Teoría general de derecho público

AutorEva Andrés Aucejo
Páginas29-87

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1. El origen de la potestad reglamentaria del gobierno en el derecho comparado: Inglaterra, Francia, Alemania y España

Dato constitucional es hoy que la potestad reglamentaria recae en el Gobierno de la nación. Ello no es sino el desenlace de una longeva y compleja evolución histórica, cuyo denominador común en el tiempo, común, asimismo, en los distintos espacios, ha sido una lucha fraticida entre dos estamentos sociales por la aglutinación del poder normativo. «De facto», la pugna entre la asamblea de notables y el rey para ejercer la potestad de dictar normas generales, trae causa de la Baja Edad Media1 mas, la potestad

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reglamentaria de la Administración prevista en los ordenamientos jurídicos de nuestros días halla su génesis en la confrontación producida entre dos instituciones capitales: el Parlamento y la Corona, durante el siglo xvi en Inglaterra y vencido el siglo xvm en Francia2.

Tras el medievo aparece una nueva etapa histórica que recorrerá desde el Renacimiento hasta el siglo xvm. Elemento definitorio de ésta, denominada «Edad Moderna», fue la concentración del poder político en la institución de la Monarquía, fruto del vacío de poder a que había conducido la lucha de poderes entre los distintos estamentos del orden feudal, desencadenante de una crisis política de la iglesia, el imperio y la nobleza feudal3. Dos hechos contribuirían sobremanera a reforzar la posición hegemónica del monarca frente al resto de órdenes que hasta entonces incidían muy activamente en la vida política, social y económica. De un lado, se cimienta la figura del vasallaje -cada vez existe un número más acusado de nobles que se ponen al servicio del rey- y, de otro, aumenta el número de matrimonios entre monarcas. De todo ello emergería un Estado nacional cuyo poder político lo ejerce el monarca con una posición prominente sobre el resto de poderes medievales hasta tal punto que se le identifica con un poder unitario y «que por sus cualidades -independencia, indivisibilidad, incondicionali-dad, etc.- se llamó soberano»4.

Empero, mientras que la mayor parte de los países de Europa consolidan, en mayor o menor grado, un modelo de estado autoritario bajo el imperio de la monarquía absoluta5, Inglaterra vivía los primeros conatos de rebelión por parte del Parlamento contra diferentes dinastías (Tudor, Estuardo), que se repetirían en el tiempo y que conduciría a la firma de la Carta de Derechos {Bill ofRights) de 1689 tras la «Revolución gloriosa»6.

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«1.a That the pretendedpowerofsuspending laws, and execution ofLaws, by royal authority- without consent of Parliament, is illegal.

  1. " That the pretendedpower of dispensing with Laws by royal authority, as it has been assumed and exercised oflate, is illegal».

    BILL OF RIGHTS

    Con la revuelta, Inglaterra consigue -pues- un logro de antaño reivindicado por los estamentos distintos a la corona: hacer efectivo el principio de separación de poderes7. La ley suplanta al monarca. El Parlamento se erige en el poder decisivo y concluyente a efectos del establecimiento de las leyes y de los tributos8, lo que desembocará en un modelo en el que, para que el monarca pueda dictar reglamentos necesita delegación expresa -«delegated legislation»-9, que por regla general no podrá contradecir, suspender o derogar ley alguna -so pena de ilegalidad- al tratarse de una «subordínate legislation»10.

    Un siglo más tarde de que aquella gloriosa revolución inglesa tuviera lugar, acaece en Francia un movimiento revolucionario (abanderado por la burguesía) tan espectacular como difundido: «La Revolución francesa». Los intelectuales tratadistas de entonces: Locke, Montesquieu, Rousseau, ilustrarían los dogmas de un nuevo modelo estatal inspirado en la división de poderes (Locke y Montesquieu)11 y en la soberanía popular

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    (Rousseau)12, ambos en pugna con la concentración de poderes en manos del príncipe y difícilmente conciliables con la atribución de la potestad normativa general al ejecutivo13, pues; de un lado, en un modelo puro de separación de poderes al ejecutivo se le reserva la simple ejecución de la ley y, de otro, el principio de la soberanía nacional comporta que sólo los representantes del mismo ostentan la competencia para dictar normas14.

