Tema 2. Poder religioso y poder político

AutorRosa Mª Satorras Fioretti
Cargo del AutorProfesora titular de Derecho Eclesiástico del Estado. Universidad de Barcelona

TEMA 2

RELIGIÓN Y PODER POLÍTICO 1

1. LOS ORÍGENES PRECRISTIANOS

El hombre, en el mundo precristiano, vive en círculos muy cerrados socialmente; la Religión (lo espiritual) y la organización política (lo temporal) son las dos caras de la misma moneda, van íntimamente ligadas, pues su sentido último es el mismo: se dirigen ambas hacia la felicidad colectiva y el bienestar social. El monismo, que supone la fusión de los dos poderes en uno, es incuestionable y nadie se plantea separarlos.

Por consiguiente, el mundo precristiano es monista: el poder que dirige al hombre está investido, simultáneamente, del doble carácter religioso y temporal. Religión y política constituyen un conjunto armónico, como se puede ver en los regímenes faraónicos, en los imperios precolombinos, mayas, aztecas, incas, y en Roma a partir de los triunviratos y con los Césares. Así, la forma política más característica de la época fueron los imperios monistas teocráticos politeístas (en este sentido, la teocracia supone considerar al Rey como hijo de Dios).

En Roma, la Religión y el poder político se funden y confunden: el «Estado» es un organismo teocrático, que sin la base religiosa perdería toda su razón de ser, porque el poder político tiene carácter sagrado y lo sagrado tiene poder político. El Emperador no sólo es el máximo Pontífice, sino también una divinidad. Conforme el Imperio Romano conquista nuevos pueblos, adopta sus dioses particulares en el panteón, de modo que liga espiritualmente a los conquistados (sincretismo teocrático politeísta).

Incluso en el pueblo judío –la religión monoteísta más moderna de la época–, aún existiendo una casta sacerdotal, el que ostenta el supremo poder religioso –a la vez que el político– era el Rey (que no es el hijo de Dios, pero sí el elegido por Él). Los sacerdotes sólo tienen funciones de culto. El Rey, a quien no se puede divinizar, por ser ello incompatible con las creencias judías monoteístas, es quien dialoga con Dios. No se diviniza al Rey, pero sí al poder; de ahí que la resultante sea una teocracia monoteísta.

2. EL CRISTIANISMO

La distinción entre los dos ámbitos, el religioso y el temporal, es una de las grandes aportaciones del cristianismo; por vez primera se separa la política de la religión. Cuando Jesús dice su célebre frase «mi Reino no es de este mundo», se produce una de las más grandes revoluciones que han tenido lugar en el orden político; supone una decisiva aportación de libertad, que resquebraja el monismo político-religioso que configura un poder totalitario; porque cuando el poder político asume dentro de sí lo religioso, o cuando prohibe o persigue la religión para sustituirla con una ideología o ideario propio, pretende abarcar todas las esperanzas del ser humano, pretende dirigirlo, hacer el «nuevo hombre», que no tiene otra expectativa de realización humana que dentro del propio sistema.

Pues bien, mientras que las otras grandes religiones (el judaísmo y el islam) siempre han conservado una cierta homogeneidad político-religiosa (muy clara en países islámicos, salvo en Turquía, y algo menos en Israel) –sus libros sagrados son a la vez códigos legales y sus dirigentes lo son religiosos y temporales a la vez-, el Cristianismo parte de un principio separatista: «Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios».

Dicho principio separatista, que nace con Jesucristo, va a marcar las relaciones entre el poder religioso y el poder político hasta nuestros días; no se puede entender la Historia, sin saber que esta separación entre lo político y lo religioso va a determinar el desarrollo de la civilización de Occidente. El Cristianismo, al mismo tiempo que reconoce la autoridad de los poderes civiles, proclama que en lo relativo a la Religión, a la fe, es preciso obedecer a Dios, y no a los hombres.

