza, asívenfan entendiéndolo mayoritariamente.

La corrección de esa importantísima limitación fue la primera y decisiva tarea que el Tribunal tuvo que afrontar. Con la no menos necesaria colaboración de la mejor doctrina iuspublicista (obligado resulta recordar el decisivo trabajo de E. GARCíA DE ENTERRíA, «La Constitución como normajurídica», publicado inicialmente en el estudio colectivo que, junto a A. PREDIERI, dirigió sobre La Constitución Española de 1978. Estudio sistemático, Madrid, 1980, y ampliado poco más tarde en su libro La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, 1981), el Tribunal Constitucional supo rectificar decididamente la tradicional doctrina -aunque tampoco había habido, de todas formas, oportunidad para lo contrario- que concebía los preceptos constitucionales como meras normas programáticas que ni vinculaban al legislador ni desplegaban, al margen de la intervención de éste, efectos jurídicos para los ciudadanos. Con ello, la Constitución dejó de ser «un mero catálogo de principios de no inmediata vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que fueran objeto de desarrollo por vía legal», para pasar a ser «una norma jurídica, la norma suprema de nuestro ordenamiento, [cuyos]...

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