Título III: Las Cortes Generales

AutorFrancisco Rubio Llorente
Cargo del AutorCatedrático de Derecho constitucional Universidad Complutense de Madrid
Páginas21-67

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1. Sistemática y terminología

Aunque hay autores respetables que sostienen lo contrario, en mi modesta opinión la sistemática de nuestra Constitución es, en lo que toca a este título, perfectamente acertada, tanto en su ubicación dentro del texto constitucional como en lo referente a su contenido y a la división de éste en capítulos. Las opiniones contrarias a las que antes aludo no cuestionan la procedencia de haber situado en un Título Preliminar las que podríamos llamar decisiones políticas fundamentales en cuanto a la forma de Estado y de Gobierno 1, ni la decisión de colocar, como Título Primero, el catálogo de los derechos fundamentales que son "fundamento del orden político y de la paz social", sino la conveniencia de regular la institución representativa de la soberanía nacional tras la ordenación de la Corona, que no la ostenta. Esta inversión de lo que era el orden habitual de nuestras ConstitucionesPage 22históricas, cuando nuestra monarquía era "constitucional", se justifica, sin embargo, a mi juicio, precisamente por el hecho de que la monarquía que la vigente instaura no es ya "constitucional", sino simplemente "parlamentaria" 2. En aquélla, la Corona era todavía titular, por derecho propio, de un poder efectivo y fuerte. El Rey, siguiendo el esquema "doctrinario" imperante en gran parte de Europa, era la cabeza del Ejecutivo; el Gobierno era el Gobierno de Su Majestad, que efectivamente lo nombraba y que, a través de él, condicionaba en muchos casos la composición de la representación popular. Por eso la ordenación de la Corona y del Gobierno solía hacerse en el mismo título. Como ahora la situación es bien otra, tiene cierto sentido, me parece, que se haya querido exaltar la importancia de una institución puramente simbólica, haciendo preceder su ordenación a la del poder efectivo 3, que comienza también por la de aquella institución a la que normativamente corresponde la primacía en un sistema en el que la legitimidad del poder se hace derivar exclusivamente de la soberanía nacional 4.

Menos plausible parece, por el contrario, la decisión de romper con una vieja tradición y cambiar la denominación que nuestras Constituciones han empleado en el pasado, calificando de "Generales" lo que antes eran "Cortes" a secas, al parecer por el pueril deseo de reservar la vieja denominación para las Comunidades Autónomas que quisieran hacer uso de ella 5. La cosa no tiene, con todo, demasiada importancia, no sólo porque, como ya advirtiera previsoramente alguno de los diputados que se opuso al cambio, la terminología oficial no se ha trasladado al Page 23 uso común, sino porque al fin y al cabo, al menos en este caso, el nombre de la cosa importa menos que su sustancia.

2. El contenido del Título III

En los tres capítulos que lo integran, el título atribuye a las Cortes la representación del pueblo español, afirma su inviolabilidad, establece su estructura y su composición y enuncia sus funciones (Capítulo I); de entre éstas, regula con detalle la legislativa (Capítulo II) y la que, en relación con ella, le corresponde a las Cortes respecto de las relaciones internacionales (Capítulo III), pero sólo muy fragmentariamente la de control del Gobierno, que, como en otras muchas Constituciones, se incluye en un título distinto; aunque en otras partes del código constitucional hay preceptos que enuncian facultades de las Cortes que en este título no se mencionan, la única función sustancial no regulada en él es la contenida en el mencionado Título V.

