Título IX
Autor | Álvaro d'Ors Pérez-Peix |
Cargo del Autor | Catedrático de Derecho Romano |
La stipulatio había sido en el antiguo Derecho romano la forma principal de contraer una obligación; consistía en una respuesta promisoria hecha a una precedente interrogación, con palabras solemnes: mediante ese acto, quien respondía congruentemente, adhiriéndose a la pregunta, quedaba obligado, y quien había interrogado se hacía acreedor. Su carácter formal permitía que fuera un acto abstracto, sin más defensa para el deudor que el de una eventual excepción de pacto o de dolo. Toda la temática general de las obligaciones del ius civile, en las obras de los juristas, se trataba en relación con esa stipulatio verbal; era ésta, en efecto, como la forma más elemental y segura de adquirir un crédito y de garantizarlo personalmente como fianza. También la jurisdicción pretoria exigía esa forma para asegurar el trámite de su cognición y la eventual ejecución de la sentencia que diera el juez.
Como la obligación, aunque era convencionalmente contraída, era unilateral, en el sentido de que el estipulante que se hacía acreedor no se obligaba a nada, se distinguía la obligación estipulatoria de la contractual, caracterizada por la reciprocidad e interdependencia de las obligaciones contraídas por los dos contratantes. Sólo por simplificación escolástica se llegó a hablar de la stipulatio como «contrato verbal», del mismo modo que también los préstamos, igualmente unilaterales, se incorporaron a esa sistemática escolástica como «contratos reales». Pero la diferencia efectiva entre las obligaciones unilaterales y las contractuales impedía la viabilidad de esa aproximación escolástica, así como también, entre sí, la de la estipulación con la de los préstamos. Por eso, en el Fuero Nuevo, se distingue, como fuentes de obligación, entre las estipulaciones (Título IX), los préstamos (Título X) y los contratos (Títulos XI-XV); ya la primera ley 515 define la estipulación como promesa unilateral. Después del comentario a la rúbrica del título no será necesario decir ya nada más sobre esta ley 515.
Dentro de este Título IX se da una consideración especial, por su mayor importancia, a la fianza como forma de garantía personal (Capítulo II, leyes 525-531), en tanto se trata de las otras modalidades de «promesas» unilaterales en este Capítulo I (leyes 515-524)1. Aunque la rúbrica de este título se refiera a las «estipulaciones», la de este primer capítulo sustituye esa palabra por la de «promesas». Se trata, en efecto, de promesas unilaterales, pero que no todas ellas derivan de una estipulación en sentido estricto. Aparte el régimen especial de promesa de contrato (ley 516), en su modalidad de opción de compra (ley 517, que se remite al título de los retractos y otros derechos de configuración preferente, del Título VI de este Libro III, en concreto a las leyes 460 y 461), la pública promesa (ley 521) procede de una forma unilateral y sin convención, que es la antigua pollicitatio romana, como se explicará en el comentario a esa ley 521. Esta aproximación de la pública promesa a las promesas estipulatorias tiene, sin embargo, un apoyo en el mismo uso que se hizo en el último Derecho romano del verbo polliceri en el sentido de promittere. De manera similar, en el lenguaje corriente de la actualidad, el verbo «prometer» puede referirse también a las promesas recíprocas de los contratos, y con ello la «estipulación» ha llegado a usarse como sinónimo de «pacto». Sin embargo, conviene distinguir entre términos como estipulación, pacto y contrato, aunque en todos ellos pueda verse que intervienen promesas. Esta tendencia post-romana al uso indiferenciado de estos términos se debe muy principalmente a que, en la práctica del último Derecho romano, se había consumado la conversión del acto verbal que era la antigua stipulatio en un documento de promesa de deuda2.
De este cambio histórico hemos de tratar brevemente a continuación, porque es algo complejo, y su aclaración puede servir para el mejor entendimiento de las estipulaciones en nuestro Derecho foral3.
El cambio que puede observarse en la historia de la estipulación romana tiene dos aspectos relacionados entre sí; el primero es el de su forma (A), y el segundo es el de su carácter abstracto (B).
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Consistiendo el acto de la estipulación en una pregunta seguida de una respuesta congruente, es claro que exigía la presencia de las dos partes y unas determinadas palabras solemnes de una y otra parte. Se comprende que tal acto no se improvisaba, sino que venía a formalizar un previo acuerdo informal de contraer una obligación unilateral a favor del estipulante; en este sentido, era un acto de adhesión, pues el promitente no podía variar en nada el contenido de la pregunta, por lo que podía limitarse a una sola palabra afirmativa como «prometo».
