El sujeto político de las relaciones internacionales en el pensamiento de J. S. Mill

AutorJosefa Dolores Ruiz Resa/Manuel Escamilla Castillo
Páginas43-63

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Quiero destacar un ángulo desde el que también resulta interesante abordar un debate recurrente en el conocimiento y la valoración de J. S. Mill: el de su coherencia. La reciente publicación de su obras completas por J. Robson ha puesto a disposición de los investigadores materiales antes difícilmente accesibles, como su correspondencia o la multitud de artículos periodísticos que produjo. Su actuación como parlamentario o como alto cargo de la East India Company puede ahora considerarse mejor. Con ocasión del bicentenario de su nacimiento, varias importantes obras colectivas han aportado luz a su compleja figura, dado que a la coherencia (o a la falta de ella) en su obra filosófica, hay que sumar la de su producción política y su desempeño como activista1. Mill fue un intelectual y no un filósofo académico, por lo que es natural considerar que la coherencia y la integridad se refieren también a la relación entre su vida y su obra. En este punto surge la inquietante pregunta de cómo alguien, ferviente defensor de la libertad individual y de la igualdad entre hombres y mujeres, pudo defender toda su vida el colonialismo, y más aún, trabajar satisfecho durante

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años en el organismo que controlaba la joya del imperio, la East India Company, institución chocante que mezclaba los intereses económicos con las funciones de gobierno2.

Planteamiento del problema: libertad para los individuos, paternalismo para los bárbaros

El pensamiento de Mill tiene varias raíces e influencias, que él desde luego siempre trató de amalgamar en una síntesis coherente. En su Autobiografía dice al respecto que fue educado «en el hábito de no aceptar como completas las medias soluciones a los problemas; de no abandonar nunca una dificultad, sino de volver a ella una y otra vez hasta clarificarla»3.

Sin ánimo de ser exhaustivo, en Mill se cruzan el individualismo liberal heredado de la cultura política británica nacida en

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el S. XVII, el utilitarismo racionalista de origen ilustrado, el romanticismo del S. XIX y su descubrimiento de la vida colectiva e histórica, o también el socialismo que Mill descubrió en Francia a partir de 1828. Así que una de las verdades que trató de amalgamar es el individualismo, de raíz liberal, en él verdaderamente insobornable, y por ello difícil de acomodar cuando Mill tiene que tratar situaciones en que aparecen grupos sociales. En el ámbito ético el sujeto o agente moral es el individuo, y su estatus racional y ético es ab origine. Al respecto señala en On Liberty, con tanta inspiración como certeza, que «sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano»4. Esta defensa de la plena libertad individual (fijémonos en que emplea la palabra soberanía, atributo del Leviatán), conlleva la necesidad de acotar su ámbito, de determinar en qué casos está justificado el paternalismo.

El paternalismo consiste en la limitación de la libertad de un sujeto por su propio bien, y fue el propio Mill quien proporcionó su definición canónica cuando, también en On Liberty, declaró:

el único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa [...] pero el bien de ese individuo, sea físico, sea moral, no es razón suficiente. Ningún hombre puede, en buena lid, ser obligado a actuar o abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más feliz, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o incluso justo

5.

Esta definición es muy restrictiva porque prohíbe cualquier clase de acción o política pública que no cuente con la aquies-

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cencia de los interesados. La excepción, leemos en este texto, sería evitar un mal mayor como la agresión o la desprotección de la sociedad a causa de conductas individuales egoístas o nocivas. Esto es, sólo podría sacrificarse la libertad del individuo con el fin de evitar una restricción mayor en la libertad de los demás. Pero poco después dice Mill que esa libertad individual tiene más excepciones, pues no puede alcanzar a «los niños y a los jóvenes por debajo de la edad fijada legalmente para ser adultos» (that of manhood or womanhood)6. Y a continuación introduce otro caso de paternalismo que ya no es ni mucho menos tan razonable como el anterior, aquél de que «el despotismo es un modo legítimo de gobierno al tratar con bárbaros, dado que el objetivo sea su mejoramiento»7. Y ello por la misma razón que en el caso de los niños: porque en los estadios atrasados de la sociedad, la propia raza humana está en minoría de edad.

