En torno a las obligaciones precontractuales de información

AutorXabier Basüzabal Arrue
CargoProfesor Titular (Derecho civil) Universidad Carlos III de Madrid
Páginas648-711

Este trabajo de investigación se ha realizado en el marco del Proyecto de investigación del MEC que lleva por título «Hacia un código del consumidor» (SEJ 2005-02912/ JURi), cuyo investigador principal es el profesor Jorge Caffarena Laporta.

Una vez más, agradezco al profesor Pantaleón Prieto la generosidad de haber leído el trabajo y haber realizado sugerentes comentarios.

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1. Lugares comunes

En ocasiones una de las partes de la relación contractual descubre que al contratar carecía de cierta información valiosa que le hubiera hecho replantear su interés en el contrato, o al menos, alguno de los términos de éste. Esta circunstancia, en sí misma considerada, no debería afectar a la otra parte, que no tiene por qué hacerse cargo de la ignorancia de aquélla. Sin embargo, ¿qué ocurre si ésta conocía o debió conocer dicha información, si se dio cuenta (o pudo y debió hacerlo) de la ignorancia de su contraparte, si quiso aprovecharse de la situación? ¿Es que no puede aprovecharse de lo que ella sabe y desconoce la otra parte? ¿Por qué (o en qué casos) iba a estar obligada a informar a ésta? Como veremos, responder a esta pregunta implica desentrañar si, bien por la relación jurídica que les une, bien en virtud de otros criterios de imputación, una de las partes tiene asignado el riesgo por falta de información de la otra, riesgo del que se libera típicamente informando. Decidir sobre esta asignación constituye una operación compleja que obliga, en primer lugar, a comprobar cómo distribuye el propio contrato dicho riesgo; en segundo, a considerar otros factores decisivos, como la condición -profesional, consumidor- de las partes, su respectivo comportamiento durante los tratos preliminares, o el interés afectado Page 649 por la información omitida; finalmente, desde una perspectiva más puramente económica, a tener en cuenta si la información es igual o desigualmente asequible para ambas partes, si es o no costosa, si aprecia o deprecia aquello sobre lo que informa, o si, dada la posición de cada parte en el contrato, éste permite «compensar» típicamente el gasto realizado en obtener la información.

Tratándose de un problema de distribución de cierto riesgo contractual, el de ignorar algún dato relevante, parece adecuado partir de que cada cual debe procurarse la información necesaria para velar por sus propios intereses 1. La regla general en un ordenamiento jurídico informado por el principio de autonomía de la voluntad sólo puede ser la carga de autoinformarse. Ahora bien, existen situaciones (como cuando el contrato obliga a una parte a velar por los intereses de la otra, cuando la condición de entendido de una de las partes o su comportamiento despierta en la otra parte la legítima confianza en resultar informada sobre aspectos relevantes del contrato) en las que el ignorante puede legítimamente esperar que la otra parte le informe, o con otras palabras, que sea el otro contratante quien asuma el riesgo de información.

En algunos casos será el contrato, o mejor, las partes al elegir el tipo contractual o al pactar sobre la materia, quienes asignen dicho riesgo: no es lo mismo presentar un anillo a un joyero para que lo tase, que para que lo compre; en el primer caso, queda contractual-mente obligado a revelar sus conocimientos como tasador, en el segundo, no. En otros casos será la condición de entendido, frente a quien no tiene por qué ser tenido por tal, la que decida la suerte de la atribución del riesgo. Así, el vendedor de software al que un cliente solicita un producto concreto, cumple con entregárselo; pero si de la conversación que mantiene con el cliente se deduce que el producto elegido no es apto para la finalidad que éste persigue, nace para aquél la obligación de advertírselo, aunque no lo haya preguntado expresamente (nótese que no se trata de advertir sobre los peligros intrínsecos o de utilización del producto, sino sobre la idoneidad de éste para el fin perseguido, una vez que éste ha sido desvelado por el consumidor). Con todo, la obligación de advertencia resulta razonable mientras se trate de una conversación del cliente con quien aparezca revestido de la condición de entendido, sea el dueño o un empleado con conocimientos técnicos, de ninguna manera cuando la conversación se ha producido con el encargado de la caja; y que desaparece cuando, después de realizada Page 650 la advertencia, el cliente se empecina en su elección. Tampoco se nos oculta que el vendedor que detecta el error del comprador, pero no dispone del bien que éste efectivamente necesita, puede callar y entregar el que sabe que no le servirá, sin que pueda normalmente probarse lo reprochable de su conducta. Finalmente, aunque en el ejemplo que acaba de proponerse ya resulta evidente, en otras ocasiones es el comportamiento concreto de una de las partes, sea cual fuera su condición, el que desencadena la mencionada asignación: el particular/consumidor que rechaza expresamente la información, el profesional que ofrece un servicio de asesoramiento en el marco de una relación jurídica que por sí sola no lo implica, el dependiente que se empeña en dar una aclaración que finalmente resulta perjudicial para el cliente, etc.

