El trabajo societario

AutorJesús R. Mercader Uguina
Cargo del AutorCatedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad Carlos III de Madrid.
Páginas333-359

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Ver nota 1

1. Contrato de trabajo y contrato de sociedad

El diálogo no siempre convergente entre el contrato de sociedad y el laboral hunde sus raíces en las simas originarias del ordenamiento laboral. Cierto es que el contrato de trabajo y el de sociedad sufrieron un cierto hermanamiento en los orí- genes dogmáticos del Derecho de Trabajo que llegó hasta el punto de confundir ambas instituciones. Fue, sin duda, por influjo de la doctrina italiana y francesa2 de principios de siglo ligadas a la concepción iusnaturalista de base católica, que se llegó a afirmar sin ambages que la configuración como asociación del contrato de trabajo resultaba la solución que "más con vendría que tuviera", pues "conseguiría una participación justa en el interés del producto, al mismo tiempo que lograría una intensificación grande en la producción, pues el fin de las partes que intervienen en ella sería este en primer lugar, ya que a ambos convendría"3, hasta el punto de afir-

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marse que "la naturaleza jurídica del contrato de trabajo encaja en el de sociedad"4. Tales tesis encontrarían su plena y rotunda consagración en la Encíclica Quadragessimo anno, en la que se señala que: "atendidas las condiciones modernas de la asociación humana, sería más oportuno que el contrato de trabajo algún tanto se suavizara en cuanto fuese posible por medio del contrato de sociedad, como ya se ha comenzado a hacer en diversas formas con provecho no escaso de los mismos obreros y aun patronos"5. Sobre esta base se fundaba la existencia de un contrato con "inclinación o tendencia" a convertirse en un contrato de sociedad. Poco duró esa antinatural unión, afirmándose categóricamente el carácter "inconciliable" de la subsunción bajo el contrato de sociedad de la relación existente entre patrono empresario y obrero6. Y ello, porque todo intento de ver en el contrato de trabajo un contrato asociativo, implica confundir el concepto genérico de colaboración con el concepto técnico jurídico de sociedad; o, en fin, tendencias éticas, con auténticas realidades jurídicas.

Dogmáticamente, el diseño estructural de la relación de trabajo como de cambio, salario por trabajo, ha servido como rasgo delimitador del contrato de sociedad que aparece por oposición caracterizado por asentarse sobre la existencia de un vínculo asociativo que implica esfuerzos conjuntos que persiguen un objetivo o fin común7.

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Este criterio tipificador del contrato de trabajo8, no concurre en el de sociedad pues los socios no cambian sus prestaciones. Para nada quieren cada uno la de los otros, sino que las coordinan de modo funcional para obtener el fin común. Lo que cada socio obtiene para sí lo recibe directamente de los rendimientos de la actuación y patrimonio comunes, no de los consocios. En suma, en el plano teórico, la diferencia fundamental se sitúa en el diferente objeto de ambos contratos, pues, mientras que el de trabajo se asienta en el intercambio de fuerza de trabajo por salario, el de sociedad se caracteriza por la colaboración o cooperación de los contratantes para conseguir el fin que pretenden, esto es, participar en los beneficios de la sociedad. De igual modo, en el de sociedad se organiza una colaboración estable para el logro de un fin común, mientras en el contrato de trabajo se armonizan intereses contrapuestos persiguiendo las partes un fin particular, en el que la colaboración o el fin común de la empresa no pueden aparecer sino de modo mediato.

Ciertamente, lo más característico del contrato de sociedad, en relación con el contrato de trabajo, reside en que en el primero no existe ajenidad del socio, ni en los frutos9 ni en los riesgos10, como es el caso cuando de un trabajador sujeto a vín-

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culo laboral se trata. En aquel todos asumen conjuntamente el riesgo empresarial; la sociedad es una "entidad no ajena" al socio. De suerte que este participa y recibe beneficios, si estos existen, o no recibe nada (por ejemplo, por ausencia de clientes), o incluso sufre pérdidas, si aquellos no se producen. Es bien distinto lo que sucede con el trabajador, al no ser posible que la totalidad de su salario dependa de los beneficios empresariales, con la consecuencia de que si estos no existen no perciba cantidad alguna o, incluso, tenga que contribuir a sufragar las pérdidas. El trabajador no recibe los frutos de su actividad, pero tampoco sufre los riesgos. El socio recibe precisamente tales frutos, pero sólo si estos se producen. El socio no acredita, pues, un salario; el porcentaje de los beneficios que, en su caso, pueda percibir, lejos de ser tal, implica el riesgo de no obtenerlo, lo que constituye la nota típica de toda gestión empresarial. En síntesis, cabe afirmar que el salario es, total o parcialmente, inmune a las vicisitudes de la actividad empresarial; al contrario de lo que acontece con la participación en los frutos sociales, basada necesariamente en la aleatoriedad de los beneficios.