Durante los primeros tres siglos de nuestra era, el Cristianismo se mantiene en franca separación frente a los poderes políticos; aunque lo cierto es que tampoco les quedó mejor opción –si no querían ser incoherentes con sus propios axiomas– esta actitud les costó miles de vidas durante las persecuciones: los romanos solían respetar en todos los terrenos las instituciones de los pueblos conquistados, pero los sometían a la autoridad central de Roma. Esta inteligente solución también se aplicaba a las religiones: los dioses y los cultos de los pueblos conquistados seguían vigentes y eran respetados; es más, como ya hemos dejado dicho, sus dioses eran asumidos por Roma, que los incorporaba a los múltiples dioses que ya tenían en su panteón (politeísmo sincrético). Dicha actitud respondía perfectamente al monismo político religioso vigente: la legitimidad de los dioses radicaba en su recepción imperial.

Así pues, la única vía abierta para la integración pacífica del Cristianismo en el Imperio hubiera sido acogerse a este sincretismo religioso romano, que resultaba una forma dogmática incoherente en sí misma (pues consistía en la reunión de varias doctrinas religiosas –cualquiera que fuera su verdad, y aún cuando fueran contradictorias–). El monoteísta Cristianismo no pudo aunarse a este sistema, porque eso le hubiera supuesto colocar a su único y verdadero Dios en el Panteón con todos los demás dioses, a la vez que aceptar la propia divinidad del César.

A partir de ese momento, los cristianos fueron considerados ateos, porque rechazaban los cultos tradicionales; la Iglesia era considerada una secta ilícita, aunque no tanto por la preocupación religiosa del Imperio, sino por el temor político del mismo a aceptar un grupo subversivo, insumiso y fanático, dispuesto a morir antes que venerar al Cesar. La legislación romana impuso a los cristianos la pena de muerte. Desde entonces hubo períodos de mayor o menor intolerancia con un progresivo endurecimiento, variando éste en función de quién fuera el Emperador del momento o de sus funcionarios. Las etapas en las que la legislación se aplicó de forma generalizada y en todo el territorio son conocidas como «persecuciones».

3. DE LAS PERSECUCIONES AL CÉSAROPAPISMO

La situación cambia radicalmente desde el Edicto de Milán, promulgado por el Emperador Constantino (año 313), en el que se reconoce la libertad de los cristianos (o sea, la libertad religiosa, que, por lo demás, ya se aplicaba a las demás creencias religiosas). A partir de ahí, los sucesivos emperadores, salvo excepciones, favorecerán a la Iglesia, culminando esta tendencia en el año 380. Es ese año cuando Teodosio declara el Cristianismo como religión oficial; a cambio de este reconocimiento, los césares intentarán instrumentalizar a la Iglesia, al servicio de la unidad del Imperio y de la estabilidad del poder imperial.

Resulta paradójico que una religión esencialmente separatista degenere o sirva para establecer un sistema de gobierno monista; cuando la intervención en la Iglesia por parte del César se convierte en extrema nos encontraremos con el llamado «césaropapismo».

Pero ¿por qué se produce esta contradicción? Nuevamente debemos recurrir a la Historia para explicarlo: a principios del siglo IV (el año 313), cuando se otorga la libertad de culto a los cristianos, la situación de éstos ha cambiado radicalmente; de ser una minoría en la sociedad romana, ésta ya se ha convertido en gran parte al Cristianismo, o sea, que el Imperio se ha visto obligado a reconocer una realidad social imperante.

La idea de Constantino no fue otra que comprender que una sociedad cristiana, como ya lo era –de hecho– la romana (se había producido ya la llamada «barbarización de los romanos», que no la «cristianización de los bárbaros», como sugería Indro Montanelli), sólo podía tener una forma política cristiana, por lo que decidió eliminar la contradicción de representar a un pueblo ya mayoritariamente cristiano, por un gobierno pagano. No obstante, Constantino, a nivel personal, no abandonó el paganismo: continuó siendo el Pontífice Máximo de la religión del...

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