El problema esencialmente jurídico sobre la imputación de un riesgo contractual no puede ignorar el contexto económico que rodea a toda información: Existe un interés innegable en que la información sea difundida de la forma más rápida y extensa posible, pues facilitar aspectos de la realidad que hacen posible un mejor ejercicio de la autonomía es sin duda algo deseable. Sin embargo, cuando la obtención de información es costosa, la obligación de difundirla sin obtener nada a cambio terminaría con el interés en obtenerla. Por ello, dado el indudable valor -no sólo económico- de la información, especialmente de la costosa, parece necesario promover e incentivar su obtención, y la forma más sencilla y eficaz de hacerlo es permitir que sea explotada, lo que excluye toda obligación de revelarla. Esta tensión entre la obligación de difundir y el derecho a reservar y aprovechar la información obtenida protagoniza el llamado «dilema informativo», verdadero telón de fondo del estudio de las obligaciones de informar 2.

La obtención de información puede ser, dependiendo de los casos, igual o desigualmente (simétrica o asimétricamente) costosa para las partes. Además, dependiendo de la relación de cada parte con el objeto del contrato y de su posición jurídica dentro de éste, una de ellas (típicamente, el vendedor) suele poder repercutir lo que le ha costado obtener la información (incluyéndolo en el precio), en tanto la otra (típicamente, el comprador) debe conformarse con no contratar cuando descubre, gracias a la información obtenida, que no está interesada en el contrato. Un dato relevante es, por tanto, si se tiene o no acceso directo a la información, por tratarse del poseedor del bien sobre el que se informa 3; y junto a esta circunstancia, Page 651 que la posición contractual de la parte obligada a informar permita «recuperar» lo que se ha gastado en obtener la información.

Desde esta perspectiva, el motivo por el que nuestro Código civil asigna al vendedor el riesgo de información sobre vicios ocultos en el objeto de la compraventa no puede ser otro que la accesibilidad a la información por parte de éste, al que podría sumarse la posibilidad de «repercutir» lo que le cueste obtenerla incluyéndolo en el precio. Como consecuencia de esta misma ratio, el comprador no estará obligado a deshacer el error del vendedor sobre el objeto de la venta, pues este error cae dentro del ámbito de riesgo de éste: se trata de un error inexcusable, porque ha podido subsanarse («conoce tu mercancía»). La simplicidad de estos enunciados nos enfrenta, sin embargo, a supuestos de difícil solución:

Un especialista en impresionismo descubre, entre los múltiples objetos que una anciana ha puesto a la venta junto a la casona en la que siempre estuvieron, un cuadro que presume auténtico de Monet. Le ofrece el doble de lo que pide la señora y se queda con él 4. ¿Debería el derecho privado reaccionar ante esta venta? Es indudable que nuestro especialista se arriesga a que el cuadro no sea de Monet, pero ¿es que debería cambiar la solución jurídica dependiendo del grado de certeza sobre la autenticidad del cuadro? También está claro que el proceso formativo que hace posible que el especialista valore y reconozca el cuadro es sumamente costoso; entonces, ¿por qué no debería poder aprovechar tal información, aunque sea a costa de la parte ignorante? ¿Cómo podría cobrarse su información si le obligamos a darla? ¿Es que la anciana estaría obligada a pagarle por haberle hecho saber que se trata de un Monet, por un «enriquecimiento (informativo) impuesto»? ¿Estaría obligada a vendérselo por un precio «adecuado» a su autenticidad?

Los conflictos como el mencionado han solido resolverse entre nosotros a través de la categoría del error. Algunos ordenamientos jurídicos focalizan el problema del error en la persona que lo padece. Si el error...

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