Como es obvio, en razón de su naturaleza y sus funciones, las Cortes son la institución básica de nuestra democracia. Aunque es cierto que las tres calificaciones que nuestra Constitución aplica al Estado se condicionan recíprocamente, no lo es menos que cada una de ellas tiene un valor propio que se plasma en instituciones concretas. Nuestro Estado no es sólo democrático; está orientado hacia la Page 24realización de los valores aludidos por la noción de Estado de Derecho y obligado a desarrollar las funciones que se entienden propias del Estado social. Sus poderes están divididos y limitados por los derechos que la Constitución garantiza a los ciudadanos y su actividad ha de guiarse por los "principios rectores de la política social y económica" que en ella se establecen, a fin de lograr que la libertad y la igualdad de los individuos y de los grupos sean "reales y efectivas". Pero ni la limitación del poder y su división entre órganos distintos, ni su actuación dirigida a lograr la integración social, el bienestar y la igualdad de los ciudadanos, son rasgos que permitan calificar de democrático al Estado; tanto la limitación del poder como su estructuración a través de órganos funcionalmente separados y su orientación "social" son compatibles, en mayor o menor grado, con la naturaleza autoritaria de éste, y la historia ofrece no pocos ejemplos de ello. Lo específicamente democrático no es la limitación o división del poder, sino su pretensión de legitimidad y la organización que de ella necesariamente deriva. El Estado español es democrático porque todos sus poderes emanan del pueblo, y los componentes de éste, los ciudadanos, tienen derecho a participar en los asuntos públicos directamente o a través de representantes elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal. Las Cortes, como institución en la que se plasma esta participación de los ciudadanos que componen el pueblo en su totalidad, son, en consecuencia, la institución democrática por antonomasia. Sin ellas podríamos tener, aunque de manera improbable y limitada, Estado de Derecho, e incluso, con menor improbabilidad, Estado social; democracia, en modo alguno.

En virtud de esta conexión inmediata con el principio de legitimidad del sistema, desde el punto de vista estrictamente normativo, el lugar de las Cortes, como el de los demás Parlamentos de nuestro entorno cultural, es sin duda de absoluta primacía. Todas las Constituciones europeas se basan en el principio democrático, con exclusión de cualquier otro, y, en consecuencia, colocan por encima de los demás al órgano que directamente lo incorpora, encomendándole, como la nuestra, la potestad legislativa y la creación y control del Gobierno. La legitimación 6 de la democracia parlamentaria depende, en consecuencia, en gran medida 7 de la capacidad del Parlamento para desempeñar con éxito estas funciones, una capacidad que hoy frecuentemente se niega o al menos se pone en cuestión, aunque ciertamente no sean las mismas las consecuencias que los críticos extraen de la situación que denuncian. Para la mayor parte de ellos, el origen de los males está en los partidos 8, cuya presencia como únicos actores reales de la vida polí-Page 25tica ha modificado profundamente la realidad, condenado a la inutilidad el equilibrio entre los distintos poderes que la Constitución establece y hasta privado de justificación, al menos parcialmente, la primacía de las Cortes sobre el Gobierno, o de la obra de aquéllas sobre la de éste. Pero mientras para unos esta situación sólo puede ser remediada mediante el abandono de la "partitocracia" (es decir, de la democracia a secas, puesto que los intentos de construir una "democracia sin partidos" no han sido jamás sino encubrimiento transparente de sistemas autoritarios), para otros sólo demanda una acomodación de la norma a la realidad que, al hacer más eficaz aquélla, prive de argumentos a los enemigos de la democracia. Así, se ha dicho, el hecho de que el Gobierno sea tan directamente fruto de la elección popular como las mismas Cortes obliga, cuando menos, a revisar el ámbito propio del principio de legalidad y la distinción entre ley y reglamento.

Estas críticas a la institución parlamentaria no son exclusivas de nuestro país. Tampoco nuevas, aunque sí lo parezcan a veces los defectos que se reprochan y sus causas reales o supuestas. Sin pretender con ello desdeñarlas, podría decirse que son simplemente la versión contemporánea de una crítica en sí misma permanente, aunque de sentido variable 9. Esta permanencia permite pensar que la "crisis" de los Parlamentos (si puede llamarse así sin grave contradicción una condición permanente en el tiempo) es estructural, no coyuntural, y efectivamente así es. El difícil equilibrio entre Gobierno y Parlamento, funcionalmente separados, pero políticamente unidos, que tenía un fundamento político claro en la doble legitimidad, monárquica y democrática, en la que se apoyaba el "doctrinarismo", se queda sin él cuando el principio monárquico se eclipsa o desaparece y el Gobierno pasa a depender exclusivamente de la confianza del Parlamento. A partir de ese momento, el equilibrio depende sólo del sistema de partidos y de la consistencia de éstos y tiende inevitablemente a vencerse, sea del lado del Parlamento, como en la Francia de la III y IV Repúblicas, sea del lado del Gobierno, como en la actualidad sucede en la mayor parte de los países europeos. El análisis de la relación entre Parlamento y Gobierno ha de dejarse, sin embargo, para su lugar propio, que es sin duda el comentario al Título V. En éste...

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