    Empero, no sería tarea fácil erradicar el papel hegemónico que hasta la revolución de 1789 había desempeñado la Monarquía francesa. Amenazada la institución, los teóricos del sistema monárquico respondieron defendiendo a ultranza la potestad inherente de la Administración para dictar disposiciones normativas, en especial reglamentarias. En efecto, aquel conflicto de intereses se saldaría con un resultado positivo a favor de la voluntad del ejecutivo en materia reglamentaria, al cual le sería reconocida la potestad de dictar disposiciones reglamentarias; presión a la que sucumbió el legislativo «quizá por necesidad»15 (pues competencia exclusiva del monarca

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    había sido en un pasado cercano el poder normativo); o simplemente por la inercia del poder monárquico, en un primer momento, y más tarde debido a la hegemonía de los diferentes poderes ejecutivos (directores, cónsules, emperador)16. Así, pese a que inmediatamente después de la revolución (1971) se constitucionaliza el traslado íntegro de la potestad normativa al Parlamento17, muy pronto los primeros textos constitucionales del siglo xix reconocen la potestad reglamentaria del Gobierno siempre subordinada a la ley, en tanto que mecanismos de ejecución de ésta18, toda vez que sujeta al principio de legalidad constitucional, pues la atribución de tal potestad reglamentaria se confiere al ejecutivo con plasmación expresa en la propia Carta Magna19.

    Es, por todo ello, de significar el gran estigma que supuso la Revolución francesa enarbolando la bandera de la «ley» como máximo baluarte y si bien el curso de los acontecimientos venideros hizo recaer la potestad reglamentaria en manos del ejecutivo, ésta se enmarcó en un paradigma constitucional bajo el imperio de la ley y del principio de legalidad predicables -por lo demás- de todo el aparato administrativo.

    Al hilo de las grandes innovaciones aportadas por la Revolución francesa a los países de Europa, E. García de Enterría, afirma: «La Administración pública experimenta en este momento la más relevante transformación de su

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    historia. Hasta entonces la Administración era un atributo personal del monarca absoluto, vicario de Dios en la tierra que, en virtud de esta superioridad formal, gobernaba por su sola prudencia a la grey de su pueblo. Frente a este criterio de la sola prudencia en la atención al bien general, el aparato administrativo va a tener a partir de ahora que tener en cuenta las prescripciones de la legalidad, únicas en virtud de las cuales puede ordenar y prohibir («La Administración Pública y la ley», ob. cit, p. 571).

    De esta suerte se lograría alcanzar un acoplamiento entre dos modelos normativos bien diferenciados, el «sistema democrático», que postula el fundamento constitucional del poder legislativo, en tanto que representante del pueblo, como órgano dotado de legitimidad para producir normas generales, y el llamado «principio monárquico», con legitimidad para producir ordenanzas o reglamentos y cuya penetración en el modelo democrático conduciría a consolidar definitivamente el poder reglamentario general de la Administración, no necesitada de habilitaciones parlamentarias20.

    A lo largo del siglo xix hasta mediados del xx se observa en Francia una flexibilización del principio de legalidad21, toda vez que una paulatina extensión de la potestad reglamentaria de la Administración22; evolución que culminará en 1958, fecha de la que data la afamada Constitución Gaullista con plasmación positiva de la reserva reglamentaria. Se constituzionalizan, de este modo, dos ámbitos normativos bien diferenciados: el acotado por la reserva de ley (art. 34)23, versas el circunscrito por las materias sujetas a regulación reglamentaria (art. 37)24. Se positiviza, por ende, con lo expuesto,

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    de un lado el principio de reserva de ley con carácter restrictivo, y con la facultad constitucional conferida por el art. 38 de que -en aquellas materias reservadas a ley- el Parlamento, mediante delegación expresa, tiene competencia para habilitar al Gobierno para que éste dicte ordenanzas en ejecución de ley que, si bien pueden derogar leyes anteriores, no tienen valor legislativo, sino el de meros actos reglamentarios, que sólo cobrarán fuerza de ley cuando se haya producido la ratificación parlamentaria25. Se trata, por tanto, de una potestad reglamentaria de...

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