Esta breve exégesis basta para introducir dos clases de explicaciones a esa excepción colonialista en lo que voy a llamar su individualismo de la libertad. Por un lado, aunque la favorable opinión de Mill hacia la colonización de los pueblos bárbaros peca de etnocéntrica tal era, se dice, la creencia prevalente en su época8. Según esta línea de argumentación, no deberíamos pedirle a Mill más de lo que su tiempo le permitía. De hecho la posición de Mill sería mucho más avanzada que la de la mayoría, pues limitaba la legitimidad del Imperio a los pueblos menos desarrollados (defendiendo en cambio la auto-nomía de Irlanda o Canadá), y sinceramente creía que sólo el progreso y nunca la explotación justificaban el colonialismo (como prueban su condena de la esclavitud, del racismo, o más

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concretamente su actuación en el proceso contra el gobernador de Jamaica E. J. Eyre)9. D. Habibi, uno de los mayores estudiosos de la faceta colonialista de este «santo del racionalismo», se pregunta cómo pudo compatibilizar su apoyo al colonialismo británico con la maximización del bienestar y la mayor erradicación posible del sufrimiento10. Su respuesta es que el colonialismo de Mill es complejo y a veces contradictorio con las ideas que escribió. Sin embargo, piensa Habibi, la conducta personal de Mill fue siempre íntegra y consistente con los valores políticos y sociales por los que luchó toda su vida11. Coincido con esta apreciación de Habibi y defiendo (aunque no sea éste el momento de argumentarlo), que hay coherencia entre su vida y sus ideas12. Pero también creo que dejando aparte posibles contradicciones entre sus ideas o entre sus pronunciamientos, y más allá de una justificación de su colonialismo en términos históricos o ideológicos, merece la pena indagar si alguna debilidad o carencia en dichas ideas tenía que llevar a Mill a defender el colonialismo con la convicción y sinceridad con que lo hizo.

En este sentido, y paso a la segunda de las justificaciones de esta clase de medidas paternalistas, sucede que la categoría de progreso, un aspecto muy relevante en el planteamiento general de Mill, juega también aquí un papel determinante. Con una referencia al progreso se abre On Liberty,

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concretamente con una cita de W. von Humboldt que Mill hace suya, pues en ella se dice que la directriz de todos los argumentos de «estas páginas» (de Von Humboldt pero también de Mill, dado que la frase abre el libro), es «la absoluta y esencial importancia del desarrollo humano»13. La justificación del despotismo en los pueblos «atrasados», no civilizados aún, sería que la ontogénesis del individuo (el proceso natural de crecimiento mediante el que alcanza la plenitud de sus facultades racionales), corre paralela a la filogénesis de las naciones civilizadas, aunque ahora el proceso no sea natural sino social y cultural: la infancia de la humanidad, en la que aún viviría gran parte del Imperio Británico, es el inevitable estadio anterior al de la civilización. En este caso el crecimiento consiste en progreso, mediante el cual un grupo humano se constituye como pueblo civilizado. Adelanto ya que en esta superposición de la ontogénesis individual y social reside el problema: sólo mediante el progreso una comunidad alcanza el estatus de agente político en el concierto internacional, mientras que el mero crecimiento natural constituye a todo individuo en agente moral, al margen de que pertenezca a un pueblo civilizado o a uno bárbaro. Así pues los individuos británicos existen también como integrantes de la nación inglesa, pero los individuos indios sólo existen políticamente como individuos y no también como indios.

El sujeto político de las relaciones internacionales

El sujeto del desarrollo individual es el individuo, mientras que el sujeto del progreso es la colectividad social. Ahora bien, sólo a partir de cierto estadio de su desarrollo esa colectividad ha devenido en sujeto político, o dicho de otra forma, es una

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más de las naciones civilizadas. En realidad, como indicaré a continuación, «civilizadas» aquí es un epíteto, pues sólo las naciones son colectividades con un grado de integración y de cooperación suficiente para autogobernarse y ser consideradas agentes en las relaciones internacionales14. La causa de la civilización es el progreso, y dado que éste es un proceso temporal, también lo es la constitución de una colectividad como nación o agente político15. Los textos que Mill dedicó al asunto de las intervenciones armadas en conflictos entre terceros países ponen de manifiesto esta consideración, de modo que Mill sólo justifica la intervención a favor de un régimen de libertad cuando la sociedad que lucha por ella se halle ya constituida como nación, como civilizada. No se trata, por tanto, de que Mill negara a las naciones colonizadas el derecho a determinar sus propios intereses y su idea de la felicidad nacional, es más bien que no las reconocía como tales naciones16. Mill no tuvo en cuenta que un proceso de emancipación nacional pudiera ser también un proceso de constitución nacional.

El primer texto que Mill dedicó al problema...

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