Una tragedia de los Derechos Humanos. Violencia y religión

AutorCristina García Pascual
Páginas129-153

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1. Cuando el pasado se hace presente

Desde los años de la llamada transición política hasta nuestros días se ha multiplicado de manera constante la producción historiográfica sobre la España del siglo XX especialmente sobre la República, la guerra civil y la represión franquista. Hitos históricos que parecen insuperables y a los que los historiados, pero también el mundo de la cultura (la literatura, el cine) y de la política, parecen condenados a volver una y otra vez. Podríamos decir que, por lo que se refiere a España, la historia contemporánea continúa fijada en el período que va desde 1931 al 1939 y en las consecuencias de esos años que se extiende desde los tiempos más obscuros del franquismo hasta la transición política. Vivimos así enredados en unos hechos que todavía hoy levantan emociones, encienden discusiones y que, en algunos foros o en determinados contextos, es mejor no introducir en la conversación.

Desde ámbitos políticos, reflejando un sentir no siempre minoritario en nuestro país, se nos invita a menudo a superar el pasado, a ocuparnos de problemas más actuales y no emplear nuestras energías en tiempos de crisis en discusiones que no pueden aportar, se dice, nada bueno a la convivencia. Para avanzar, para mantener la paz social, necesitamos el olvido. Los ancianos todavía hoy implicados en esos hechos deberían abandonar así sus deseos de justicia o de reparación y los jóvenes ¿qué tienen que ver con esas historias? ¿qué responsabilidad podrían tener sobre unos hechos que ocurrieron cuando todavía no habían nacido? La historia es para los historiadores.

Sin embargo estos llamamientos a mirar hacia delante, al olvido, a una reconciliación asentada sobre la impunidad o una paz social basada en el silencio se tropiezan, una y otra vez, con serios obstáculos. Las víctimas y sus familiares reclaman reconocimiento y la mayoría de los españoles (jóvenes o no) no parece mostrar indiferencia hacia esos hechos. Aunque no los protagonizaran, ni los sufrieran, parecen unidos a los mismos a través de miles de micro historias escuchadas o calladas, a través del modo en el que colectivamente nos explicamos nuestro pasado a nosotros mismos.

Como en todos los procesos de masivas violaciones de derechos humanos existe una responsabilidad colectiva que trasciende a los meros protagonistas de esos hechos. Las palabras de J. Habermas pensadas para Alemania bien pueden aplicarse a nuestro país: “También los nacidos después de esos hechos –dice Habermas– han crecido en una forma de vida en la que aquello fue posible… Nuestra forma de vida está vinculada con la forma de vida de nuestros padres y abuelos a través de una trama casi inextricable de transmisiones fa-

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miliares, locales, políticas y también intelectuales, es decir, a través de un medio histórico que es el que nos ha hecho ser lo que somos y quienes somos”1.

Se trata, entonces, de nuestra identidad colectiva pasada, presente y futura. Algo que no se puede negar fácilmente y que explica nuestra conexión con hechos que muchos de nosotros no hemos vivido ni protagonizado y que sin embargo tienen presencia sentimental y capacidad para desatar pasiones todavía en nuestra sociedad. Conversar o debatir sobre la guerra civil no se parece en nada a conversar o debatir sobre la Segunda Guerra Mundial o, para no salirnos de nuestro país, sobre la guerra de Cuba o sobre el desastre de Annual.

Nuestro pasado respecto a algunos hechos parece presente. Así la historia no se deja capturar en foros estrictamente académicos, y tampoco se deja someter en una sociedad democrática a los dictados de conveniencia política, sale a la calle y se hace a través de un mar de sentimientos y emociones, discusión política, jurídica y social. Nuestro pasado revive en muchos de los debates que ocupan la agenda política de las últimas décadas. También ahora en tiempos de crisis el debilitamiento (o el desprestigio) de las instituciones del Estado nos recuerda angustiosamente a la primera mitad de nuestro siglo
XX. La actual relación entre la Iglesia y el Estado sería inexplicable en nuestro país si no tenemos bien presente la posición de esa misma Iglesia durante la guerra y el franquismo. El llamado conflicto vasco, por poner un ejemplo más, y sus vías de solución, evidencia el fracaso de la política española a la hora de hacer cuentas con ese pasado criminal más remoto ligado a la guerra y al franquismo. Avanzar pues como sociedad no parece posible con los ojos vendados; es preciso mirar hacia delante pero saber de dónde procedemos, conocer bien nuestro pasado y tener esa lectura colectiva de nuestra historia que permita afrontar los retos del presente.