Al ser un acto oral, su prueba tenía que ser de testigos, pero, por influencia de la práctica jurídica oriental, la tradición romana de la preferencia por esa prueba fue cediendo ante el uso progresivo del documento. De este modo, la estipulación, en la práctica, se presentaba siempre como documentada. Aunque la jurisprudencia romana se refiere a ella por las palabras solemnes, de las que el documento no era más que una prueba pre-constituida, se vino a relajar el antiguo formalismo y a admitir que el documento estipulatorio no requería palabras determinadas, sino la declaración de obligarse unilateralmente el promitente frente al estipulante4. De ese modo, cualquier obligación podía formalizarse mediante un documento de ese tipo; por ejemplo, muy frecuentemente, la obligación de devolver una cantidad prestada. Otras veces servía esa estipulación para novar obligaciones o garantizarla mediante la promesa de fiadores, que se hacían deudores solidarios5.
Esta relajación del antiguo formalismo verbal implicó la de la necesaria presencia de las partes y de sus declaraciones orales. Por eso dice Justiniano 5 bis que se presume la presencia de ambas partes, a no ser que se pruebe con pruebas evidentísimas (mejor por documento o, al menos, por testigos) que una de las partes se hallaba ausente de la ciudad el día en que se fechó el documento; asimismo6, que «si se ha escrito en un documento que alguien ha prometido, debe entenderse como si hubiera respondido a una precedente interrogación» 7. Con todo, como en el Digesto se seguía conservando la estipulación clásica, Justiniano, aunque sea de una manera teórica, sigue admitiendo el requisito de la oralidad entre presentes, pero cargando al deudor demandado con la prueba de la inexistencia de este requisito, de suerte que, si tal prueba, aunque difícil, prosperaba, el convenio se tenía como nudo pacto, del que sólo podía derivarse una excepción, y no una acción para el aparente estipulante; en su legislación, sin embargo, estipulación y pacto venían a equipararse en sus efectos positivos8.
Al mismo relajamiento de la forma verbal se debe que se pueda estipular para después de la muerte o a favor de tercero. Con el antiguo formalismo del «me (mihi) prometes dar», el pronombre mihi excluía a otras personas como posibles acreedores, pues ese pronombre afectaba, no sólo a la promesa, sino a la dación, o cumplimiento de otro tipo de lo prometido. Al caer la forma, no había ya dificultad para crear un crédito, no sólo a favor del heredero, sino de otra persona 9.
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El segundo aspecto del cambio observable en la historia de la stipulatio romana es el de la pérdida de su carácter abstracto. En efecto, un acto -en nuestro caso un documento crediticio- sólo puede ser abstracto cuando se reviste de una forma esencial (ad solemnitatem) y no sólo probatoria. Así, la antigua stipulatio romana, acto estrictamente formal (como el de los documentos crediticios de hoy), valía por sí mismo, sin depender de una causa, pero cuando se hacía expresamente por una causa, y ésta fallaba, incumbía al aparente deudor impugnar ese documento, oponiendo a la reclamación del acreedor una «excepción de dolo», que le exigía la prueba del fallo de la causa declarada.
Una primera subversión de este régimen de abstracción se introdujo hacia el año 200, para el caso, que hemos dicho ser muy frecuente, de un mutuo formalizado con estipulación. Como ocurre también hoy, no sólo en créditos, sino también en pagos, el documento solía hacerse y entregarse antes de la entrega del dinero, de suerte que podía aparecer el promitente como deudor de una cantidad que no le había sido efectivamente entregada, y quedaba sin más defensa que la de la prueba negativa, y por ello difícil, de que no se le había entregado la cantidad de la que aparecía como deudor. La subversión de este régimen consistió en que, mediante una nueva excepción (la «excepción de dinero no entregado») el demando, podía forzar al demandante a que probara la efectiva entrega del préstamo, es decir, la «causa» de la estipulación; pero también podía adelantarse, mediante una «querella» del mismo nombre, a que el aparente muíante en cuyo poder, naturalmente, obraba el documento devolviera ese documento si no podía probar el mutuo efectivo. Con esta subversión en la carga de la prueba, la estipulación a causa de préstamo se convirtió en un acto causal. Sin embargo, como el tráfico crediticio no puede prescindir de documentos abstractos, este nuevo carácter causal de la estipulación del mutuante hubo de ser pronto relativizado por un plazo dentro del que el deudor podía valerse del nuevo régimen causal introducido a su favor; en época de Justiniano quedó fijado en un bienio 10. Con esta limitación, vino a resultar que el documento crediticio no impugnado por falta de causa antes de agotarse el plazo legal quedaba ya como absolutamente abstracto, es decir, sin posibilidad para la antigua excepción de dolo del aparente deudor, al que sólo quedaba ya el recurso de impugnación por falsedad formal del documento. Este fue el punto de partida para los documentos crediticios abstractos del derecho dinerario de nuestro tiempo.
Pero, aparte lo dispuesto en el Derecho mercantil para...
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