Pese a la aparente claridad, la posibilidad de que los socios aporten su trabajo a la sociedad introduce elementos de incertidumbre en la lógica de definición del contrato de sociedad, al permitir que la misma se configure de forma muy diversa, bien como un trabajo subordinado, organizado y dirigido dentro de la propia sociedad, bien como un trabajo autónomo dentro de la misma. Ello, unido a las fronteras siempre móviles del contrato de trabajo, determina que el contrato de sociedad haya sido a menudo un lugar para conflictos, sin que hayan sido infrecuentes a lo largo de los tiempos pronunciamientos jurisprudenciales que han marcado las lindes territoriales de ambas instituciones.

Es así que desde tiempos recientes el estudio del trabajo societario se ha convertido en uno de los centros neurálgicos de análisis, sin duda, fruto de los usos también renovados que ha venido cumpliendo la actividad societaria como instrumento para encubrir propias y verdaderas relaciones laborales. El uso estratégico de los vínculos societarios ha cobrado particular interés en sectores como el del personal sanitario al servicio de establecimientos sanitarios privados (hospitales, clínicas, consultas médicas, etc.)11, el de los abogados que prestan servicios en despachos colectivos12, por no hablar del fraudulento uso de las sociedades unipersonales como instrumento para encubrir verdaderos contratos de trabajo a través de falsas contra-

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tas, del sospechoso renacer de las sociedades de cuentas en participación13 o, en fin, de los puntos oscuros que ofrece la prestación de servicios a través de prestaciones accesorias en las sociedades de capital. El anterior conjunto de situaciones han venido a situar al trabajo societario en el centro de la sospecha sobre su uso fraudulento en tanto que opaca pantalla que impide apreciar con plenitud la existencia de relaciones de trabajo reales.

2. El trabajo societario en el seno de las sociedades internas o irregulares

La sociedad es un contrato regido por el principio de libertad formal (art. 1667 CC y 117 CdC). No debe inducir a error la obligación de hacer constar la constitución, pactos y condiciones de la sociedad en escritura pública para su inscripción en el Registro Mercantil (art. 119.I CdC). Esta obligación no introduce un requisito de forma contractual, sino un simple requisito de regularidad societaria. En las sociedades personalistas, la escritura no pone ni quita al contrato, sino que -por el contrario- es una aplicación del principio registral de titulación pública (arts. 18.1 CdC). Sin embargo, en las sociedades capitalistas o de estructura corporativa, la escritura llega a jugar como requisito de forma contractual.

La irregularidad es la falta de publicidad legal, por lo que únicamente puede plantearse respecto de las sociedades mercantiles. La sociedad irregular es -lisa y llanamente- la sociedad no inscrita considerada desde la perspectiva de un problema de insuficiencia publicitaria, pero nunca de insuficiencia formal. La sociedad mercantil que no se constituya en escritura pública es siempre sociedad irregular. Pero no lo es por ausencia de forma, sino que lo es por falta de inscripción14.

La doctrina clásica negaba la personalidad jurídica de las sociedades irregulares, limitándose a concederles virtualidad en el plano de las relaciones internas entre los socios. En consecuencia, sancionaba con la nulidad los contratos que la sociedad irregular hubiere celebrado con terceros. Sin embargo, más recientemente se ha

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observado que la solución clásica al problema de la irregularidad beneficiaba a los que tenía que sancionar (los socios que omiten la inscripción) y sancionaba a quienes debía de tutelar (los terceros contratantes de buena fe). De ahí que la respuesta de la doctrina mercantilista moderna al problema de la irregularidad societaria se centre ahora en tres postulados claves.

De un lado, para la constitución no se precisa escritura pública, que no es sino un "plus" de regularidad. Este razonamiento se confirma en la legislación societaria (art. 39 LSC), cuando se establece normativamente la aplicación a la sociedad anónima irregular del régimen regulador de la sociedad colectiva o, en su caso, de la sociedad civil, y ello porque con carácter previo desde una perspectiva lógico-jurídica se está reconociendo que la sociedad no inscrita es...

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