Si nos remitimos a los hechos seguramente todavía quedan muchas cosas por descubrir y es trabajo de los historiadores, abundar en esa dirección. Sin embargo, y por lo que respecta a una reflexión construida desde la filosofía moral, política o del derecho, podríamos decir que lo ocurrido en España (y el debate posterior respecto a cómo debemos repararlo o simplemente recordarlo) no es sustancialmente distinto a lo ocurrido en tantos otros países y que, en este sentido, ya tenemos suficientes datos sobre la mesa2. Nuestro

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pasado no está escondido, ni censurado, no se encuentra recogido en estancias secretas de bibliotecas, ni es sólo accesible a los estudiosos más o menos preparados sino que está al alcance de la mano, en cualquier librería, en la memoria de los ancianos, en la forma en que vivimos y reaccionamos ante determinadas noticias, en cualquier biblioteca, en la literatura, en los medios de comunicación, asequible y configurando para bien o para mal nuestro ADN colectivo.

Como en un ensayo de lo que iba acontecer en Europa en la España de los años treinta podemos identificar algo de eso que los filósofos han llamado mal absoluto o mal radical violaciones masivas de derechos humanos, “ofensas contra la dignidad humana tan extendidas, persistentes y organizadas que el sentido moral normal resulta inapropiado”3. La expresión holocausto español utilizada como título en el último libro del hispanista Paul Preston expresa la magnitud de la tragedia: “200.000 hombres y mujeres fueron asesinados lejos del frente, ejecutados extrajudicialmente o tras precarios procesos legales…300.000 hombres perdieron la vida en los frentes de batalla. Un número desconocido de hombres, mujeres y niños fueron víctimas de los bombardeos y los éxodos que siguieron a la ocupación del territorio por parte de las fuerzas militares de Franco. En el conjunto de España, tras la victoria definitiva de los rebeldes a finales de marzo de 1939, alrededor de 20.000 republicanos fueron ejecutados. Muchos más murieron de hambre y enfermedades en las prisiones o campos de concentración donde se hacinaban en condiciones infrahumanas. Otros sucumbieron a las condiciones esclavistas de los batallones de trabajo. A más de medio millón de refugiados no les quedó otra salida que el exilio y muchos perecieron en los campos de internamiento franceses. Varios miles acabaron en los campos de exterminio nazi”4.

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Pero la utilización del término holocausto no expresa sólo la escandalosa cifra de víctimas. Holocausto significa también que lo que ocurrió en España, a pesar de las señas de identidad que marcan nuestra propia historia de violencia (destacadamente la extraña relación entre violencia y religión, en la que me centraré más adelante), a fin de cuentas está íntimamente ligado al horror que caracterizó la primera mitad del siglo XX en Europa.

Y así del mismo modo que los campos de exterminio nazis, las purgas estalinistas o los más cercanos crímenes de la guerra de los Balcanes los crímenes de la guerra civil y los crímenes del franquismo no dejan de interpelarnos moralmente, a la vez que cuestionan algunas de nuestras más asentadas categorías jurídicas y políticas.

A la hora de enfrentar esos hechos vemos que se repiten en otras sociedades posiciones y discursos que hemos visto y escuchado en nuestro país. También en Alemania o en los países de la antigua Yugoslavia hacen cuentas con el pasado que se presenta, a veces, como un reto y, a menudo, como una obsesión. En algunas sociedades democráticas se propician procesos de auto-compresión ético-política del propio pasado y se reclaman responsabilidades individuales y colectivas. Pero a la vez, como en España, también, en algunos de estos países con mayor o menor éxito se levantan voces que invitan a no remover el pasado, que ven cualquier exigencia de responsabilidad jurídica como una venganza y, sobre todo, como una posibilidad de reactivación de la violencia. Al final, como todos sabemos, en muchas de estas sociedades dañadas por procesos de violencia colectiva, el ideal del olvido como la mejor manera de superar el pasado constituye una gran tentación. Extrañamente podemos afirmar que la capacidad de respuesta ante masivas violaciones de derechos humanos en Europa y fuera ella parece descender a medida que aumenta su gravedad y que finalmente la historia de matanzas indiscriminadas, exterminios, genocidios es la historia de la desmemoria política y de la impunidad jurídica.

En este marco la guerra civil española y los crímenes del franquismo, al igual que otras matanzas o conflictos bélicos, han dejado tal rastro de dolor y violencia que volver sobre el mismo a veces nos resulta insoportable. No hacer nada, negar la memoria, la tutela judicial o la acción política, no responder a esa violencia inusitada, sin embargo, sería tanto como sucum-

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bir a la misma. Revertir la situación o negarnos a la inacción es un proceso costoso, una empresa pluridisciplinar donde se aúnan distintos niveles de responsabilidad y de reelaboración del pasado5. Niveles...

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